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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (31 page)

—¿Quién determina el precio al que va el kilo de un corte concreto de carne,
signorina
?

—El mercado —respondió ella de inmediato—. El mercado, la temporada y la cantidad de carne disponible en un momento dado.

—¿Y la calidad? —preguntó él.

—¿Perdone? —dijo ella.

—La calidad de la carne,
signorina
—repitió Brunetti—. Si un animal está sano y puede ser sacrificado. ¿Quién determina eso?

—El veterinario —contestó ella—, yo no.

—¿Y cómo juzga él la salud de un animal? —inquirió Brunetti mientras Vianello pasaba otra hoja.

—Se supone que para eso fue a la universidad —dijo ella.

Brunetti se percató de que la había provocado, o casi, y se sorprendió a sí mismo por haber elegido aquel verbo.

—¿Para poder identificar animales que están demasiado enfermos para ser sacrificados?

—Eso cabría esperar —respondió ella, aunque se expresó de manera tan forzada que hizo que pareciera falso, no sólo a ojos de Brunetti, sino supuestamente también a los suyos propios.

—¿Qué ocurre si juzga que un animal no es apto para ser sacrificado?

—¿Se refiere a si no está lo bastante sano? —preguntó ella.

—Sí.

—Pues se devuelve el animal al ganadero que lo trajo, y él se hace cargo.

—¿Podría explicarme el procedimiento?

—El animal debe ser sacrificado y destruido.

—¿Destruido?

—Incinerado.

—¿Cuánto cuesta eso?

—No tengo… —empezó a decir ella, pero entonces se dio cuenta de lo hueco que sonaría su argumento y modificó la frase— manera de proporcionarle una cifra exacta del coste. Depende del peso del animal.

—Pero ¿podría tratarse de una considerable suma de dinero? —preguntó él.

—Eso creo —convino ella. Y añadió de mala gana—: Unos cuatrocientos euros.

—Entonces ¿a los ganaderos les conviene llevar sólo animales sanos al
macello
? —inquirió Brunetti, aunque no era exactamente una pregunta.

—Sí. Por supuesto.

—El
dottor
Andrea Nava estaba empleado como veterinario en el
macello
—empezó Brunetti.

—¿Es una pregunta? —atajó ella.

—No, es una afirmación —dijo Brunetti—. Mi pregunta es qué relación tenía usted con él.

La pregunta no pareció sorprenderla en absoluto, pero hizo una pequeña pausa antes de responder:

—Estaba empleado en el
macello,
como yo, así que podría decirse que éramos colegas.

Brunetti juntó las manos y las recogió pulcramente sobre la mesa que tenía delante, en un gesto que recordaba haber visto usar a sus profesores cuando un alumno no daba la respuesta adecuada. Recordaba, también, la técnica del largo silencio, que casi siempre surtía efecto en los alumnos más inseguros. Miró a la
signorina
Borelli, desvió la vista hacia la ventana, y luego volvió a mirarla a ella.

—¿Y eso es todo? —preguntó él.

Aunque sólo se había imaginado cuál podría haber sido la reacción de aquella mujer ante la idea de contratar a un abogado, esta vez la vio considerar detenidamente el problema. Ella se andaba con rodeos para poder pensar cuánto era prudente confesar, pese a que seguramente contara ya con que le harían aquella pregunta.

Finalmente se encogió de hombros y esbozó una picara sonrisa.

—Bueno, no exactamente. Mantuvimos relaciones sexuales unas cuantas veces, nada serio.

—¿Dónde? —la interrogó Brunetti.

—¿Dónde qué? —repuso ella, verdaderamente confundida.

—¿Dónde mantuvieron relaciones sexuales?

—Un par de veces en su casa, otra encima de su clínica, y en el vestuario del
macello.
—Luego, como acordándose a destiempo, agregó—: Una vez en mi despacho. Inclinó la barbilla a un lado y concedió a la pregunta la reflexión que le merecía—. Creo que eso fue todo.

—¿Cuánto duró su aventura? —inquirió Brunetti.

Ella levantó la mirada, sorprendida o fingiendo estarlo.

—Oh, no era una aventura,
commissario.
Era sexo.

—Ya —observó Brunetti aceptando la reprimenda—. ¿Cuánto duró?

—Desde unos meses después de que él empezara a trabajar en el matadero hasta hará cosa de tres meses.

—¿Qué le puso fin? —preguntó Brunetti.

Ella restó importancia a la pregunta, tal vez incluso a la respuesta.

—Dejó de ser divertido —contestó—. Yo pensaba que nos convenía a ambos, pero enseguida me percaté de que hablaba de nosotros como pareja, con un futuro. —Meneó la cabeza al decir esto—. Cualquiera diría que había olvidado que tenía esposa e hijo.

—¿Usted no lo había olvidado,
signorina
? —preguntó él.

—Pues claro que no —dijo ella acalorada—. Por eso los hombres casados son tan convenientes: sabes que uno de los dos puede romper cuando quiera, y no se hace daño a nadie.

—¿Pero él no lo veía así?

