Read La palabra se hizo carne Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (13 page)

—Ya estoy bien.

Entonces regresaron al sofá.

—Por favor, no se lo digan a Teo —les rogó.

Brunetti asintió y Vianello meneó la cabeza, queriendo decir ambos lo mismo.

—No sé cómo… sobre su padre —titubeó ella, con una voz cada vez más temblorosa. Realizó unas cuantas inspiraciones profundas, y Brunetti reprimió el impulso de preguntarle de nuevo si quería algo de beber—. Cuéntenme lo que ocurrió —dijo.

Brunetti no halló la manera de adornar o suavizar los hechos para que no resultasen tan duros.

—A su marido lo apuñalaron y lo arrojaron a un canal. Su cuerpo fue descubierto a primera hora del lunes y trasladado al Ospedale Civile. No llevaba nada que lo identificara; por eso hemos tardado tanto en encontrarla a usted.

Ella asintió varias veces y se detuvo a pensar en lo que acababa de oír.

—No había ninguna descripción suya en los periódicos —indicó—. Ni de su enfermedad.

—Les proporcionamos la información que teníamos,
signora.

—Leí la noticia —dijo ella enojada, pero no mencionaba nada sobre el Madelung. Seguramente su forense habría reconocido algo así. —Brunetti se dio cuenta de que la mujer no quería escuchar ni creer nada de lo que le dijera, por el tono de su voz, cada vez más sarcástico. Entonces, hablando más para sí misma que para ellos, observó—: De haberlo visto, los habría llamado.

Brunetti la creyó.

—Lo lamento,
signora.
Siento que haya tenido que enterarse de esta manera.

—Ninguna manera es buena —repuso ella fríamente. Pero al ver la reacción del comisario, añadió—: ¿Verdad?

—¿Cuánto hacía que tenía la enfermedad? —preguntó Brunetti por simple curiosidad.

—No sabría decirle —contestó ella—. Al principio, él pensaba que sólo estaba ganando peso. Nada funcionaba: por poco que comiera, seguía aumentando de tamaño. Y así durante casi un año. De modo que pidió consejo a un amigo. Habían estudiado juntos en la universidad, sólo que después Luigi se pasó a la medicina; medicina humana, quiero decir. Él nos dio un diagnóstico, pero en un primer momento no le creímos. Lo cierto es que no podíamos creerlo: nunca tomaba más que un vaso o dos de vino en la cena, normalmente ni una gota, así que le parecía algo imposible. —Cambió la postura de las piernas y se revolvió en la butaca—. Entonces, hará cosa de seis meses, le realizaron una biopsia y un escáner. Y eso es lo que tenía. —Sin emoción en la voz, dijo—: No hay tratamiento ni cura. —Luego, con una falsa sonrisa, añadió—: Aunque no es mortal. Te convierte en un barril, pero no te mata.

Dejándose a un lado el sarcasmo, preguntó:

—Claro que ustedes no han venido aquí a hablar de eso, ¿verdad?

Brunetti trató de valorar hasta dónde podían llegar y decidió arriesgarse a hablar con franqueza.

—No,
signora.
—Hizo una pausa, y a continuación preguntó—: ¿Hay alguien que pudiera querer hacerle daño a su marido?

—¿Además de mí, quiere decir? —replicó ella con total seriedad. A Brunetti aquella respuesta le pilló por sorpresa y, al echar una mirada a Vianello, vio que al inspector también.

—¿Por la separación? —inquirió Brunetti.

Ella miró por la ventana, contemplando el caos que reinaba en el jardín.

—Por lo que causó la separación —respondió al fin.

—¿Qué ocurrió? —se interesó Brunetti.

—El cliché más viejo del mundo,
commissario.
Una compañera de trabajo, más de diez años menor que él. —Entonces, con auténtico rencor, agregó—: O que yo, ésa es la cuestión.

Miró a Brunetti a los ojos, como insinuando que él también vivía con una mujer y que era una cuestión de tiempo que hiciera lo mismo que su marido.

