Papetti se quedó mirándolo fijamente con el rostro en blanco y la boca entreabierta.
Brunetti le dedicó una simple ojeada y se centró de nuevo en el letrado.
—Que confundiera una relación profesional con una intimidad de otro tipo: me aterra la posibilidad de que algo así pudiera ocurrir. —Sonrió para mostrar su opinión sobre la impetuosidad de los hombres y la terrible propensión de algunos a dejarse llevar por ella—. Semejante malinterpretación podría disgustar al señor De Rivera, por no mencionar a su hija, la esposa del
dottor
Papetti, y yo jamás querría sentirme responsable por las posibles consecuencias derivadas de ese error. —Se volvió hacia Papetti y esbozó una sonrisa en un ejercicio de compasiva camaradería—. No podría vivir con ese cargo de conciencia.
Papetti alzó la mano derecha inconscientemente para llevársela a la cabeza, pero se dio cuenta a tiempo y la devolvió al muslo. Ignorando la mirada que Torinese le lanzó, dijo:
—Ella empezó una aventura con el
dottor
Nava después de que él entrara a trabajar en el matadero.
—¿La empezó ella? —preguntó Brunetti poniendo especial énfasis en el pronombre personal.
—Sí.
—¿Por qué?
—Para controlar a Nava. Sabía que estaba casado, y saltaba a la vista que era un hombre decente. —Papetti miró a su abogado, que meneó la cabeza para disuadirlo de que hablara—. Tuvimos que pagar a sus predecesores; no mucho, pero les pagamos. Ella quería ahorrarse el dinero, así que empezó a flirtear con él, y luego, cuando se aseguró de que Nava había picado el anzuelo —explicó, dejando que los tres hombres del despacho imaginaran lo que aquello podía implicar—, le amenazó con contarle a su esposa que eran amantes si no cambiaba su conducta en el
macello.
—¿Si no la cambiaba en qué sentido? —preguntó Brunetti para instarlo a continuar.
—Si no dejaba de declarar enfermos a tantos animales.
—¿Por qué querría ella hacer eso? —inquirió Brunetti, consciente de que la cabeza de Torinese se movía de un lado a otro como si estuviera mirando un partido de tenis.
—Porque a ella… —empezó a decir Papetti, pero lo interrumpió la feroz mirada del comisario—. Porque a ella y a mí —rectificó— nos pagaban los ganaderos por aceptar una parte importante de los animales que traían para sacrificar.
Nadie habló, a la espera de ver cuánto más revelaba.
—Había dinero en juego. —Entonces, antes de que nadie pudiera preguntar, precisó—: Mucho dinero.
—¿Qué porcentaje les correspondía a ustedes? —preguntó Brunetti usando una voz suave y preguntando en plural.
—El veinticinco por ciento —respondió Papetti.
—¿De?
—Del precio que los ganaderos obtuvieran si los animales enfermos fueran declarados aptos para consumo humano y sacrificados.
Aunque Torinese trataba de disimular, Brunetti notó que estaba perplejo, quizá incluso mucho más que eso.
—Estos animales,
dottor
Papetti, los que el
dottor
Nava declaraba no aptos para consumo humano, ¿qué clase de enfermedades tenían?
Papetti contestó evasivamente:
—Las habituales.
Torinese intervino con una voz que se había vuelto repentinamente lacónica:
—¿Cuáles?
—Tuberculosis, problemas digestivos, cáncer, virus, lombrices. Muchas de las enfermedades que los animales pueden contraer. Algunos parecían haber consumido pienso contaminado.
—¿Y qué les pasaba? —preguntó Torinese sin poder contenerse.
—Los sacrificaban —dijo Papetti.
—¿Y luego? —De nuevo, fue su abogado quien le hizo la pregunta.
—Se usaban.
—¿Como qué?
—Carne.
Torinese le echó a su cliente una larga mirada y después apartó de él su atención.
—¿Era éste un negocio lucrativo para usted y la
signorina
Borelli? —preguntó Brunetti.
Papetti asintió.
—Debe articular su respuesta,
dottore
—le informó Brunetti—. O no quedará registrada.
—Sí.
—¿Aceptó el
dottor
Nava dejar de certificar los animales enfermos como no aptos?
Papetti tardó en contestar, pero al final dijo:
—No.
—¿Discutieron usted y la
signorina
Borelli las consecuencias económicas derivadas de su negativa?
—Sí.
—¿Y qué decidieron?
Papetti lo pensó un momento antes de responder.
—Yo quería despedirlo. Pero Giulia, es decir, la
signorina
Borelli, me comentó que antes quería amenazarlo. Ya se lo he contado: ella había empezado una aventura con él por si no se avenía a colaborar, y entonces lo amenazó con contárselo a su esposa.
—¿Qué ocurrió? —inquirió Brunetti.
Papetti puso los ojos en blanco, como imitando los gestos de un lunático.
