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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (21 page)

O tal vez fuera un intento de disfrazar o negar la profunda revelación destapada por el asesinato: la cohesionada familia italiana era una pieza de anticuario, como las hebillas o los platos de arcilla de un museo. Al igual que éstos, se había forjado en una era más simple, a partir de materiales resistentes, para personas que esperaban cosas más sencillas de la vida. Pero ahora, contactos y placeres se fabricaban en serie con materiales menos valiosos, así que la familia había seguido el camino del coro de la iglesia y la asistencia a misa. Se hablaba de la familia como si aún existiera, cuando lo único que quedaba de ella era el fantasma de un grato recuerdo.

—Estaré en mi despacho —dijo Brunetti, sin querer quedarse allí a hablar de ninguno de los temas que habían empezado.

Cuando llegó a su despacho, arrastró la silla hasta el extremo del escritorio donde había instalado el ordenador, que él consideraba propiedad de la
signorina
Elettra.

No soportaría descubrir más detalles del proceso presenciado aquella mañana, pero tenía curiosidad por conocer la industria agropecuaria tal como existía en la actualidad. La curiosidad lo llevó por los vestíbulos de Roma y Bruselas a través de la impenetrable prosa de los árbitros sin rostro de la política agraria.

Cuando se hubo cansado de aquello, Brunetti decidió probar suerte con Papetti, director del matadero de Preganziol, una búsqueda que lo sorprendió por su facilidad. Resultó que Alessandro Papetti no era un hijo de la tierra con apego a la labranza y a todo lo bovino, sino más bien el hijo de un abogado de Treviso que se había licenciado en
economia aziendale
por la Universidad de Bolonia. Su primer puesto de trabajo, como era de esperar, lo había ocupado en el despacho de su padre, donde había pasado una década como consultor fiscal para los clientes del patriarca. Hacía cuatro años que lo habían nombrado director del
macello.

Poco después de su nombramiento, Papetti había concedido una entrevista a
La Tribuna,
el periódico local de Treviso, y había posado para la foto con su esposa y sus tres hijos pequeños. Explicaba que los ganaderos eran la savia de una nación, los hombres que llevaban a cuestas todo el peso del país.

Brunetti, en cambio, no encontró nada sobre Bianchi, y los archivos de la edición de Treviso de
Il
Gazzetino
sólo le proporcionaron una breve referencia de tres años atrás sobre la asignación de la
signorina
Borelli a su puesto en el
macello.
Según aquella noticia, la
signorina
Borelli, con un título de marketing y turismo, había abandonado su trabajo en el departamento de contabilidad de Tekknomed, una pequeña empresa farmacéutica de Treviso, para asumir su nuevo cargo.

«Treviso y Treviso», reflexionó Brunetti. Pero ¿qué se esconde detrás de una ciudad?

Cambió ociosamente de página para dejar en pantalla la guía telefónica de Treviso. En unos segundos, allí estaba: Tekknomed. Marcó el número y, al cabo de tres tonos, respondió una joven de voz radiante.

—Buenos días,
signorina
—dijo Brunetti—. Llamo desde el bufete del
avvocato
Papetti. Hemos estado intentando hacerles llegar un correo electrónico durante la última media hora, pero nos lo devuelven con un mensaje de que no se puede enviar. De modo que se me ha ocurrido llamar y comprobar si han tenido ustedes problemas con su servidor. —Entonces, infundiendo preocupación a su voz, añadió—: Claro que también podría tratarse de un fallo nuestro, pero la suya es la única dirección de correo electrónico con la que nos pasa esto, y me ha parecido que debía avisarlos.

—Es muy amable por su parte,
signore.
Manténgase a la espera mientras lo compruebo. ¿A quién le enviaba el correo?

Preparado para la pregunta, Brunetti respondió:

—Al departamento de contabilidad.

—Un minuto, por favor. Se lo preguntaré a ellos.

Se oyó un chasquido y una melodía sin sentido mientras Brunetti esperaba al teléfono, contento de estar haciendo aquello.

La joven regresó enseguida y dijo:

—Me preguntan si lo envía a la dirección de siempre: [email protected]?

—Por supuesto que sí —contestó Brunetti—. Permítame volver a intentarlo y a ver qué pasa. Si me lo devuelven, volveré a llamar, ¿de acuerdo?

—Bien. Insisto en que es muy amable por su parte,
signore.
Poca gente se molestaría en llamarnos y decírnoslo.

—Es lo menos que podemos hacer por nuestros clientes —repuso Brunetti.

Ella le dio las gracias y la línea se cortó.

—¡Bingo! —exclamó Brunetti mientras colgaba el auricular del teléfono. Pero luego su habitual prudencia apareció, y se preguntó—: ¿Bingo?

22

—Podría tratarse de una mera coincidencia —sugirió Vianello en respuesta a la explicación de Brunetti de que Tekknomed, donde la
signorina
Borelli había trabajado, era cliente del bufete de abogados del padre de Papetti.

