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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (32 page)

Cuando Torinese y Papetti intercambiaron una mirada, Brunetti recordó una frase, extrañándose de que sus pensamientos se remitieran constantemente a la Biblia: «Has sido pesado en la balanza.» Aguardó, preguntándose si aquellos dos hombres no lo considerarían un incompetente.

Al parecer, no, porque Papetti, tras un breve asentimiento de su abogado, dijo:

—Hablaré con usted,
commissario.
Aunque debo confesar que será como hablar con un hombre diferente del que vino a mi despacho.

—Soy el mismo hombre,
dottore,
se lo aseguro. Simplemente estoy mejor preparado que la última vez que hablamos. —Es de suponer que, si ahora Papetti no lo consideraba un incompetente, también estaría mejor preparado.

—¿Preparado por qué? —inquirió Papetti.

—Como le he dicho al
avvocato
Torinese, dispongo de nueva información.

—¿Y preparado para qué? —preguntó Papetti.

Brunetti desvió su atención hacia Torinese y anunció:

—Daré ejemplo para el resto de la conversación diciéndoles a ambos la verdad. —Y entonces se dirigió a Papetti—: Para averiguar hasta qué punto está usted implicado en el asesinato del
dottor
Nava.

Ninguno de los dos se mostró sorprendido. Torinese, tras décadas de experiencia con repentinas acusaciones de todo tipo, seguramente era inmune a la sorpresa en todas sus manifestaciones. Papetti, en cambio, parecía angustiado y no logró ocultarlo.

Brunetti continuó dirigiéndose a Papetti, sospechando que no había tenido tiempo de explicárselo todo a Torinese.

—A estas alturas sabemos lo que ocurría en el
macello.
—Brunetti hizo una pausa para brindarle a Papetti la oportunidad de pedir explicaciones, oportunidad que él desestimó.

—Y, dado que ahora hablamos de asesinato, las consecuencias legales para quien intente ocultar la verdad del caso son mucho más graves, algo que cae por su propio peso. —Cuando vio que ambos lo habían entendido, añadió—: Y los operarios del
macello
también lo entenderán. —Brunetti volvió a hacer una pausa para dejar que sus palabras calaran en ellos—. Por consiguiente —prosiguió—, supongo que quienes trabajan allí, especialmente Bianchi, estarán dispuestos a contarnos lo que saben sobre los delitos menores. —Brunetti, curioso por ver la reacción de Papetti, tuvo la precaución de no mencionar de qué delitos menores se trataba.

Torinese, a pesar de toda su formación y experiencia, no podía dejar de mirar a su cliente. Sin embargo, Papetti lo ignoraba y tenía puesta su atención en Brunetti, como queriendo que le revelara más detalles.

Brunetti se acercó los documentos deslizándolos sobre la mesa y los examinó un momento, antes de decir:

—Me gustaría empezar pidiéndole,
dottor
Papetti, que me cuente dónde estaba usted la noche del día 7. —Luego, por si Papetti tenía problemas para recordar la fecha, aclaró—: La noche del domingo al lunes.

Papetti miró a Torinese, que contestó:

—Mi cliente estaba en casa, con su esposa e hijos. —El hecho de que Torinese pudiera responder aquella pregunta significaba que Papetti la esperaba y comprendía su importancia.

—Espero que pueda demostrarlo —observó Brunetti dócilmente.

Ambos asintieron, y Brunetti no se molestó en pedir explicaciones.

—Ésa, como usted sabrá —dijo dirigiéndose a Papetti—, fue la noche en que asesinaron al
dottor
Nava. —Les permitió retener aquello antes de agregar—: Podemos corroborar su coartada examinando los registros de su
telefonino.

—Yo no llamé a nadie —repuso Papetti. Y entonces, percatándose de que había contestado demasiado rápido, añadió—: Al menos, no recuerdo haberlo hecho.

—En cuanto tengamos la autorización de un juez, podremos ayudarlo a recordar,
dottor
Papetti. Y saber si recibió alguna llamada —dijo el comisario con su sonrisa más insulsa—. Los registros también nos dirán dónde se encontraba el teléfono aquella noche, si pudo haber salido de su casa por alguna razón. —Miró a Papetti mientras aquello caía como una jarra de agua fría sobre él: el chip informático de su teléfono dejaba una señal geográfica que podía ser y sería rastreada.

—Puede que tuviera que salir —admitió Papetti.

La mirada de Torinese le confirmó a Brunetti el desconocimiento de los hechos por parte del letrado. Y que esa mirada se endureciera al poco rato confirmó su enojo.

—¿A Venecia, por casualidad? —inquirió Brunetti con una voz tan liviana y afable que prometía sugerir lugares pintorescos de interés artístico en la ciudad en caso de que la respuesta fuera afirmativa.

Por un momento, Papetti pareció esfumarse. Se quedó mirando las dos grabadoras tan fijamente que Brunetti sólo oía girar los engranajes de su cerebro mientras él intentaba adaptarse a la nueva realidad pergeñada por la traición de su
telefonino.