—Él mismo se lo contó a su esposa. O al menos eso fue lo que le dijo a Giulia: que había ido a casa y le había confesado lo de su aventura.
—¿Y qué hizo la esposa? —preguntó Brunetti pareciendo completamente ajeno al asunto.
—Le pidió que se marchara —respondió Papetti con la voz que uno usa para relatar señales, maravillas y milagros.
—¿Y?
—Se marchó. Pero la esposa siguió adelante con aquello y pidió la separación legal. —Entonces, incapaz de reprimir su asombro, soltó—: Por infidelidad.
—Y probablemente a ustedes les preocupaba que Nava pudiera contarle a alguien lo que estaba pasando —dijo Brunetti con calma, como si fuera lo más normal del mundo.
Papetti frunció los labios y luego se los frotó buscando la manera adecuada de decir lo que pensaba.
—Yo no me veía en una situación comprometida —reconoció al fin.
—¿Por los contactos de su suegro? —preguntó Brunetti. Torinese volvió a mirar el partido.
Papetti levantó las manos y las dejó caer de nuevo sobre los muslos.
—Preferiría no decirlo. Pero la cuestión es que no tenía de qué preocuparme.
—¿De una investigación?
Papetti asintió.
—¿Lo protege alguien que vela por la salud pública? —aventuró Brunetti.
Papetti tensó una mueca.
—Insisto en que preferiría no decirlo.
—¿Compartía la
signorina
Borelli su calma ante una posible investigación?
Papetti lo pensó un buen rato antes de responder, y el comisario vio el momento en que el otro se percató del provecho que podría sacar de la respuesta.
—No —dijo.
Antes de que Brunetti pudiera formular otra pregunta, Papetti continuó:
—Ella estaba furiosa, podría decirse que muy furiosa, con la pérdida.
—¿Pérdida? —inquirió Torinese desde la línea de banda.
—De dinero —dijo Papetti con voz rápida e impaciente—. Eso es todo cuanto le preocupa. Ganar dinero. Así que, mientras Nava trabajara en el matadero, ella seguiría perdiendo montones de dinero cada mes.
—¿Cuánto? —indagó Brunetti.
—Casi dos mil euros. Dependía de cuántos animales trajeran.
—¿Y ella protestó? —preguntó Brunetti.
Papetti se enderezó en la silla antes de plantear:
—Mucha gente lo haría, ¿no cree?
—Por supuesto —admitió el comisario ante aquel tirón de orejas. Luego se interesó—: ¿Cómo quedó la cosa entre ustedes dos?
—Ella dijo que intentaría hablar con él por última vez. Quizá para convencerlo de que renunciara. O para pedirle que dejara a Bianchi realizar parte de la inspección.
—¿Sabía lo que estaba pasando ese tal Bianchi? —preguntó Brunetti, como poniéndolo en duda.
—Por supuesto —rebatió Papetti.
—Entonces ¿quedaron en eso? ¿En que ella hablaría con Nava?
—Sí.
—¿Y tenía usted algo de esto en mente cuando ella lo llamó a medianoche y le dijo que fuera a verla?
Papetti se encogió de hombros.
—Supongo que sí. Pero jamás la creí capaz de algo así.
—¿Algo como qué,
signor
Papetti? —inquirió Brunetti.
Papetti no pudo sino encogerse de hombros.
Bueno, pensó Brunetti, ya está. Dos contra dos, y las cosas claras, al menos para quien quiera verlas. Echó una ojeada a Torinese: el letrado había vuelto a contemplarse las manos, señal suficiente de que ahora tenía una idea más certera sobre la implicación de su cliente en el caso del
dottor
Andrea Nava. Brunetti se inclinó hacia delante y apagó las dos grabadoras; ni Papetti ni Torinese objetaron.
El silencio se impuso y cada momento que pasaba resultaba más difícil de romper. Brunetti decidió ver adónde conducía aquello. Observó que Vianello mantenía la cabeza gacha, los ojos puestos en sus notas; Torinese seguía examinándose las manos, mientras que Papetti miraba a su abogado y luego parecía que a los pies de la mesa de Brunetti.
Al cabo de una eternidad, Papetti dijo, aclarándose la voz antes de hablar:
—
Commissario,
usted manifestó preocupación por mi suegro. —¿Se estremeció su voz al pronunciar aquel vínculo familiar?
Brunetti lo miró a los ojos sin decir nada, a la espera.
—¿Podría ser más claro? Específico, quiero decir.
—Me refería a que, cuando la información sobre la
signorina
Borelli llegue a la prensa, su suegro podría extraer la precipitada conclusión de que ustedes dos tenían en común algo más que un mero interés económico. —Brunetti esbozó una sonrisa de esas que los hombres usan cuando hablan entre ellos, y acerca de mujeres—. Es una joven muy atractiva y, al parecer, está disponible. —Esa palabra, que en una conversación entre hombres sonaba a promesa, ahora llegaba a oídos de Papetti como la amenaza que en verdad constituía.
