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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (12 page)

Como dando rienda suelta a la voz de la joven dependienta de la zapatería, Brunetti dijo:

—Le gustan los animales y entiende de perros. —Luego preguntó—: ¿Quién te ha dicho eso?

—Uno de nuestros agentes. Lo vio en el colegio de su hijo. —Vezzani se internó en el despacho—. Un día de esos especiales en que los padres van al colegio a hablarles a los chicos de sus trabajos y sus profesiones. Me ha comentado que lo celebran cada año, y que el curso pasado este tipo les habló de la profesión de veterinario y del cuidado de los animales.

—¿Está seguro? —lo interrogó Brunetti.

Vezzani asintió.

—¿Cómo se llama?

—No lo recuerda, llegó a la última parte de su presentación. Pero como sólo invitan a los padres, si dio una charla en el colegio, allí tienen que saber de quién se trata.

—¿Qué colegio es?

—San Giovanni Mosco. Puedo llamarlos sugirió Vezzani, deslizándose hacia su mesa—. O podemos ir a hablar con ellos.

La respuesta de Brunetti fue inmediata.

—No quiero presentarme allí en un coche de la policía, especialmente si su hijo sigue matriculado. La gente siempre habla, y no es así como debería enterarse de lo de su padre.

Vezzani se mostró de acuerdo, y Vianello, que tenía hijos en edad escolar y que, como ellos, ejercía una profesión potencialmente peligrosa, asintió.

Vezzani realizó la llamada sin pérdida de tiempo y, después de que lo pasaran con dos despachos diferentes, por fin descubrió el nombre del fallecido.
Dottor
Andrea Nava. Su hijo aún seguía matriculado pero, debido a unos problemas familiares, el doctor no había podido asistir a la última reunión de padres. Sí, había estado allí el año pasado y había hablado sobre los animales domésticos y de cómo cuidar bien de ellos. Había sugerido que ese día los alumnos llevaran a sus mascotas al colegio, y las había usado como ejemplo. Los chicos habían disfrutado con aquella exposición más que con ninguna otra, y fue una verdadera lástima que el doctor Nava no hubiera podido volver este año.

Vezzani anotó la dirección y el número de teléfono que figuraban en la ficha del chico, dio las gracias a la persona que lo atendía sin explicar por qué la policía andaba buscando al doctor y colgó.

—¿Y bien? —dijo Vezzani, mirando al uno y al otro.

—Dios mío, cómo odio esta parte —murmuró Vianello.

—¿Tu agente está seguro? —preguntó Brunetti.

—Completamente —respondió Vezzani. Tras una pausa, preguntó—: ¿Llamamos primero?

—¿A cuánto queda de aquí? —inquirió Brunetti, indicando el papel que Vezzani tenía en la mano.

Él volvió a echarle un vistazo.

—Está justo al otro lado de la ciudad.

—Entonces llamemos —resolvió Brunetti, que no quería pasar ni un minuto retenido por el tráfico, sólo para acabar descubriendo que la esposa de aquel hombre, su
fidanzata,
compañera, o con quien fuera que vivieran los hombres hoy en día, no estaba en casa.

Vezzani descolgó el teléfono, dudó un instante y luego le pasó el auricular a Brunetti.

—Habla tú con ellos. Es tu caso. —Marcó la línea externa y a continuación el número de teléfono.

La voz de una mujer respondió al tercer tono.


Pronto
—dijo, sin identificarse.


Buon giorno, signora
—saludó Brunetti—. ¿Podría decirme si ésa es la casa del
dottor
Andrea Nava?

—¿Quién llama, por favor? —preguntó ella con voz más fría.

—El
commissario
Guido Brunetti,
signora.
De la policía de Venecia.

Tras un silencio que a Brunetti no le pareció excesivamente largo, ella preguntó:

—¿Podría decirme por qué llama?

—Estamos intentando localizar al
dottor
Nava,
signora,
y éste es el único número de contacto que tenemos.

—¿Cómo lo han conseguido? —inquirió ella.

—La policía de Mestre nos lo ha facilitado —respondió él, y deseó que no le preguntara por qué la policía de Mestre tenía su número.

—Ya no vive aquí —repuso ella.

—¿Puedo preguntar con quién hablo,
signora
?

Esta vez la pausa fue más larga de lo esperado.

—Soy su esposa —contestó.

—Ya. ¿Podría ir a hablar con usted,
signora
?

—¿Por qué?

—Porque necesitamos hablarle sobre su marido,
signora
—dijo Brunetti, con la esperanza de que la gravedad de su tono la preparase para lo que estaba por llegar.

—No ha hecho nada malo, ¿verdad? —preguntó ella, pareciendo más sorprendida que preocupada.

—No —respondió Brunetti.

—Entonces ¿de qué se trata? —insistió ella. El comisario advirtió en su voz la creciente irritación.

—Si me lo permite, preferiría hablar con usted en persona,
signora.
—Aquello se había alargado demasiado, y ahora a Brunetti le resultaba imposible contárselo todo por teléfono.

