La palabra se hizo carne (17 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Brunetti vio que también el inspector había tenido en cuenta la visita y llevaba puestos unos vaqueros desgastados, una chaqueta de cuero marrón y un par de zapatos que parecían hechos para caminar por montañas escarpadas.

Brunetti echó un vistazo a la superficie de su mesa, preguntándose si había algo que debería llevar consigo, pero no se le ocurrió nada. Una demora cobarde; su búsqueda no era más que una demora cobarde.

—Bien. Vamos —resolvió, y se encaminaron hacia la lancha.

Tardaron una hora en llegar a Preganziol, al parecer debido a la aglomeración de coches y autobuses en Piazzale Roma y al tráfico denso en Ponte della Liberta y en las afueras de Mestre. El tráfico no empezó a desplazarse a un ritmo constante hasta pasada la
autostrada
y puesto el rumbo al norte por la autopista A13.

Superaron los accesos a Villa Fürstenberg y Villa Marchesi, y luego se hallaron circulando en paralelo a las vías del tren. Redujeron para atravesar Mogliano Veneto, y pasaron otra
villa,
aunque iban tan rápido que a Brunetti no le dio tiempo a leer el nombre. El conductor no miraba ni a derecha ni a izquierda: no habría apartado los ojos de la carretera ni aunque la
villa
hubiera sido una carpa circense o un reactor atómico. Cruzaron un riachuelo, pasaron una
villa
más, y entonces el conductor giró a la derecha y se incorporó a una estrecha carretera de dos carriles, para detenerse ante lo que parecía un polígono industrial.

El mundo que se erguía frente a ellos era un mundo de cemento, alambradas, naves anónimas y camiones en movimiento. La mayoría de las edificaciones tenían un aspecto descarnado: eran rectángulos de techo plano sin pintar, con muy pocas ventanas; estaban circundadas por una plataforma de cemento poluto, y muchas, cercadas. La única claridad existente provenía de los rótulos de unos camiones y de una caseta abierta por los laterales, donde algunos trabajadores permanecían de pie, tomando café y cerveza.

El conductor se volvió hacia Brunetti.

—Hemos llegado, señor —dijo, señalando una verja en una alambrada metálica que rodeaba una de las naves—. Es aquí a la izquierda.

Fue entonces, al ver el rostro por completo, cuando Brunetti advirtió la marca brillante de una ancha cicatriz que sólo podía haber provocado una quemadura; empezaba encima de su ojo izquierdo y se iba ensanchando a medida que ascendía hasta desaparecer, con un grosor de tres dedos, bajo el ala de la gorra.

Brunetti abrió la portezuela del coche. En cuanto se hubo apeado, oyó el ruido: un gruñido distante que bien podría haber procedido de las matracas de Año Nuevo o de la excitación de amantes apasionados, o incluso de un oboe desafinado. Sin embargo, Brunetti sabía lo que era y, de no saberlo, el intenso olor ferruginoso enseguida se habría encargado de contarle qué pasaba tras aquellas puertas.

Vezzani había llamado a Brunetti durante el trayecto en coche: en ausencia del director, le había explicado a la ayudante de dirección que dos agentes de Venecia iban de camino. Los recibiría ella. Cuando Brunetti transmitió el mensaje a Vianello, el inspector repitió «ella» y se encogió de hombros.

El conductor tocó el claxon unas cuantas veces; Brunetti dudó que lo oyeran. Pero al cabo de unos segundos, y como en una película, surgió un nuevo sonido, más ronco y más mecánico que el otro, y las dos puertas de la verja empezaron a abrirse hacia el interior.

Brunetti aguardó a que los batientes dejaran de moverse para decidir qué hacer, si regresar al coche o traspasar la verja. El olor metálico se hacía más intenso. Los batientes y el ruido del mecanismo que los propulsaba se detuvieron a un tiempo, permitiendo que sólo fuera audible el gruñido original, esta vez más alto. El inconfundible chillido agudo de un cerdo se elevó por encima de los demás sonidos, y cesó nada más empezar, como si se hubiera empotrado contra una pared. Pero no por ello disminuyó el nivel de ruido general; quizá se parecía al griterío de un patio de recreo con niños frenéticos que salen a jugar, aunque aquel sonido no tenía nada de divertido. Y nadie iba a salir de allí.

Brunetti se giró hacia el coche en el preciso instante en que Vianello se bajaba del asiento de atrás y se disponía a reunirse con él. El comisario era vagamente consciente de que algo raro acontecía, y hasta que no miró al suelo y vio que estaba cubierto de gravilla no se percató de que los pasos de Vianello quedaban amortiguados por los sonidos que venían del otro lado de la verja abierta.

—Le he dicho al conductor que vaya a tomarse un café y que ya lo llamaremos cuando hayamos terminado —explicó el inspector. Luego, en respuesta al gesto de Brunetti, añadió con voz neutra—: El olor.

