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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (25 page)

No oyó el suspiro que se le escapó, pero sí el comentario de la
signorina
Elettra:

—Era más joven cuando se hizo esta foto.

—¿Qué ha descubierto?

—Como usted dijo, señor, antes trabajó en una empresa llamada Tekknomed, donde se hizo cargo del departamento de contabilidad hasta que se marchó para convertirse en la ayudante del
dottor
Papetti. Ésta es la foto usada para la tarjeta de identificación de la empresa. A él lo investigaré esta tarde. —A Brunetti no le cabía la menor duda.

Tocó unas cuantas teclas, y un documento apareció en pantalla. Por lo que él alcanzó a leer, contenía una serie de notificaciones internas de Tekknomed que comenzaban con un correo electrónico del director del departamento de contabilidad, donde se daba parte de «ciertas irregularidades» en las cuentas de las que se ocupaba la
signorina
Giulia Borelli. Después había un intercambio de mensajes entre el director del departamento y el presidente de la empresa, que culminaba en la orden del presidente de que la
signorina
Borelli fuera cesada inmediatamente de sus funciones y tuviera denegado el acceso a su ordenador una vez recibiera su mensaje. Lo último era una carta del departamento de personal dirigida a ella para comunicarle que su contrato quedaba rescindido a partir de aquella fecha.

—No emprendieron ninguna acción legal —comentó la
signorina
Elettra—, así que desconozco el motivo de su despido. —Presionó algunas teclas más, y un cuadro lleno de números emergió en la pantalla—. Como puede ver —dijo dando golpecitos en una de las cifras—, la facturación de la empresa es de diecisiete millones al año.

—Ahí hay muchas oportunidades —observó Brunetti. Luego preguntó—: ¿Algo más?

Señalando los papeles con la cabeza, ella contestó:

—Su contrato laboral con el
macello
le asegura un coche, seis semanas de vacaciones y un sueldo de cuarenta mil euros, más una generosa cuenta para gastos.

—¿Como ayudante personal? —preguntó él—. Tiemblo al pensar lo que Papetti debe de recibir a cambio.

Ella levantó una mano.

—Espérese a esta tarde,
commissario.

—Claro —respondió Brunetti. Después decidió sobre la marcha—: Vianello y yo vamos a ver de nuevo a la viuda. ¿Puede pedir que venga un coche a recogernos a Piazzale Roma en media hora?

—Por supuesto,
signore.
¿La llamo también a ella para decirle que van?

—Sí, creo que esta vez deberíamos avisarla. —Y se fue a buscar a Vianello.

La mujer que les abrió la puerta podría haber sido la hermana mayor de la mujer con la que ya habían hablado. Era evidente tanto por la boca mustia y las ojeras como por la lentitud con que se movía, propia de los ancianos, la forma de moverse de una persona sedada o convaleciente tras una grave enfermedad. La
signora
Doni asintió con un gesto de reconocimiento al ver a los dos hombres, pero no les tendió la mano hasta pasados unos instantes. Y, hecho esto, tardó algún tiempo en pedirles que entraran. Brunetti advirtió lo empañadas que llevaba las gafas.

La siguieron al mismo salón de la otra tarde. La mesita que había ante el sofá estaba cubierta de periódicos que no hizo falta examinar para saber que contenían artículos sobre el asesinato de su esposo. Encima de los periódicos abiertos había tazas; todas parecían de café, y algunas habían quedado a medio terminar. Un trapo de cocina yacía en el brazo del sofá, y al lado asomaba un plato con un emparedado reseco.

Esta vez se sentó en el sofá, recogiendo distraídamente el trapo abandonado, que extendió sobre su regazo y empezó a doblar a lo largo en tres partes. No apartó los ojos del trapo mientras los dos hombres tomaban asiento en las butacas frente a ella.

Al fin dijo:

—¿Han venido por lo del funeral?

—No,
signora
—contestó Brunetti.

Aún cabizbaja, parecía haberse quedado sin palabras.

—¿Cómo está su hijo,
signora
? —acertó a preguntar el comisario.

Ella lo miró a la cara e hizo un gesto con la boca que quizá pretendiera ser una sonrisa.

—Lo he enviado a pasar unos días con mi hermana. Y sus primos.

—¿Cómo se tomó la noticia? —inquirió Brunetti apartando de su mente la idea de que a Paola podrían preguntarle algún día lo mismo. Aquélla era la hermana con la que él había hablado, que había confirmado la coartada de la
signora
Doni sobre dónde estaba la noche en que su esposo murió.

La mujer gesticuló con la mano derecha; el trapo ondeó en el aire llamando la atención. Lo bajó al regazo y se puso a plegarlo de nuevo, hasta que finalmente respondió:

—No lo sé. Le dije que su padre se había ido con Jesús. Yo no soy creyente, pero fue lo único que se me ocurrió decirle. —Pasó la mano por los dos pliegues del trapo—. Me parece que eso lo ayudó. Pero no sé lo que piensa. —Se volvió con brusquedad y dejó de nuevo el trapo en el sofá.