—Al parecer, no.

—¿Qué quería él?

—No tengo ni idea. En cuanto empezó a hablarme de futuro, le dije que lo nuestro se había terminado.
Finito. Basta.
—Ella se revolvió en su silla, como una gallina furiosa que ahueca las alas—. Yo no necesitaba eso.

—¿Se refiere a sus atenciones? —preguntó Brunetti.

—A todo: llámelo atenciones, si quiere. Yo no estaba dispuesta a escuchar su sentimiento de culpa y sus remordimientos y que estaba traicionando a su esposa. Quería poder ir a cenar o a tomarme una copa con un hombre que no mirara por encima del hombro a cada segundo, como si fuera un delincuente.

Parecía verdaderamente enfadada; a Brunetti no le cabía duda de que lo estaba, y lo había estado, aunque quizá no por esas razones.

—O como si usted lo fuera —dijo el comisario.

Eso la cortó. Titubeó un instante y, aunque dejó pasar demasiado tiempo para preguntar a qué se refería, al final se obligó a decirlo:

—¿A qué se refiere?

Brunetti continuó, como si no la hubiera oído hablar:

—Dijo usted que una de las funciones del
dottor
Nava era inspeccionar los animales traídos al
macello
y certificar si estaban lo bastante sanos para ser sacrificados.

Sorprendida ante su cambio de rumbo, ella asintió:

—Sí.

—Desde que el
dottor
Nava ocupó su puesto como veterinario del
macello,
se produjo un repentino incremento en el número de animales declarados no aptos para el sacrificio. —Hizo una pausa un momento para permitirle reconocer la verdad de aquello, y al ver que ella no reaccionaba, irrumpió en el silencio de sus dudas diciendo—: Antes de que empezara a inspeccionar los animales, la tasa media de rechazos, si se les puede llamar así, era aproximadamente del tres por ciento, pero en cuanto el
dottor
Nava se incorporó a la plantilla, esa tasa se triplicó, luego se cuadriplicó, y siguió aumentando.

Brunetti estudió su reacción. Pero no la hubo.

—¿Puede explicar eso,
signorina
?

Ella juntó los labios, como reflexionando sobre su pregunta, y después contestó:

—Creo que debería preguntárselo a Bianchi.

—¿No estaba usted al corriente de dicho incremento? —preguntó con falsa sorpresa.

—Claro que estaba al corriente —dijo, incapaz de ocultar la satisfacción de poder corregir al comisario—. Pero yo no tenía, ni tengo, idea de cuál era la causa.

—¿No se preguntó a qué se debía? —inquirió Brunetti esperando que ella tratara de responder a aquello; tendría sentido que alguien con su posición en la empresa se implicara en la cuestión.

Al cabo de un momento, contestó:

—No me gusta tener que decir esto. —Y no lo hizo.

—¿Decir qué? —la instó Brunetti.

Dando grandes muestras de renuencia, ella respondió con voz temblorosa:

—Alguien sugirió, ahora no recuerdo quién, que tal vez los ganaderos estuvieran intentando colarle animales enfermos al nuevo veterinario. Que podrían estar poniendo a prueba al novato para ver lo estricto que era. —Ella soltó una torpe sonrisa, como avergonzada de tener que poner voz a este ejemplo de doblez humana.

—Un largo período de prueba —observó Brunetti secamente. Ante la mirada de ella, añadió—: Las cifras continuaron subiendo, ¿verdad? —Y, antes de que la mujer pudiera responder, agregó—: Hasta el día de su muerte.

Ella arqueó las cejas para declarar ignorancia o incomprensión. Pero no dijo nada.

Vianello pasó otra hoja. La
signorina
Borelli y Brunetti se miraban el uno al otro, cada uno esperando a que el otro hablara. Por un momento, ambos guardaron silencio.

Entonces Brunetti preguntó, queriendo expresarse con palabras que ella misma habría elegido:

—¿Podría hablarme sobre su relación con el
dottor
Papetti?

Aquella pregunta la sorprendió.

—¿«Relación»? —exclamó.

—Él la contrató como ayudante después de que usted dejara su anterior trabajo, presumiblemente no con muy buenas recomendaciones. —Que Brunetti dispusiera de aquella información pareció sorprenderla aún más—. De ahí mi pregunta: «Relación.»

Ella se echó a reír. Era una risa sincera y musical. Cuando paró, dijo con voz tensa por la ira que empezaba a cansarse de reprimir:

—Ustedes, los hombres, sólo saben pensar en una cosa, ¿verdad? Él es mi jefe; trabajamos juntos, eso es todo.

—Entonces ¿no hay ningún vínculo sexual entre ustedes dos, como el que había con el
dottor
Nava?

—Usted lo ha visto, ¿verdad,
commissario
? ¿Cree que alguna mujer lo encontraría atractivo? —A continuación, como para aumentar la imposibilidad, añadió—: ¿Deseable? —Volvió a reírse, y Brunetti al fin entendió el pasaje de la Biblia que decía: «Se reían de él.» Luego, con un dejo de amargura en la voz, agregó—: Además, él sabe que si alguna vez se le ocurriera mirar a otra mujer, el papi de su pequeña Natasha haría que le partieran las piernas ese mismo día. —Empezó otra frase, que quizá tuviera que ver con otras cosas que su suegro le haría, pero se conformó con un simple «O algo peor».