Papetti rompió a llorar, aunque no parecía consciente de ello. Sin apartar los ojos de las luces rojas de las grabadoras, las lágrimas le corrían por la cara y la barbilla hasta deslizársele bajo el cuello de la camisa blanca recién planchada.

Por fin, Torinese dijo:

—Alessandro, basta ya.

Papetti miró a su abogado, un hombre lo bastante mayor para ser su padre, un hombre que tal vez fuera colega profesional de su padre, y asintió. Se enjugó el rostro con el revés de la manga y confesó:

—Ella me llamó. A mi
telefonino.

Llegados a este punto, Torinese sorprendió a Brunetti diciendo:

—Todos los registros telefónicos tendrán las horas exactas, Alessandro. —La tristeza de su voz le dejó claro a Brunetti que se trataba de un colega, quizá un amigo, del padre de Papetti, o tal vez del mismo Papetti.

Papetti devolvió su atención a la grabadora. Como hablando por primera vez, dijo:

—Cené con un amigo en Venecia. Por negocios. Estuvimos en II Testiere, y allí lo conocen, así que nos recordarán a los dos de aquella noche. Después de cenar, mi amigo se marchó a casa y yo fui a dar un paseo.

Miró a Brunetti directamente a la cara.

—Por extraño que parezca, me gusta estar en la ciudad a mi aire, sin gente, y quería estar solo. —Luego, antes de que Brunetti pudiera preguntar nada, agregó—: Llamé a mi esposa y le dije lo bella que era. Eso también figurará en sus registros.

Brunetti asintió, y Papetti continuó:

—Ella me llamó al filo de la medianoche.

El comisario no le pidió a Papetti que especificara si se refería a la
signorina
Borelli o a su esposa: los registros lo harían por él.

—Me dijo que fuera a verla al nuevo muelle del Zattere, junto a San Basilio. Le pregunté qué quería, pero no me lo quiso contar.

—¿Acudió usted a la cita? —preguntó Brunetti.

—Pues claro que acudí —dijo Papetti desaforadamente—. Ella lo sabía todo.

Torinese carraspeó, pero ni Brunetti ni Vianello hablaron.

—Cuando nos reunimos allí, ella me llevó a una casa. No sé muy bien dónde está. —Dicho esto, Papetti miró en derredor y explicó—: Yo no soy veneciano, así que me pierdo.

Brunetti se permitió un gesto de asentimiento.

—Cuando entré, había una especie de vestíbulo, con ventanales en la parte de atrás y unas cuantas escaleras. Bajaban en vez de subir. Ella me condujo hasta allí, y yo vi que los pies de un hombre asomaban de la superficie del agua, en las escaleras: los pies y las piernas. Pero tenía la cabeza sumergida. —Papetti bajó los ojos al suelo.

—¿Nava? —preguntó Brunetti.

—Al principio no caí en la cuenta —respondió Papetti levantando la mirada hacia el comisario. Meneó la cabeza y añadió—: Pero lo sabía. Quiero decir que no lo vi, pero lo reconocí. ¿Quién podía ser si no?

—¿Por qué creyó que era Nava? —insistió Brunetti.

Miró a Torinese, que permanecía callado con el rostro inexpresivo, como si viajara en un tren, escuchando furtivamente la conversación del asiento de delante.

Papetti repitió sin ánimo:

—¿Quién podía ser si no?

—¿Por qué ella lo llamó a usted?

Papetti levantó las manos y se las miró, una tras otra.

—Quería arrojarlo al agua, pero no podía abrir la puerta que daba al canal. Era… la barra metálica que la mantenía cerrada… estaba oxidada.

Brunetti dejó que Papetti decidiera cuándo hablar de nuevo. Transcurrió al menos un minuto mientras Torinese se examinaba los dorsos de las manos, que tenía, como su cliente, posadas sobre los muslos.

—Ella había intentado abrirla a golpes con el tacón del mocasín. Pero no se abría. Por eso me llamó a mí.

—¿Y usted qué hizo? —inquirió Brunetti tras una larga espera.

—La abrí. Tuve que meterme en el agua para acercarme lo suficiente a la puerta y abrirla.

—¿Y la
signorina
Borelli? —preguntó Brunetti.

Una de las grabadoras emitió un zumbido y la luz roja parpadeó. Torinese se inclinó hacia delante y apretó un botón: la luz roja volvió a encenderse.

—Me dijo que me marchara a casa, que ella también se iba.

—¿Le contó lo ocurrido?

—No. No me contó nada. Simplemente me pidió que abriera la puerta y que la ayudara a empujarlo escaleras abajo.

—¿Y lo hizo usted? —preguntó Brunetti.

—No tenía alternativa, ¿no cree? —repuso Papetti, y volvió a bajar la mirada a las manos, en silencio.

Papetti se humedeció los labios, se los chupó y volvió a pasarles la lengua.

—Hace mucho que nos conocemos.

Brunetti preguntó con calma:

—¿Y eso le da a ella tanto poder sobre usted?