—¿Han venido por eso? —preguntó ella, con evidente confusión por el acento que había puesto en la última palabra.

—En parte,
signora.
Es un buen chico, y he pensado mucho en él estos días. —Gracias a Dios, al menos eso era verdad—. Sin embargo, me temo que hemos venido a hacerle a usted más preguntas sobre su esposo y su comportamiento en los últimos meses —observó, tras haber evitado decir «en los meses previos a su muerte», que a fin de cuentas venía a ser lo mismo.

Se produjo otro lapso de tiempo más largo que el que debería haber existido entre pregunta y respuesta.

—¿A qué se refiere?

—Cuando hablamos el otro día,
signora,
usted dijo que él parecía turbado, tal vez preocupado. Lo que me gustaría saber es si dio muestras de la causa de su… su preocupación.

Esta vez logró resistirse a los encantos del trapo. Se pasó la mano derecha por la correa del reloj, se la desabrochó y se la volvió a abrochar enseguida.

—Sí, diría que estaba preocupado, pero yo me negué a escucharlo y ésa fue la última vez que hablamos; creo que le dije que se marchara y que le fuera a ella con sus problemas, y entonces él me contestó que pensaba que ella era su problema.

Se trataba de una versión más elaborada que la del otro día. Brunetti no pudo resistir la tentación de echar una ojeada a Vianello, que escuchaba impávido. Ella lo miraba directamente.

—Bueno, lo era, ¿no? Supongo que pensó que yo le daría la oportunidad de elegir entre las dos, o ella o yo. Pero no fue así: me limité a decirle que se marchara. —Entonces, tras una pausa, añadió—: La primera y la última vez.

—Esa última vez,
signora,
¿le dijo algo sobre su trabajo?

Ella empezaba a responder cuando el letargo se apoderó de su persona, y volvió a bajar la mirada al reloj. Quizá estuviera intentando recordar aquel momento, o pensando en cómo contestar a su interrogante; Brunetti no vio la necesidad de atosigarla.

—Dijo que no había valido la pena aceptar ese trabajo, que lo había echado todo a perder. Supongo que se refería a haberla conocido a ella allí. Fue lo primero que pensé.

—¿Podría haberse referido a alguna otra cosa,
signora
? —la interrumpió Vianello.

Ella debió de haber recordado al poli bueno, porque el gesto que la boca compuso en esta ocasión fue más parecido a una sonrisa. Al cabo de un buen rato, dijo:

—Quizá.

—¿Tiene idea de qué podría haber sido? —la instó Vianello.

—Una vez —empezó ella mirando más allá de sus cabezas a algún recuerdo cine no estaba en aquel salón, al menos no físicamente— me comentó que lo que hacían allí era terrible.

Brunetti no tuvo más que recordar lo que ellos habían visto para sentir la fuerza y la veracidad de aquello.

—¿Qué les hacían a los animales? —preguntó.

Ella lo miró con la barbilla ladeada y dijo:

—Eso es lo extraño. Ahora, quiero decir. Ahora que pienso en lo ocurrido, creo que quizá no se refiriera a lo que les hacían a los animales. —Se inclinó a un lado y acarició el trapo como si fuera una especie de mascota—. La primera vez que fue a trabajar allí hablamos sobre ello. Tuve que preguntárselo porque él adora… adoraba los animales. Y recuerdo que me contó que era mucho menos terrible de lo que se temía. —Meneó la cabeza al recordarlo—. Al principio yo no daba crédito, pero insistió en que aquella mañana había pasado una hora allí, para ver lo que ocurría. Y dijo eso, que era mucho menos terrible de lo que se temía.

Un suspiro explosivo se le escapó de entre los labios.

—Puede que mintiera para ahorrarme el disgusto. No lo sé. —Su voz se había ralentizado ostensiblemente.

Brunetti tampoco lo sabía. No tenía la menor idea de qué clase de escena podrían haber interpretado los matarifes el primer día de trabajo del inspector veterinario, y tampoco sabía si el inspector tendría que volver a presenciar la matanza o si su único cometido era inspeccionar la carne resultante. Acudieron a su mente la sensación de frenesí, los gritos, las coces.

—¿Recuerda que le dijera algo más? —inquirió Brunetti.

Su titubeo se advertía a pesar de sus lentas reacciones. Volvió a tocarse el reloj, y por un momento él pensó que iba a darle cuerda, pero entonces respondió con los ojos puestos en la esfera:

—A mí, no.

Brunetti estuvo a punto de preguntarle a quién; sin embargo, lo pensó mejor y levantó la barbilla hacia Vianello.

—¿A su hijo,
signora
? —preguntó el inspector.

—Sí A Teo.

—¿Podría decirnos qué fue lo que le dijo?