—Estudió turismo y marketing, Lorenzo. Y ahora es su ayudante en un matadero, por amor de Dios. ¿Puedes decirme tú cómo se entiende eso?

—¿Y de qué piensas acusarla, Guido? ¿De cambiar de trabajo y tener una aventura?

—Tú lo has dicho —contestó Brunetti, percatándose al decirlo de lo débil y caprichoso que era su argumento—. Cambió de empleo tras haber trabajado para una empresa con la que su nuevo jefe había estado vinculado.

Vianello le dirigió una larga mirada antes de contestar.

—Éstos son tiempos de autoinventarse, Guido, no paras de repetírmelo. Los jóvenes titulados, no importa en qué, tienen suerte si encuentran trabajo, cualquier trabajo. Probablemente, él le hizo una buena oferta y ella la aceptó. —Ante el silencio de Brunetti, Vianello preguntó—: ¿Cuántos hijos de tus amigos trabajan? Muchos de los que yo conozco se pasan todo el día sentados en casa frente al ordenador, y tienen que pedir dinero a sus padres para el fin de semana.

Brunetti alzó una mano para atajarlo:

—Lo sé. Todo el mundo lo sabe. Pero ahora no estoy hablando de eso. Aquí tenemos a una mujer con lo que presumiblemente era un buen trabajo…

—Eso no lo sabemos.

—Pues lo averiguaremos… Y si era un buen trabajo, entonces lo dejó para irse a hacer algo diferente.

—Mejor sueldo. Mejor horario. Más cerca de casa. Aborrecía a su antiguo jefe. Más vacaciones. Despacho privado. Coche de empresa. —Vianello se interrumpió y dio a Brunetti la oportunidad de replicar pero, al ver que no lo hacía, el inspector preguntó—: ¿Quieres que te dé más razones por las que pudo haberse cambiado de trabajo?

—Pues parece extraño —dijo Brunetti como un chico que se aferra a un clavo ardiendo.

Vianello agitó las manos en el aire.

—Está bien, está bien, admito que podría parecer extraño que ella se hubiera cambiado de empleo sin más, pero eso es todo. No tenemos suficiente información para determinar qué ocurrió. De hecho, no tenemos ninguna información. Y no la tendremos hasta que no la investiguemos a ella.

Aquella pequeña concesión era todo cuanto Brunetti necesitaba. Se puso en pie, diciendo:

—Le pediré a la
signorina
Elettra que la investigue.

Acababa de llegar a la puerta, cuando Vianello dijo con voz totalmente normal:

—Lo hará encantada. —Y se levantó para regresar a su oficina.

Al cabo de veinte minutos, la lectura de Vianello de
Il Gazzetino
se vio truncada por la orden de subir al despacho del comisario. Cuando su ayudante llegó, Brunetti sentenció:

—Fue ella.

Estuvo a punto de decirle a Vianello que la
signorina
Elettra también había encontrado sospechoso el cambio de empleo de la
signorina
Borelli; bueno, más que sospechoso, interesante. Sin embargo, sólo le transmitió que podría llevarle un tiempo localizar y acceder a su vida laboral. El tono informal con el que Elettra había dicho aquello le recordó a Brunetti que desde hacía mucho tiempo ni él ni Vianello cuestionaban el método con el que la
signorina
Elettra conseguía hacer aquello: simplemente aguardaban los resultados y se contentaban con eso. Su renuencia a plantearle la pregunta directamente tal vez tuviera que ver con la dudosa legalidad en la que se movía para llevar a cabo sus investigaciones. Brunetti apartó estos pensamientos de su mente con una ligera sacudida, de lo contrario, lo siguiente sería averiguar cuántos ángeles pueden danzar sobre la cabeza de un alfiler.

Vianello dijo, con la voz que Brunetti reconoció como la que usaba cuando quería insinuar algo:

—Sabes que ni siquiera estamos cerca de saber la razón por la que alguien quisiera asesinarlo.

Brunetti se cuestionaba cuánto tardaría el inspector en hablar del asesinato como de un robo que se le fue a alguien de las manos.

—Vino a Venecia —dijo Brunetti volviendo a una de las pocas cosas que sabían con certeza.

En el informe final de Rizzardi, que ambos habían leído, ponía que la víctima padecía Madelung pero que, por lo demás, gozaba de un buen estado de salud para un hombre de su edad. Había cenado unas horas antes y había consumido una pequeña dosis de alcohol. Según el informe del forense, estaba en plena digestión en el momento de su deceso, y el tiempo que había pasado en el agua había borrado cualquier indicio de actividad sexual. Dada la temperatura del agua, el forense sólo pudo situar la hora aproximada de la muerte, entre la medianoche y las cuatro de la madrugada.

Aunque los periódicos de aquel día habían publicado el nombre y la foto de Nava, junto con un llamamiento a la población civil para que quien tuviera información sobre él se pusiera en contacto con la policía, nadie se había pronunciado.

Vianello respiró hondo.