Papetti abrió la boca, pero no llegó a emitir ningún sonido. Luego carraspeó y dijo:

—Una vez… una vez hice algo indiscreto. —Se detuvo ahí.

—¿Con la
signorina
Borelli? —sugirió Brunetti.

—Sí.

—¿Tuvo una aventura con ella?

A Papetti se le abrieron los ojos del susto.

—¡Por Dios, no!

—Entonces ¿qué ocurrió?

Papetti cerró los ojos y contestó:

—Intenté besarla.

Brunetti echó una mirada a Vianello, que arqueó las cejas.

—¿Y ya está? —inquirió el comisario.

Papetti lo miró.

—Sí. Pero con eso me bastó.

—¿Para qué le bastó?

—Para hacerme una idea. —Al ver que Brunetti no alcanzaba a comprenderlo, Papetti se explicó—: De que se lo diría a mi suegro. —Pasado un momento, agregó—: O planeaba hacerlo y por eso me pidió que la llevara a casa con la excusa de que tenía el coche en el taller. —Papetti se pasó las dos manos por el pelo—. O decía la verdad. No lo sé. —Luego dijo ferozmente—: Soy un idiota.

Brunetti no se pronunció.

Con voz temblorosa, Papetti sentenció:

—Me mataría. —Después preguntó—: ¿Qué otra cosa podía hacer yo?

Brunetti tenía la sensación de haberse pasado la vida entera oyendo a la gente formular esa misma pregunta. Sólo una vez, hacía quince años, un hombre que había estrangulado a tres prostitutas dijo: «Me gustaba cuando gritaban.» Aunque aquello le heló la sangre entonces, como ahora su recuerdo, pensaba que al menos el hombre había dicho la verdad.

—Después de empujar el cuerpo al agua, ¿qué hizo usted,
signor
Papetti? —indagó, determinando para sí que no había manera de demostrar o refutar la versión de Papetti. De lo que no cabía duda era del poder que aquella mujer ejercía sobre él.

—Regresé a Piazzale Roma, subí a mi coche y me marché a casa.

—¿Ha visto a la
signorina
Borelli desde entonces?

—Sí. En el
macello.

—¿Alguno de los dos ha hablado sobre esto?

Papetti, contrariado, preguntó:

—No, ¿por qué íbamos a hacerlo?

—Ya —observó Brunetti. Volviéndose hacia Torinese, dijo—: Si tiene algo que comentar con su cliente,
avvocato,
mi colega y yo podemos dejarlos un momento a solas.

Torinese negó con la cabeza. Luego contestó:

—No hay nada que comentar.

—Entonces me gustaría pedirle al
dottor
Papetti —prosiguió el comisario— que me explicara algo más sobre el funcionamiento del
macello.

Advirtió que Torinese estaba comprensiblemente sorprendido ante aquella pregunta. Su cliente acababa de confesar que había ayudado a deshacerse del cadáver de una víctima de asesinato, y la policía se interesaba por su trabajo. Para ahorrarle tiempo y energía a Papetti haciéndose el sorprendido, Brunetti dijo:

—Han surgido ciertas sospechas sobre la salubridad de la carne que allí se produce.

—Una sospecha no es lo mismo que un hecho probado —intervino Torinese, marcando una de esas distinciones que reportan a los abogados cientos de euros la hora.

—Le agradezco la puntualización,
avvocato
—repuso Brunetti.

El letrado miró al comisario en busca de una aclaración.

—Disculpe mi vulgaridad,
commissario,
pero ¿cabe suponer que nos disponemos a negociar? —Consciente de que la grabadora no registraría su gesto, Brunetti realizó un leve asentimiento—. En ese caso, me gustaría saber qué clase de oferta podría hacerle usted a mi cliente a cambio de la información que él podría proporcionarle.

Brunetti tenía que felicitar a aquel hombre por la elocuencia de su vaguedad: «suponer», «me gustaría», «podría» y otra vez «podría». Por un momento, pensó en guillotinar a Torinese y utilizar su cabeza disecada como sujetalibros, de tan minuciosa que le parecía su atención a las sutilezas del lenguaje. Apartando aquella idea de su mente, dijo:

—La única oferta que le puedo brindar es el mantenimiento de la buena disposición por parte del suegro de su cliente.

Eso los desconcertó. A Papetti se le quedó la boca abierta, y por un instante Brunetti creyó que rompería a llorar de nuevo. Pero miró a Torinese, como esperando a que él hablara, y luego se volvió hacia el comisario.

—Yo no sé qué… —empezó diciendo, incapaz de continuar.

Torinese echó una rápida mirada a su cliente y trató de adelantársele.

—Si pudiera usted aclarar su propuesta,
commissario,
mi cliente y yo le estaríamos muy agradecidos.

Brunetti aguardó a que el color volviera al rostro de Papetti; cuando lo hizo, dijo, tomando la precaución de dirigirse a Torinese:

—Estoy seguro de que su cliente entiende a qué me refiero. Lo último, lo ultimísimo que me gustaría que ocurriera es que el suegro del
dottor
Papetti malinterpretara su relación con alguno de los empleados en el
macello.

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