Papetti carraspeó.
—Pero yo nunca… —Hizo una pausa para sonreír, como si de repente recordara que estaba en aquel despacho con otros hombres y entre ellos tuvieran que hablar de una manera concreta—. Es decir, no es que yo no quisiera. Como usted ha comentado, es una mujer atractiva. Pero no es mi tipo. —En cuanto Papetti hubo dicho lo que dijo, y de aquel modo, Brunetti vio aparecer en su rostro la sombra de su suegro, y entonces Papetti añadió—: Además, no da más que problemas.
Brunetti pensó: «Que se lo pregunten a Nava, ¿verdad?» En cambio, dijo:
—Mi preocupación,
dottore,
no es tanto lo que nosotros podamos entender aquí —y se interrumpió para señalar a los otros dos hombres, ninguno de los cuales alzó la vista— como que su suegro saque la conclusión equivocada.
—Eso no puede ocurrir —declaró Papetti, aunque le salió como un alegato más que como una afirmación.
—Comparto su preocupación,
dottore
—dijo Brunetti con una expresión de camaradería masculina—. Sin embargo, todos sabemos que la prensa publica lo que quiere e insinúa lo que sea. —Luego cayó en la tentación de provocar a Papetti—: Seguramente su suegro podría evitar que esos artículos se publicaran —empezó Brunetti y se interrumpió antes de añadir—: aunque más valdría impedir desde un principio que el menor indicio de sospecha acudiera a su mente. —El semblante de Papetti hizo que el comisario se avergonzara de lo que estaba haciendo. ¿Qué venía después: confinarlo a una jaula y aguijonearlo con un palo?
Papetti negó con la cabeza y no dejó de sacudirla mientras consideraba las posibles consecuencias del malentendido de su suegro. Por fin, como un hombre que confiesa para detener la tortura, preguntó:
—¿Qué tengo que hacer?
Si éste era el sabor de la victoria, a Brunetti no le gustaba; aun así, dijo:
—En presencia de su abogado, constate y firme lo que acaba de declarar: que usted y la
signorina
Borelli pagaban a los veterinarios del matadero por certificar como sanos animales que no lo eran. Y de que ella empezó una aventura con el
dottor
Andrea Nava con la esperanza de convencerlo para que hiciera lo mismo. —Brindó a Papetti la oportunidad de mostrar acuerdo o conformidad, pero el hombre estaba inmóvil, perplejo—. También ha esclarecido la decisión de la
signora
Borelli de amenazar a Nava con revelarle a su esposa la aventura que tenían y la reacción que eso desencadenó en el veterinario. —Esperó el asentimiento de Papetti, y al recibirlo agregó—: Además, quiero que corrobore con su firma lo que me ha contado sobre la llamada que ella le hizo y la ayuda que usted le prestó para deshacerse del cadáver del
dottor
Nava.
Brunetti se paró a mirar al abogado de Papetti, que bien podría haber estado ausente del despacho, para la atención que parecía prestar a lo que sucedía en torno a él.
—Firmará esta declaración, y su abogado lo hará como testigo. —Para Brunetti, aquello parecía haber quedado bastante claro.
—¿Y si ella alega que teníamos una aventura? —preguntó Papetti con voz tensa.
—Contamos con una declaración que confirma tanto lo que usted ha dicho sobre lo que ocurría en el matadero como la falta de interés sexual que la
signorina
Borelli tenía en usted —respondió Brunetti, y vio la sorpresa estampada en el rostro de aquellos dos hombres.
—Así los periódicos podrán publicar que la policía ha descartado esa posibilidad —ofreció Brunetti—. Porque es cierto.
Torinese levantó la cabeza como si alguien hubiera bailado sobre su tumba, y preguntó:
—¿Podrán publicar o publicarán?
—Publicarán —le garantizó Brunetti.
—¿Qué más? —inquirió Torinese.
—¿Qué más ofrezco o qué quiero? —preguntó Brunetti.
—Qué quiere.
Lo único que Brunetti quería era condenar a Borelli por el asesinato del
dottor
Nava. Lo demás —la carne enferma, los veterinarios corruptos, los ganaderos y sus ingresos contaminados— se lo entregaría con gusto a los
carabinieri,
que para eso tenían la NAS; ellos sabrían hacerse cargo de todo mejor que él. Y los chicos de finanzas también podrían abalanzarse sobre la carroña de los ingresos ilegales.
—La quiero a ella —dijo.
Torinese se volvió hacia su cliente.
—¿Y bien?
Papetti asintió.
—Les contaré todo lo que quieran.
Brunetti no toleraría la menor ambigüedad, y lo amenazó al instante:
—Si miente, en su propio favor o en contra de ella, lo arrojaré a las fauces de su suegro tan rápido que no tendrá tiempo de alzar las manos para protegerse.
La cabeza de Vianello se levantó como un resorte al oír el tono de voz de Brunetti, y los otros dos, al escuchar sus palabras.