—Mi hijo está en casa —observó ella.

Brunetti se quedó helado. ¿Cómo distraer a un niño mientras le dices a su madre que su esposo está muerto?

—Uno de mis agentes me acompañará,
signora
—indicó, sin explicarle por qué pensaba que eso podía cambiar las cosas.

—¿Cuánto tardarán en llegar?

—Veinte minutos —se inventó Brunetti.

—De acuerdo, aquí estaré —dijo ella con la voz que se adopta para poner fin a una conversación telefónica.

—¿Me podría confirmar la dirección,
signora
? —preguntó Brunetti.

—Via Enrico Toti, veintiséis —respondió ella—. ¿Es ésa la dirección que tiene usted?

—Sí —confirmó Brunetti—. Estaremos ahí en veinte minutos —dijo de nuevo, le dio las gracias y colgó el auricular.

Volviéndose hacia Vezzani, Brunetti preguntó:

—¿Veinte minutos?

—O menos —contestó Vezzani—. ¿Queréis que os acompañe?

—Creo que con dos es suficiente. Me llevo a Vianello porque ya hemos hecho esto juntos en alguna otra ocasión.

Vezzani se levantó.

—Os acerco yo en mi coche. Podéis decir a vuestro conductor que se vaya. Así no habrá un coche de la policía aparcado en la calle. —Al ver que Brunetti estaba a punto de protestar, dijo—: No quiero entrar con vosotros. Me tomaré un café en el bar de enfrente mientras os espero.

15

El número veintiséis era una de las primeras casas dúplex dispuestas en hilera en una calle que se alejaba de un puñado de tiendas a las afueras de Mestre. Pasaron por delante de la casa; Vezzani aparcó su coche a un centenar de metros. Cuando los tres hombres se bajaron, Vezzani señaló un bar al otro lado de la calle.

—Estaré allí —dijo.

Brunetti y Vianello avanzaron por la hilera de casas y subieron las escaleras del número veintiséis. Había dos puertas y dos timbres, bajo los que figuraban los nombres de los residentes. En uno, el sol había descolorido las letras de Cerulli y Fabretti; en el otro, con letras negras escritas a mano recientemente, decía «Doni». Brunetti llamó a este último.

Al cabo de unos instantes, un niño moreno de unos ocho años abrió la puerta. Era delgado y tenía los ojos azules, con una expresión en la mirada inusitadamente seria para un niño de su edad.

—¿Son ustedes los policías? —preguntó.

En una mano sostenía una especie de arma futurista de plástico: una pistola de rayos, tal vez. De la otra le colgaba un osito de peluche ajado con una enorme calva en la tripa.

—Sí, somos nosotros —contestó Brunetti—. ¿Podrías decirnos quién eres tú?

—Teodoro —dijo, y se apartó de la puerta—. Mi
mamma
está en el cuarto grande.

Pidieron permiso y entraron; el niño cerró la puerta tras ellos. Al fondo de un pasillo que parecía dividir la casa en dos, entraron en una pieza que daba a un jardín invadido por el caos. En aquel barrio residencial, Brunetti esperaba ver jardines de rigidez militar, con filas rectas de plantas, flores o verduras, y todo bien limpio y podado en cualquier época del año. Éste, en cambio, hablaba de desidia, las hiedras inundaban lo que habían sido pulcras hileras de arbustos y plantas. Brunetti se fijó en las estacas de madera que habían servido para cultivar tomates y judías, ahora engullidas y ladeadas por la lenta invasión de zarzas y enredaderas, como si alguien hubiera abandonado el jardín al finalizar el verano y hubiera perdido todo el interés al llegar la primavera.

Sin embargo, el salón al que el niño los condujo no reflejaba nada de aquel desorden. Una alfombra de Heriz confeccionada a máquina cubría casi todo el suelo de mármol; había un sofá azul oscuro apoyado contra una pared y, sobre la mesita de centro había una pila ordenada de revistas. Dos butacas lucían un tapizado estampado de flores donde predominaba el azul oscuro del sofá que tenían enfrente. En las paredes, Brunetti vio cuadros de marco oscuro como los que se compran en las tiendas de muebles.

Cuando el niño entró, dijo:


Mamma,
aquí están los policías.

La mujer se puso en pie al verlos entrar y dio un paso hacia ellos, con los brazos colgando a ambos lados del cuerpo. Era de mediana estatura, aunque la tirantez de su pose la hacía parecer más alta. Aparentaba poco menos de cuarenta, y tenía una media melena oscura hasta los hombros. Llevaba unas gafas rectangulares que reforzaban la angulosidad de su rostro, y una falda por debajo de la rodilla; su jersey gris podría haber sido de seda.

—Gracias, Teodoro —contestó ella. Los saludó con la cabeza y se presentó—: Soy Anna Doni. —Su semblante se suavizó, aunque no llegó a sonreír.

