Read La palabra se hizo carne Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (27 page)

—Por supuesto, faltaría más —dijo Brunetti con un cabeceo en reconocimiento de los sentimientos de Papetti.

Brunetti dejó que pasara un tiempo y luego preguntó:

—¿Podría decirme exactamente cuáles eran las funciones del
dottor
Nava en el
macello
?

La respuesta de Papetti fue tan inmediata que parecía preparado para la pregunta.

—Su trabajo era el de un inspector. Debía comprobar que los animales que nos llegaban eran aptos para el sacrificio, y luego tenía que inspeccionar muestras de la carne procedente de ellos.

—Claro, claro —repuso Brunetti. Y prosiguió con las maneras de un novato—: Su posición le permitirá tener ciertos conocimientos sobre la forma de trabajar en los mataderos,
dottore;
en general, se entiende. Los animales llegan, se descargan… —Brunetti hizo una pausa con otra amable sonrisa y dijo—: Nosotros no llegamos a hacernos una idea. —Tratando de no parecer abochornado, agregó—: Mi inspector… —Hizo un alto, se encogió de hombros y prosiguió—: Así que, por favor, comprenda que le hablo desde la más absoluta ignorancia,
dottore.
Simplemente trato de imaginar cómo debería ser; estoy seguro de que usted lo sabe mucho mejor que yo. —Haciendo lo posible por parecer inseguro, Brunetti preguntó—: A ver, ¿por dónde iba? Ah, sí, los animales se descargan o se conducen o se traen aquí, como sea. Después, presumiblemente, el
dottor
Nava los examinaría para comprobar que están sanos, y a continuación se llevarían al interior del matadero y se sacrificarían. —Brunetti sabía que los torpes son repetitivos, y esperaba que Papetti también lo creyera.

Papetti pareció relajarse ante la posibilidad de mantenerse lejos de lo particular.

—Ése es más o menos el procedimiento. Sí.

—¿Algún problema con el que usted o el
dottor
Nava pudieran encontrarse?

Papetti frunció los labios en un gesto de reflexión, y entonces dijo:

—Bueno, por lo que al matadero respecta, habría un problema si existiera una diferencia numérica entre nuestro registro de entrada de animales y lo que los ganaderos declaran. O si se produjeran retrasos en el procesado que obligaran a los ganaderos a mantener aquí a sus animales más tiempo del previsto, con los costes consiguientes. —Descruzó y volvió a cruzar las piernas, y añadió—: En cuanto al
dottor
Nava, su cometido era detectar cualquier posible incumplimiento de las reglamentaciones europeas.

—¿Podría darme un ejemplo,
signore
? —preguntó Brunetti.

—Si los animales sufren innecesariamente o si no se respetan las normativas de higiene.

—Ah, claro. Ahora lo entiendo. Gracias,
dottore.
—Brunetti se alegró de comprender al fin todo aquello.

Como en respuesta a la voluntad de Brunetti por comprender, Papetti dijo:

—Nos gusta pensar que trabajamos para ayudar a los ganaderos a obtener un precio justo por los animales que han criado y que traen aquí.

Brunetti, que se había propuesto no traspasar el límite de lo tolerable, se abstuvo de comentar que no podría haberlo explicado mejor. En su lugar, murmuró:

—No lo dudo. —Y agregó—: Pero volviendo al
dottor
Nava, ¿alguna vez oyó a alguien decir en el
macello
una palabra en su contra?

—No, que yo recuerde —respondió Papetti al instante.

—¿Y estaba usted satisfecho con su trabajo?

—Por supuesto —contestó Papetti frotándose de nuevo el dorso de la mano—. Aunque debe comprender usted que mi cargo es principalmente administrativo. Mi contacto directo con los empleados es un tanto limitado.

—¿Alguno de los empleados le habría informado si se hubieran producido irregularidades en lo que el
dottor
Nava hacía? —inquirió Brunetti.

Tras pensarlo un momento, Papetti dijo:

—No lo sé,
commissario.
—Luego, con una modesta sonrisa, añadió—: Dudo que ésa fuera la clase de información que me proporcionaran a mí. —¿Podrían los chismes alcanzar tan altas esferas?

Manteniendo el despreocupado tono de voz que había usado con Papetti desde el principio, Brunetti preguntó:

—¿Cree que le contarían lo de la aventura de Nava con su ayudante, la
signorina
Borelli?

—¿Cómo se…? —replicó Papetti, y a continuación hizo algo que el comisario nunca había visto hacer a un adulto: se tapó la boca con las dos manos. La redondez es un absoluto; y los ojos de Papetti no podían ser más redondos, pero sí estar más abiertos. Se abrieron de par en par, y su rostro palideció como si lo hubieran sangrado por completo.