—¿La dejó por ella? —preguntó Brunetti.

—No. Tuvo una aventura con ella, y cuando me lo contó, supongo que la palabra correcta aquí es «confesó», dijo que él no había querido hacerlo, que ella lo había seducido. —La amargura en su voz fue subiendo mientras hablaba, como la temperatura de un termómetro bajo el sol de la mañana.

Brunetti esperó. Aquél no era momento para que un hombre interrumpiera a una mujer con el turno de palabra.

—Dijo que creía que ella lo había planeado.

De pronto, levantó una mano y trazó un gesto como para ahuyentar a su esposo, o a la amante, o el recuerdo de lo que él le había contado. Después, con voz rayana en la amargura, agregó:

—No sería la primera vez que un hombre alega eso, ¿verdad?

Vianello, en su papel de poli bueno, intervino para preguntar:

—Usted afirma que él se lo contó,
signora.
¿Por qué cree que lo hizo?

Ella miró al inspector, acordándose de que estaba allí.

—Sabía que aquella mujer iba a contármelo, y quiso adelantársele. —Levantó la mano y se la pasó varias veces por la frente—. Quiso ser el primero en decírmelo.

Lanzó al inspector una mirada serena, luego se volvió hacia Brunetti:

—Así que no me dejó por ella,
commissario.
Yo le pedí que se marchara.

—¿Y se marchó? —preguntó Brunetti.

—Sí, ese mismo día. Bueno, al día siguiente. —Permaneció inmóvil unos instantes, reflexionando sobre los hechos—: Teníamos que hablar sobre qué le diríamos a Teo. Entonces, en voz más baja, añadió—: Aunque me temo que a los niños no hay nada que puedas decirles.

Brunetti sentía curiosidad por saber qué le habían dicho a su hijo, pero no podía justificar esa pregunta, por lo que se limitó a preguntar:

—¿Cuándo fue eso?

—Hace tres meses. Los dos hemos hablado con abogados y firmado documentos.

—¿Con qué fin,
signora
?

—¿Se refiere a si iba a divorciarme de él?

—Sí.

Por supuesto. —Luego, más lenta y mucho más pensativa, agregó—: No por su aventura, que quede claro, sino porque no tuvo el valor de reconocerlo, porque tuvo que hacerse la víctima. —Después protestó furiosa, levantando un brazo sobre el pecho y agarrándose el hombro con la mano como para contener su ira—: Odio a las víctimas. Odio a la gente que no tiene el valor de asumir sus sucios errores y achaca la culpa a otras personas o cosas. —Luchó por guardar silencio, pero perdió su lucha y prosiguió—: Odio la cobardía. La gente comete deslices, todo el tiempo. Pero por amor de Dios, al menos reconócelo. No vayas por ahí culpando a fulana o mengano. Simplemente admite que lo has hecho y, si lo sientes, di que lo sientes, pero no culpes a otra persona de tu propia debilidad o estupidez.

Se detuvo, exhausta, tal vez no tanto por todo lo que había dicho cuanto por las circunstancias en las que lo había dicho. Ante dos completos desconocidos, después de todo, y para colmo policías, que habían venido a decirle que su marido estaba muerto.

—Suponiendo que usted no sea la responsable,
signora
—planteó Brunetti con una ínfima sonrisa esperando que su ironía lograra desviarla del derrotero que aquella conversación parecía haber tomado—, ¿se le ocurre alguien más que pudiera haber querido hacerle daño a su marido?

Ella sopesó la pregunta y su semblante se suavizó.

—Antes de responder a eso, permítame decirle una cosa —dijo.

Brunetti asintió.

—En el periódico ponía que el hombre de Venecia, Andrea, fue hallado el lunes por la mañana —dijo, pero era una pregunta.

Brunetti se la respondió.

—Sí.

—Yo estuve aquí con mi hermana aquella noche. Vino a casa con sus dos hijos, cenamos todos juntos y luego se quedaron a dormir.