—Así que ¿nunca fueron amantes?

—Si estas preguntas lo excitan,
commissario,
me temo que debo poner fin a su placer. No, Alessandro Papetti y yo nunca hemos sido amantes. Él intentó besarme una vez, pero antes me follaría a uno de los matarifes. —Ella le dedicó una sonrisa zalamera—. ¿Responde eso a su pregunta?

—Gracias por venir,
signorina
—dijo él—. Si tenemos más preguntas, volveremos a ponernos en contacto con usted.

—¿Quiere decir que me puedo marchar? —preguntó ella, y enseguida se percató de que no debería haber hecho esa pregunta.

Impulsiva, pensó Brunetti. Muy agradable y probablemente encantadora cuando quería o cuando le convenía. Observó su atractivo rostro, pensó en lo que había dicho sobre Nava, y lo desalentó que la aparente frialdad no fuera un intento de distanciarse de Nava, sino sencillamente su manera de ser.

Se levantaron los dos hombres, luego ella. Vianello fue a abrirle la puerta. Ella se alejó de Brunetti en silencio y salió del despacho. Vianello la siguió y Brunetti se quedó de pie mirando por la ventana.

Al cabo de unos minutos, vio que su coronilla aparecía en la acera de abajo, luego los hombros, y después el resto del cuerpo para encaminarse a la izquierda y desaparecer.

Sin apartar los ojos de aquel lugar donde ella había estado, oyó que Vianello regresaba.

—¿Y bien? —dijo el inspector acercándose al escritorio de Brunetti.

—Creo que va siendo hora de que volvamos a hablar con el
dottor
Papetti —contestó Brunetti—. Pero hagámoslo aquí. Seguramente se sentirá más incómodo.

31

A la mañana siguiente, Papetti, a diferencia de su ayudante personal, llegó acompañado de un abogado. Brunetti conocía al
avvocato
Torinese, un abogado criminalista probo y serio de excelente reputación. Brunetti había esperado toparse con uno de los muchos tiburones que surcaban las aguas de la justicia penal en la ciudad y en el ancho mundo, y le alegraba ver a Torinese que, aunque brillante y capaz de sorpresas legales, jugaba más o menos limpio; con él, no cabía temer falsos testimonios ni falsos informes médicos.

Los dos hombres tomaron asiento frente a Brunetti, mientras que Vianello se sentó en una silla que él mismo había arrastrado desde el guardarropa. Allí estaban de nuevo, la grabadora y la libreta de Vianello; y entonces Torinese sacó una grabadora de su maletín y la colocó no muy lejos de la de Brunetti.

El comisario los examinó a los dos por un momento: aun sentado, Papetti sobresalía por encima de su abogado, que para nada era un hombre bajo. Torinese cerró el maletín y lo posó a la izquierda de su silla. Brunetti y Torinese se inclinaron hacia delante al mismo tiempo y pusieron en marcha sus respectivas grabadoras.


Dottor
Torinese —comenzó Brunetti formalmente—, me gustaría agradecerles a usted y a su cliente, el
dottor
Papetti, Alessandro Papetti, que hayan venido a verme tan pronto. Hay ciertas cuestiones que me gustaría aclarar, y creo que su cliente podría serme de gran ayuda.

—¿Y esas cuestiones son? —preguntó Torinese.

Tendría la edad de Brunetti, aunque parecía mayor, con sus gafas de montura de carey y su cabello peinado hacia atrás desde un pico de viuda. Ningún sastre de Venecia tenía el talento para confeccionar aquel traje y ningún zapatero era lo bastante bueno como para fabricar aquellos zapatos. La idea de los zapatos caros devolvió a Brunetti a Nava y al asunto que lo ocupaba.

—Primero está el asesinato del
dottor
Andrea Nava, que trabajaba en el matadero del que el
dottor
Papetti es director —respondió—. Ya hablé con el
dottor
Papetti sobre esto, pero desde entonces he descubierto nueva información, y eso hace que deba plantearle al
dottore
más preguntas.

Brunetti se percató de que el demonio de la formalidad se había apoderado de su discurso, pero sabiendo que todo lo que decían sería impreso, firmado, fechado y archivado en el registro público, no podía comportarse de otra manera.

Vio que Torinese se disponía a decir algo y prosiguió:


Avvocato,
si usted me lo permite, preferiría dirigirme a su cliente sin tener que filtrarlo todo a través de usted. —Antes de que el letrado pudiera objetar, Brunetti añadió—: Creo que facilitaría las cosas, tanto para mí como para su cliente. Huelga decir que tiene usted derecho a interrumpir cuando lo crea oportuno; pero sería mejor para su cliente, y en esto sólo puedo pedirle que me conceda un voto de confianza, si pudiéramos hablar directamente.

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