—Una noche, después de traerlo a casa, le estaba contando a Teo un cuento antes de que se fuera a dormir. Hará unas tres semanas… —Dejó la frase en el aire—. Siempre lo hacía cuando volvían a casa. —Esta última palabra la interrumpió. Carraspeó, luego continuó—: Siempre era una historia o un libro sobre un animal. Ésta debía de habérsela inventado porque nosotros no tenemos ningún libro así; era sobre un perro no muy valiente. Todo lo amedrentaba: los gatos lo aterrorizaban, y también otros perros. En la historia, es secuestrado por unos ladrones, que quieren adiestrarlo para que los ayude en sus fechorías. Lo entrenan para que entable amistad con gente que camina por el sendero del bosque. Cuando la gente vea que aquel gran perro amigo empieza a caminar con ellos, se sentirán seguros y se adentrarán cada vez más en la fronda del bosque. Los ladrones le dicen que, al llegar a un determinado punto en el trayecto, debe salir corriendo para que así ellos puedan atacarlos y robar.

»Pero, a pesar de su cobardía, él sigue siendo un perro, y sabe que no puede permitir que a las personas les pasen cosas malas. Así que después de todo aquel adiestramiento, cuando los ladrones finalmente lo llevan al bosque para que los ayude a robar a alguien, se comporta como un perro de verdad y planta cara a los malhechores, ladrándoles y gruñéndoles, incluso muerde a uno de ellos, aunque no de gravedad, hasta que la policía llega y los detiene. Y el hombre al que iban a robar se lleva el perro a su vieja casa y le cuenta a la familia lo buen perro que es. Y lo acogen allí y lo adoran, aunque siga sin ser un perro muy valiente.

—¿Por qué se ha acordado ahora de esa historia,
signora
? —preguntó Vianello con prudencia cuando dedujo que ella había terminado.

—Porque, cuando la historia se terminó, Andrea le dijo a Teo que debía recordarla siempre y no dejar nunca que nadie hiciera daño a la gente, porque eso es lo peor que se puede hacer. —Hizo un alto y respiró hondo—. Entonces entré yo y dejaron de hablar.

Trató de reírse para sus adentros, pero la risa se convirtió en tos.

—Lo menciono porque parecía hablar muy en serio. Quería que Teo aprendiera la lección: nunca dejes que le pase nada malo a nadie, ni aunque los ladrones te amenacen.

Luego cayó en la tentación del trapo y lo recogió. Esta vez no intentó plegarlo ni alisarlo, sino que lo retorció entre sus manos como si fuera algo que quisiera destruir.

Por mucha curiosidad que Brunetti pudiera sentir aún por la tal Borelli, sabía que era absurdo preguntar. Se levantó y dio las gracias a la
signora
Doni. Cuando ella se ofreció a acompañarlos hasta la puerta, él rechazó la oferta, y la dejaron allí con los jirones de su recuerdo.

26

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Brunetti mientras caminaban juntos hacia el coche camuflado aparcado en el bordillo de la acera.

—Mi hipótesis es que nunca se va a perdonar a sí misma, y si lo hace, va a llevarle mucho tiempo.

—¿Por qué?

—Por no haberlo escuchado.

—¿Y por haberlo echado no?

Vianello se encogió de hombros.

—Para una mujer así, él se lo buscó. Pero no haberlo escuchado cuando él se lo pidió: eso va a angustiarla.

—Yo diría que ya la angustia ahora —observó Brunetti.

—Sí. ¿Y el resto de lo que dijo?

Brunetti se subió al asiento de atrás con Vianello y dijo al conductor que los llevara de regreso a Piazzale Roma. En cuanto arrancaron, preguntó:

—¿Te refieres a lo que dijo de que aceptar el trabajo allí lo echó todo a perder?

—Sí —respondió Vianello. Y luego agregó—: No deberíamos olvidarnos de la otra mujer.

—Tal vez —observó Brunetti repasando mentalmente la conversación con la viuda de Nava.

—¿Qué, si no?

—Muchas cosas pueden echar a perder un empleo. Que odies a tu jefe o a la gente que trabaja contigo. O que ellos te odien a ti. Que odies lo que haces —sugirió Brunetti. Entonces añadió—: Sin embargo, ninguna de esas cosas encaja con la historia que él le contó a su hijo.

—¿No podría tratarse simplemente de una historia?

—¿Les contarías tú a tus hijos una historia como ésa? —preguntó Brunetti.

Vianello lo pensó un momento y contestó:

—Probablemente no. No soy bueno contando historias con moraleja.

—Tampoco gustan a la mayoría de los niños, diría yo —puntualizó Brunetti.

Vianello se rió al oír aquello.

—A los míos les gustan las historias en que la niña buena acaba siendo devorada por el león y los niños malos se comen todo el pastel de chocolate —dijo el inspector.

—A los míos también les gustaban —convino Brunetti. Luego, volviendo a lo que le preocupaba, inquirió—: Entonces ¿por qué contarle una historia así?

—¿Quizá porque sabía que su esposa lo estaría escuchando?

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