Brunetti le dio sus nombres y las gracias por permitirles venir a hablar con ella.

El niño miraba a un lado y a otro mientras los adultos hablaban. Ella se volvió hacia él y dijo:

—Creo que puedes ir a hacer los deberes ahora.

Brunetti vio que el niño empezaba a protestar, pero enseguida decidió no molestarse. Asintió y abandonó el salón sin rechistar, llevándose consigo su arma y a su amigo.

—Por favor, caballeros —dijo la mujer, haciendo señas hacia el sofá. Ella tomó asiento en una de las butacas, y a continuación se incorporó a medias para alisarse la falda. Cuando se hubieron sentado todos, agregó—: Me gustaría que me explicaran a qué han venido.

—Se trata de su esposo,
signora
—respondió Brunetti. Hizo una pausa, pero ella no preguntó nada—. ¿Podría decirme cuándo fue la última vez que lo vio o tuvo noticias suyas?

Ella, en vez de contestar, preguntó:

—¿Sabe que estamos separados?

Brunetti asintió como si lo supiera, aunque no hizo ninguna pregunta al respecto.

Finalmente, ella dijo:

—Lo vi hace algo más de una semana, cuando me trajo a Teodoro a casa. —Después, a modo de explicación, añadió—: Tiene derecho de visita, y puede llevarse a Teo a dormir a casa un fin de semana cada quince días. —Brunetti se relajó al oír que por fin usaba el diminutivo del niño.

—¿La suya es una separación amistosa,
signora
? —irrumpió Vianello, dando a entender a Brunetti que el inspector había decidido interpretar el papel de poli bueno, en caso de necesidad.

—Es una separación legal —dijo ella lacónicamente—. No sé lo amistoso que puede ser eso.

—¿Cuánto tiempo llevaban casados,
signora
? —inquirió Vianello, intentando dar muestras de empatía por lo que acababa de decir. Después, como para insinuar que tenía derecho a no contestar, se disculpó—: Perdone la pregunta.

Eso la incomodó. Separó las manos y se aferró a los brazos de su butaca.

—Creo que ya es suficiente, caballeros. —Y expresó con repentina autoridad—: Ya va siendo hora de que me digan de qué va todo esto, y entonces decidiré a cuál de sus preguntas quiero responder.

Brunetti esperaba postergar el momento de decírselo, pero a aquellas alturas la demora ya era insostenible.

—Si ha leído los periódicos,
signora
—empezó—, sabrá que el cadáver de un hombre apareció flotando en un canal de Venecia. —Se detuvo el tiempo suficiente para que ella pudiera hacerse una idea de lo que vendría después. Las manos de la mujer se tensaron en los brazos de la butaca, y asintió. Abrió la boca, como si el aire que la rodeara se hubiera convertido de repente en agua y no pudiera seguir respirando.

—Parece que el hombre fue asesinado. Tenemos motivos para sospechar que ese hombre es su marido.

Ella se desmayó. En todos los años que Brunetti llevaba en la policía, nunca había visto a nadie desmayarse. En dos ocasiones había visto a dos sospechosos, un hombre y una mujer, fingir desvanecerse, y en ambos casos él había sabido al instante que sólo trataban de ganar tiempo. Pero esta señora sí se había desmayado: puso los ojos en blanco y la cabeza se le cayó contra el respaldo de la butaca; después, como un jersey colocado con descuido sobre un mueble, se deslizó hasta el suelo a sus pies.

Brunetti reaccionó antes que Vianello, apartó la butaca y se arrodilló junto a ella. Alcanzó uno de los cojines del sofá, se lo colocó debajo de la cabeza y entonces —sólo porque lo había visto hacer en las películas— le tomó la mano y comprobó el pulso. Latía, pausado y constante; su respiración parecía normal, como si simplemente se hubiera quedado dormida.

Brunetti alzó la mirada hacia Vianello, que estaba de pie a su lado.

—¿Deberíamos llamar a una ambulancia? —preguntó el inspector.

Entonces la
signora
Doni abrió los ojos y alzó una mano para enderezarse las gafas, que se le habían ladeado al caer. Brunetti vio que miraba en derredor, como para determinar dónde se encontraba. Transcurrido un largo minuto, dijo:

—Si me ayudan, creo que podré sentarme.

Vianello se arrodilló al otro lado y, sosteniéndola entre los dos como si estuviera a punto de derrumbarse, la ayudaron a ponerse en pie. Ella les dio las gracias, esperó a que la hubieran liberado y tomó asiento en su butaca apoyándose con una mano.

—¿Quiere algo de beber? —preguntó Brunetti, repitiendo lo que parecía el guión de una comedia romántica.

—No —respondió ella—. Estoy bien. Sólo necesito estar un momento en silencio.

Los dos se apartaron y se acercaron a la ventana para contemplar el jardín desolado. El tiempo fue pasando mientras esperaban oír alguna palabra o algún sonido de la mujer que tenían a sus espaldas.

Por fin dijo:

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