—El que trabajó allí antes que él se llamaba Meucci, ¿no? —preguntó.

Brunetti tardó un instante en leerle a Vianello el pensamiento y percatarse de que se refería al predecesor de Nava en el matadero.

—Sí. Gabriele, creo.

Se volvió hacia su ordenador, consciente de lo mucho que aquel gesto imitaba el remolino trazado por la
signorina
Elettra cuando se volvía hacia el suyo. Se abstuvo justo a tiempo de decir que resultaría fácil encontrar a Meucci; tenía la esperanza de que hubiera listas de veterinarios en algún lugar, alguna asociación a la que todos pertenecieran.

Dio con el doctor en las páginas amarillas, bajo el epígrafe de «Veterinarios». El
ambulatorio
del Dr. Gabriele Meucci aparecía con una dirección de Castello. El número carecía de significado hasta que Vianello lo localizó en
Calli, Campi, e Castelli,
en el extremo más remoto de Castello, Riva di San Giuseppe.

—Supongo que la gente allí también tendrá animales —observó Vianello a modo de comentario sobre la localización. Aquello quedaba tan lejos del centro de la ciudad como lejos se pudiera llegar sin cruzar a Santa Elena, lo que para ambos bien podría haber sido la Patagonia—. Bastante lejos de Preganziol, diría yo —añadió Vianello.

Al apagar el ordenador, Brunetti notó un temblor en la mano izquierda. Ignoraba a qué se debía, aunque logró detenerlo tensando varias veces los dedos en un puño. Extendió la palma de la mano sobre el escritorio, apretó hacia abajo, y luego la levantó unos centímetros: seguía temblando.

—Creo que deberíamos irnos a casa, Lorenzo —sugirió, con los ojos puestos en la mano y no en Vianello.

—Sí —convino Vianello, que se dio una palmada en las rodillas y se puso en pie—. Me parece que ya hemos tenido bastante por hoy.

Brunetti quería darle una respuesta, hacer algún comentario —incluso jocoso o irónico— sobre el lugar que habían ido a visitar por la mañana y lo que habían visto allí, pero se le atragantaron las palabras. Siempre había oído que acontecimientos tan impactantes como aquéllos dejaban una huella perdurable o cambiaban profundamente a una persona. Para nada. Él se había sentido horrorizado y asqueado, y sin embargo consideraba que no había cambiado, no mucho. Brunetti no sabía si aquello era buena señal.

—¿Por qué no quedamos mañana por la mañana, enfrente de su consulta? —le propuso a Vianello.

—¿A las nueve?

—Sí. Suponiendo que trabaje.

—¿Y si no?

—Pues vamos a tomar un café y un brioche, después nos sentamos un rato a ver pasar los barcos, y llegamos tarde a la jefatura.

—Sólo si el
commissario
insiste —dijo Vianello.

Al salir de la
questura,
el peso acumulado durante el día cayó sobre Brunetti, que por un momento deseó vivir en una ciudad donde pudiera llamar un taxi y no tener que pagar sesenta euros por ello, sin importar lo breve del trayecto. Por primera vez, que él pudiera recordar, pensó que su casa estaba demasiado lejos para ir a pie, así que avanzó lentamente hacia la parada de San Zaccaria, donde tomaría el número 1.

Llevaba la mano izquierda bien cerrada en un puño dentro del bolsillo, tratando de ignorar que estaba allí y resistiendo el impulso de sacarla y mirársela. Como tenía un abono mensual, podía dejar la mano en el bolsillo y no molestarse en sacar la cartera para extraer el billete.

El barco llegó y él subió a bordo, se dirigió a la cabina y tomó asiento. En cuanto el
vaporetto
zarpó del
embarcadero,
la curiosidad pudo con Brunetti y sacó la mano. La posó plana sobre el muslo y extendió los dedos, pero en vez de examinárselos desvió la mirada hacia el ángel que sobrevolaba la cúpula de San Giorgio, aún visible a la claridad de la tarde cada vez más tenue.

Aunque no sentía temblor alguno contra el muslo, antes de mirar levantó los dedos un centímetro por encima de la pierna y los mantuvo ahí durante unos segundos sin dejar de consultar al ángel secular. Por fin se los miró: inmóviles. Los relajó y los dejó descansar de nuevo sobre el muslo.

—Tantas cosas —susurró, sin saber muy bien a qué se refería. La joven que iba sentada a su lado se volvió hacia él sobresaltada, y luego continuó con su crucigrama. No le parecía italiana, a pesar de que sólo le había echado un vistazo. Francesa, tal vez. Ni estadounidense, ni italiana. Viajaba sentada en un barco rumbo al Gran Canal con los ojos puestos en un crucigrama cuyas letras eran demasiado pequeñas para que él pudiera descifrar en qué lengua estaba. Brunetti se giró de nuevo hacia el ángel por si tenía algo que decir al respecto, pero no obtuvo respuesta y se dedicó a estudiar las fachadas de los edificios que quedaban a la derecha.

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