Lo intentó, Brunetti tenía que reconocérselo. Papetti adornó su voz con indignación y protestó:

—¿Cómo se atreve usted a decir eso? —Sin embargo, fue un débil intento; ambos sabían que era demasiado tarde para cambiar su reacción o sus palabras en el juego.

—Entonces ¿se lo contaron,
dottore
? —inquirió Brunetti permitiéndose al fin esbozar la sonrisa del lobo—. ¿O tal vez fue la propia
signorina
Borelli quien se lo contó?

Al principio, por el ruido que Papetti emitía, Brunetti pensó que se atragantaba, pero luego reparó en que aquél era el sonido de un hombre reprimiendo el llanto. Papetti estaba allí sentado con una mano sobre los ojos y la otra apoyada en la frente calva y el cráneo en lo que parecía una tentativa de esconderse. El ruido persistió hasta que se fue apagando en profundas arcadas cuando Papetti recobró el aliento; entonces empezó a respirar pesadamente, con la cabeza y el rostro aún resguardados de la vista de Brunetti.

Transcurridos unos instantes, Papetti retiró las manos. Los ojos redondos estaban rodeados de manchas rojas, y otras dos se habían instalado en sus mejillas.

Miró al comisario y dijo con voz temblorosa:

—Tiene que marcharse.

Brunetti permaneció inmóvil.

—Tiene que marcharse —repitió Papetti.

Brunetti se puso lentamente en pie, consciente de quién era el suegro de aquel hombre y consciente por su propia familia de lo lejos que el padre de una esposa podría llegar con tal de defender a su hija y a sus nietos. Agarró su cartera y sacó una de sus tarjetas. Con un bolígrafo del escritorio de Papetti, anotó su número de
telefonino
en el anverso de la tarjeta y se la dejó sobre la mesa que los separaba.

—Éste es mi número,
dottore.
Si decide contarme algo más sobre el caso, puede llamarme cuando lo desee.

Fuera, Brunetti halló al conductor apoyado contra la portezuela del coche, con los ojos entrecerrados mirando al sol. Se estaba tomando un cucurucho de helado y parecía encantado. Regresaron a Venecia.

28

Considerando que haber ido a tierra firme dos veces en un mismo día representaba para él más de una jornada completa de trabajo y sin tener en cuenta lo inconclusas que habían sido las entrevistas y el hecho de que miles de personas realizaban esos dos viajes cada día, Brunetti decidió que no tenía por qué volver a la
questura.
Cuando el conductor lo dejó en Piazzale Roma, se arrogó el derecho de dar un paseo y regresar a casa por el camino que eligiera, siempre que llegara a tiempo para cenar.

La suavidad del atardecer lo animó a dejarse guiar por sus pasos en dirección a San Polo, girando o deteniéndose donde dictaba el capricho. Había descubierto esa parte de la ciudad hacía décadas, cuando tomaba el tren cada día para ir a la Universidad de Padua y se desplazaba a pie hasta la estación porque así se ahorraba —¿cuánto era entonces?— las cincuenta liras que costaba el viaje en barco. Eso le bastaba para un refresco o un café; con el afecto que confieren los años a las flaquezas de juventud, rememoró que sólo se inclinaba por el café cuando iba acompañado, y que daba rienda suelta a su preferencia por las bebidas refrescantes únicamente cuando estaba solo y nadie podía tachar su elección de poco sofisticada.

Por un momento, se planteó la posibilidad de pararse a tomar uno de aquellos refrescos, si lograba recordar algún nombre. Pero él ya era un adulto y había dejado atrás las cosas de la infancia, por lo que al final se paró a tomar un café, sonriendo para sus adentros mientras vaciaba el segundo sobre de azúcar.

Salió a Campo Santa Margherita; de día el mismo
campo
normal que había sido durante siglos, con puestos de fruta y pescado, una heladería, una botica, tiendas de todo tipo y su peculiar forma alargada que lo convertía en el lugar idóneo para que los niños corretearan detrás de perros o de otros niños. Puesto que Brunetti se había tomado tiempo libre, en aquel momento quiso olvidarse del caos y el ruido que de noche plagaban el
campo
y que habían llevado a conocidos suyos a vender sus hogares para huir del bullicio.

Si Gobbetti siguiera allí, se habría parado también a comprar mousse de chocolate para llevársela a casa; pero la familia había vendido el negocio, y la
pasticceria
que había en su lugar no había podido igualar la mousse. ¿Cómo igualar lo sublime?