Brunetti se permitió echar una ojeada a Vianello y vio que el poli bueno asentía. La voz de la
signora
Doni volvió a captar su atención diciendo:

—Respecto a su otra pregunta, no se me ocurre nadie. Andrea era un… —Se detuvo ahí, tal vez consciente de que ya tenía su epitafio—. Era un buen hombre. —Hizo una pausa, inspiró hondo tres veces y continuó—: Sé que estaba preocupado en el trabajo o por el trabajo. Me percaté de ello durante los últimos meses que pasamos juntos; eso fue cuando… —Su voz se desvaneció, y Brunetti le dejó que recordara lo que quisiera. Sin embargo, pronto volvió a hablar—. Quizá se sintiera culpable por lo que estaba haciendo. Por lo que estaban haciendo. Pero podría haber algo más. —Hizo otra larga pausa—. No hablamos mucho en los últimos meses antes de que me lo confesara.

—¿Dónde trabaja su marido,
signora
? —preguntó Brunetti, y enseguida lamentó haber usado el tiempo presente. Tratar de corregirlo empeoraría las cosas.

—Tiene una clínica cerca de aquí. Pero trabaja en otro sitio dos días por semana. —Sin darse cuenta, tal vez porque había oído a Brunetti, ella también se había pasado al tiempo presente.

Brunetti imaginó que el trabajo de un veterinario sería bastante convencional; se preguntaba qué trabajo extra podría haber hecho el doctor Nava, además de consultas privadas.

—¿Trabajaba también como veterinario en ese otro sitio?

Ella asintió.

—Le ofrecieron el puesto hará unos seis meses. Con la crisis, ya no había tanto trabajo en la clínica. Aunque es raro, porque normalmente la gente hace lo que sea y paga lo que sea con tal de cuidar a sus mascotas. —Se retorció las manos con un típico gesto de impotencia, y Brunetti se sorprendió preguntándose si ella trabajaría o si se pasaría el día en casa cuidando de su hijo. En este último supuesto, ¿qué sería ahora de ella?—. Así que aceptó la oferta —dijo la mujer—. Teníamos que pagar la hipoteca de la casa y mantener la clínica, y después estaban las facturas del médico. —Ante el asombro de ambos, explicó—: Andrea tenía que hacerlo todo por privado; la lista de espera para el escáner en el hospital era de más de seis meses. Y pagaba todas las visitas a especialistas. Por eso aceptó el trabajo.

—¿Haciendo qué,
signora
?

—En el matadero. Necesitan tener a un veterinario allí cuando traen los animales. Él certifica que son aptos para su consumo.

—¿Como alimento, quiere decir? —inquirió Vianello.

Ella volvió a asentir.

—¿Dos días por semana? —preguntó Brunetti.

—Sí. Los lunes y los miércoles. Es cuando los traen los ganaderos. Andrea lo organizó todo en la clínica para no tener que estar allí por la mañana; sus empleados también atendían a los pacientes en caso de urgencia. —Se detuvo, oyéndose a sí misma describir aquello—. ¿No suena raro decir «pacientes» cuando se habla de animales? —Sonrió y meneó la cabeza—. De locos.

—¿Qué matadero,
signora
? —preguntó Brunetti.

—Preganziol —contestó ella. Y luego añadió, como si eso importara ahora—: Está sólo a quince minutos en coche.

Pensando en lo que ella había dicho sobre lo que la gente era capaz de hacer por sus mascotas, Brunetti indagó:

—¿Alguna de las personas que acudían a la consulta de su marido se mostró indignada con él?

—¿Se refiere a si lo amenazaron? —preguntó ella.

—Sí.

—Nunca me habló de nada tan serio, aunque algunos lo acusaron de no haber hecho lo suficiente para salvar a sus mascotas. —Dijo aquello con una voz serena. La frialdad de su rostro denotaba qué opinaba ella de semejante comportamiento.