Mientras caminaban hacia la entrada, Brunetti se asombró al notar cómo la gravilla se deslizaba bajo sus pies sin que apenas se pudiera oír el sonido de sus pasos. Cuando traspasaron la verja, una puerta se abrió en la nave justo a su derecha, un largo rectángulo construido con bloques de cemento y techado con paneles de aluminio. Una mujer menuda se paró un momento en el umbral, luego bajó los dos peldaños y se les acercó, atenuados sus pasos también por el griterío que dejaba a sus espaldas.

Llevaba el pelo muy corto, acusando una masculinidad que enseguida quedaba refutada por su busto carnoso y la falda que ceñía su cintura. Brunetti advirtió que tenía unas piernas bonitas y una sonrisa relajada y cordial. Cuando se reunió con ellos, alzó la mano y se la tendió primero a Vianello, que estaba más cerca, y después a Brunetti, y a continuación echó la cabeza hacia atrás para obtener una mejor perspectiva de los dos hombres, ambos mucho más altos que ella.

Hizo un gesto indicando la nave y volvió a entrar, sin molestarse en derrochar palabras con tanto ruido.

La siguieron escaleras arriba hasta el interior, donde el griterío se oía menos, y aún menos cuando la mujer cerró la puerta tras ellos. Se encontraban de pie en un pequeño vestíbulo de unos dos metros por tres, con el suelo de cemento, totalmente funcional. Las paredes eran de pladur blanco, sin decoración. El único objeto que había en aquella entrada era una videocámara suspendida del techo que enfocaba a la puerta, el lugar donde ellos se encontraban.

—Sí —dijo ella, al advertir el alivio dibujado en los rostros de ambos—, aquí se está más tranquilo. De lo contrario, nos volveríamos todos locos.

Rondaba los treinta, aunque seguramente no los había cumplido aún, y tenía la elegancia natural de una mujer a gusto con su cuerpo y sin complejos.

—Soy Giulia Borelli —se presentó—, la ayudante del
dottor
Papetti. Como le he dicho a su colega, el
dottor
Papetti se encuentra esta mañana en Treviso. Me ha pedido que los ayudemos en todo cuanto podamos. —Esbozó una pequeña sonrisa, de esas que se regalan a visitas o a posibles clientes, mientras Brunetti se preguntaba cuántas mujeres estarían dispuestas a trabajar en un matadero.

Entonces, con una mirada de sincera curiosidad, preguntó:

—¿De verdad son ustedes de la policía de Venecia?
—Su voz era extrañamente profunda para una mujer tan menuda, y tenía la cadencia musical del Véneto.

Brunetti respondió afirmativamente. Como él estaba más cerca, pudo ver que las pecas le salpicaban la nariz y las mejillas para sumarse a la impresión general de salud. Ella se pasó los dedos de la mano derecha por el pelo.

—Si me acompañan a mi despacho, podremos hablar —dijo.

El olor ferruginoso también se notaba menos allí. Brunetti se preguntaba si se debería al aire acondicionado, y si así fuera, ¿qué ocurriría en invierno, cuando aquella parte de la nave tuviera la calefacción puesta?

Vianello y él la siguieron a través de una puerta hasta un pasillo que conducía a la parte de atrás de la edificación. Era consciente de que tenía los sentidos embotados desde que había salido del coche. Su olfato y su oído se habían saturado de tantas sensaciones que se encontraban en un estado de sobrecarga que les impedía registrar cualquier otro olor o sonido, mientras que el sentido de la vista se le había aguzado gracias a la blancura del vestíbulo y el pasillo.

La
signorina
Borelli abrió una puerta y retrocedió un paso para permitir que entraran ellos primero. Aquel despacho también estaba casi descarnado. Había una mesa con un ordenador y algunos papeles encima, una silla detrás y tres delante, eso era todo; y lo más perturbador: no tenía ventanas. La luz del interior provenía de múltiples barras de neón instaladas en el techo que creaban una iluminación mortecina que eliminaba toda sensación de profundidad en el despacho.

Se situó detrás de la mesa y tomó asiento, dejando que ellos ocuparan las sillas de enfrente.

—Su colega me dijo que querían hablar sobre el
dottor
Nava —soltó con voz neutra. Se inclinó adelante, con el cuerpo encorvado hacia ellos.

—Así es —confirmó Brunetti—. ¿Podría decirnos cuándo empezó a trabajar aquí? —preguntó.

—Hará seis meses.

—¿Y sus tareas? —inquirió el comisario, que seguía evitando el uso de presente o pasado y esperaba estar haciéndolo de manera natural. Vianello sacó la libreta y empezó a tomar nota.

—Inspecciona los animales que entran aquí.

—¿Con qué propósito? —preguntó Brunetti.

—Para certificar que están sanos —respondió ella.

—¿Y si no lo están?

La
signorina
Borelli pareció sorprendida por la pregunta, como si la respuesta fuera evidente.

—Pues no se sacrifican. El ganadero se los lleva.