—¿Es posible que su esposo le hubiera ocultado algo así? —inquirió Vianello.

—¿Se refiere a si me lo ocultaba para que yo no me preocupara por él? —replicó ella. Era una simple pregunta, formulada sin un ápice de sarcasmo.

—Sí.

—No, no hasta que las cosas se torcieron. Me lo contaba todo. Estábamos… —empezó. Luego se paró a buscar la expresión adecuada—… muy unidos —concluyó al haberla encontrado—. Pero nunca me dijo nada. Era feliz con su trabajo en la clínica.

—Entonces,
signora,
¿la preocupación que usted mencionó antes surgió en el otro trabajo? —preguntó Brunetti.

Se quedó con la mirada perdida, y volvió a desviar su atención hacia el jardín abandonado, donde ya no quedaban indicios de vida.

—Ahí empezó a cambiar su comportamiento. Pero eso fue por… otras cosas, diría yo.

—¿Fue allí donde conoció a esa mujer? —la interrogó Brunetti, pensando por alguna razón que se trataba de una veterinaria.

—Sí. No sé lo que hace ella ahí: me traía sin cuidado su trabajo.

—¿Sabe cómo se llama,
signora
?

—Él tuvo la gentileza de no usar nunca su nombre en mi presencia —dijo con ira mal contenida—. Sólo sé que era más joven. —Su voz se volvió de acero al pronunciar la última palabra.

—Ya —comentó él. Después preguntó—: ¿Qué aspecto tenía su marido la última vez que lo vio?

Observó a la mujer mientras ésta hacía memoria, retrocediendo hasta aquel encuentro, y la contempló mientras las emociones asociadas al recuerdo iban desfilando por su rostro. Respiró hondo, ladeó la cabeza para mirar por encima de ambos, y respondió:

—Fue hace unos diez días. —Respiró hondo unas cuantas veces más y volvió a colocar la mano en el hombro del lado opuesto. Finalmente añadió—: Se quedó a Teo el fin de semana y cuando lo trajo de vuelta dijo que quería hablar conmigo. Al parecer, algo le preocupaba.

—¿Algo sobre qué? —preguntó Brunetti.

Ella soltó la mano y la juntó con la que ya tenía sobre el regazo.

—Supuse que tenía que ver con esa mujer, por eso le contesté que no quería oír nada de lo que pudiera decirme.

Se interrumpió, y ambos la vieron recordar aquellas palabras. Sin embargo, ninguno de los dos comentó nada, y al final ella prosiguió:

—Dijo que estaban pasando cosas que no le gustaban, y quería explicármelo. —Miró a Vianello, luego a Brunetti—. Fue lo peor que hizo en su vida, lo más cobarde.

Un ruido llegó de algún otro lugar de la casa, y ella se incorporó a medias en la butaca. Pero el ruido no se repitió, y volvió a sentarse.

—Yo ya sabía de qué quería hablar conmigo. De ella. Tal vez que las cosas no iban bien y que lo sentía. A mí me traía sin cuidado. Y, como no quería escucharlo, le dije que lo que tuviera que decirme se lo dijera a mi abogado.

Respiró hondo varias veces, y continuó.

—Insistió en que no era sobre ella. No usó su nombre; simplemente la llamó «ella». Como si hablarme sobre ella fuera lo más natural del mundo. En mi propia casa. —Había estado mirando a algún punto entre los dos mientras hablaba, pero entonces desvió su atención a las manos que tenía unidas en el regazo—. Le dije que podía marcharse.

—¿Lo hizo,
signora
? —preguntó Brunetti tras un largo silencio.

Other books

Allies by S. J. Kincaid
HONOR BOUND (The Spare Heir) by Michael G. Southwick
A Reformed Rake by Jeanne Savery
The Emperor Far Away by David Eimer
A Christmas Memory by Vos, Max
I'll Drink to That by Rudolph Chelminski
Hold Back the Night by Abra Taylor