—¿Alguna otra función?

—Analiza parte de la carne. —Se reclinó y levantó un brazo para señalar a su espalda, a la izquierda—. Está refrigerada. Obviamente, no puede inspeccionarla toda, pero analiza unas muestras y decide si es segura para el consumo humano.

—¿Y si no lo es?

—Pues se destruye.

—¿Cómo?

—Se incinera.

—Ya —dijo Brunetti—. ¿Alguna función más?

—No, sólo esas dos.

—¿Cuántos días a la semana viene? —preguntó Brunetti, como si la esposa del fallecido no le hubiera proporcionado ya esa información.

—Dos. Los lunes y los miércoles por la mañana.

—¿Y los demás días? ¿Qué hace?

Aunque le hubiera desconcertado la pregunta, no dudó en contestar.

—Tiene una clínica privada. Igual que la mayoría de los inspectores veterinarios. —Sonrió y se encogió de hombros, luego dijo—: Les costaría vivir de lo que ganan aquí.

—Pero ¿no sabe dónde?

—No —respondió ella con pesar. Luego añadió—: Aunque probablemente figure en nuestros archivos, en su solicitud. Podría encontrárselo enseguida, si lo desean.

Brunetti alzó una mano tanto para agradecer como para declinar el ofrecimiento. En tono amable, preguntó:

—¿Podría darme una idea más clara de cómo funcionan las cosas aquí? Es decir, ¿por qué el veterinario sólo inspecciona animales dos días por semana? —Extendió las manos en señal de confusión.

—Es bastante sencillo, la verdad —contestó ella empleando esa expresión tan socorrida para comenzar a explicar algo que no lo es tanto—. Muchos ganaderos los traen la víspera del sacrificio o incluso el mismo día. Así se ahorran el coste de mantener, alimentar y abrevar a los animales durante la espera. El
dottor
Nava los inspecciona los lunes y los miércoles, y después se procesan. —Hizo una pausa para comprobar que Brunetti la seguía, y él asintió, al tiempo que cavilaba sobre el verbo «procesar».

—¿Y si no los inspecciona? —la atajó Vianello usando él también de manera intencionada el engañoso tiempo presente.

Ella arqueó las cejas, ya fuera al escuchar la voz del inspector o por la pregunta en sí.

—Eso nunca ha ocurrido. Afortunadamente, su predecesor en el puesto ha aceptado realizar las inspecciones hasta que el
dottor
Nava regrese.

Brunetti, imperturbable, preguntó:

—¿Y el nombre de su predecesor?

Ella no pudo ocultar su sorpresa.

—¿Por qué quieren saberlo?

—Por si necesitamos hablar con él —respondió Brunetti.

—Meucci. Gabriele Meucci.

—Gracias.

La
signorina
Borelli se enderezó, como si pensara que ya habían terminado; pero Brunetti preguntó:

—¿Podría facilitarnos los nombres de las restantes personas con las que el
dottor
Nava tiene contacto aquí?

—Además de mí y del director, el
dottor
Papetti, está el matarife principal, Leonardo Bianchi. Puede que conozca a otras personas, pero con quien suele tratar es con nosotros tres.

Ella sonrió, aunque menos segura que en las ocasiones anteriores.

—Creo que debería explicarme a qué vienen todas estas preguntas,
commissario.
Quizá veo demasiadas películas, pero normalmente esta clase de conversaciones tienen lugar cuando ha muerto una persona y la policía intenta recabar información sobre ella.

Miró a los dos alternativamente. Vianello mantuvo la cabeza inclinada sobre su libreta, para dejar que fuera su superior quien contestara.

—Tenemos razones para creer que el
dottor
Nava ha sido víctima de un acto violento —dijo Brunetti, incapaz de desatender la necesidad burocrática de revelar la información en pequeñas dosis.

En ese preciso momento, como para poner el acento en la frase, un ruido estridente atravesó el aislamiento acústico que protegía aquel despacho de la realidad circundante. A diferencia del prolongado chillido anterior, éste no consistió en un solo sonido arrastrado, sino en tres breves estampidos como los que en los
vaporetti
daban la orden de abandonar el barco. Hubo más chillidos, esta vez apagados, luego el animal que los emitía se vio obligado a abandonar el barco, y los ruidos cesaron.

—¿Está muerto? —preguntó la
signorina
Borelli, visiblemente afectada.

Confuso ante qué podía haber motivado aquella pregunta, Brunetti tardó un momento en responder:

—Eso creemos, sí.

—¿Qué quiere decir eso de que creen? —inquirió ella, mirándolos ora al uno, ora al otro—. Son policías, por el amor de Dios. Si ustedes no lo saben, ¿quién va a saberlo?

—Aún no disponemos de una identificación concluyente —dijo Brunetti.

—¿Significa eso que van a pedirme a mí que lo identifique? —preguntó ella, sulfurada por el último comentario de Brunetti.

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