Los barcos estaban amarrados al otro lado de Ponte dei Pugni, uno para frutas y otro para verduras, y trató de recordar si alguna vez no los había visto allí. En caso de que no, de que los hubiera visto siempre allí, ¿serían, al menos en sentido filosófico, barcos varados? Mientras meditaba sobre esto, cruzó medio Campo San Barnaba hasta que decidió poner rumbo a casa y disfrutar desde su terraza del resto del suave atardecer. Pasó por delante de la
calle
que conducía al
palazzo
de sus suegros sin pensar en hacerles una visita. Se había propuesto ir a casa, y a casa iría.

Para gran alivio de Brunetti, todo el mundo estaba allí cuando llegó, y para mayor alivio aún, después de haberlo recibido con besos y saludos, lo dejaron a su aire mientras cada uno se ocupaba de sus propios asuntos. Se sirvió una copa de vino blanco y sacó una silla a la terraza, donde permaneció una hora sentado contemplando cómo la luz se iba apagando hasta desaparecer, bebiéndose a sorbos su vino y dando gracias por que todos tuvieran vidas y cuestiones de las que ocuparse, ajenos a las terribles mentiras y decepciones que llenaban sus días.

La mañana siguiente amaneció espléndida para Brunetti, aunque aquella sensación fue menguando a medida que se acercaba a la
questura
y a lo que decidió que sería otra conversación con Patta. Comprendió que no le quedaba más remedio que informar a su superior sobre qué había averiguado y hacia dónde apuntaban sus sospechas. Al igual que un compositor de ópera, tenía notas y arias, una lista de cantantes y el bosquejo de un argumento, pero aún no había un
libretto
coherente.

—¿Es la hija de Maurizio de Rivera y usted cree que puede estar casada con un hombre que oculta algo sobre un asesinato? —estalló Patta cuando Brunetti acabó de relatarle su conversación con Papetti.

Si le hubiera contado que la licuación de la sangre de San Genaro era un bulo, Patta no se habría indignado más.

—Usted sabe quién es ese hombre, ¿verdad, Brunetti? —preguntó su superior.

Haciendo caso omiso de la pregunta, Brunetti dijo:

—Puede que le interese saber con qué clase de hombre se ha casado su hija.

La verdad es lo último que un padre quiere conocer sobre el hombre con quien se ha casado su hija. —Luego, tras una pausa tan larga que hizo creer a Brunetti que se lo estaba pensando, Patta disparó—: Y usted ya debería saberlo.

Brunetti no logró contener su reacción, pero la limitó a una mirada que retiró de inmediato. Sin embargo, eso debió de bastar para indicarle a Patta que se había extralimitado, porque añadió al instante, en un transparente intento de pedalear marcha atrás:

—Después de todo, usted tiene una hija. Y le gustaría creer que está casada con un buen hombre, ¿no?

El corazón de Brunetti seguía acelerado por el insulto, así que le llevó algún tiempo hallar una respuesta. Por fin dijo:

—Quizá De Rivera tenga valores diferentes a los de otros padres,
vicequestore.
Si su hija o su esposo estuvieran implicados de alguna manera en este asesinato, podría no estar dispuesto a pasar por cosas como obstrucción a la justicia, falso testimonio ante un funcionario público en cumplimiento de su deber o incluso apoyo directo a la perpetración del crimen. —Hizo una pausa y añadió—: Al fin y al cabo, ya lo han juzgado por las dos primeras.

—Y absuelto —precisó Patta.

—Nava fue apuñalado por la espalda y trasladado no se sabe bien cómo hasta el lugar desde donde pudo ser arrojado al canal. Eso apunta a la participación de dos personas —respondió Brunetti, ahora más calmado y por tanto más dueño de su voz.

—¿Y por qué relaciona eso a Papetti con el caso? —preguntó Patta con altivez.

Brunetti se contuvo para no soltar que simplemente se trataba de una intuición, muy consciente de que no llegaría lejos con aquello.

—No lo relaciona necesariamente,
dottore.
Pero él sabe algo, sabe cosas que está ocultando. Se hallaba al corriente de la aventura entre Nava y Borelli; su sorpresa ante el hecho de que yo lo supiera lo demuestra. Y si él la recomendó para el puesto de ayudante, es porque ella lo tiene bien agarrado —dijo Brunetti descartando la posibilidad del altruismo, que es uno de los primeros indicios del amor.

Patta juntó los labios en un círculo fruncido y prominente, un hábito que Brunetti había llegado a interpretar con los años como un indicio visual de que iba a sopesar las cosas razonadamente. El
vicequestore
levantó la mano derecha y se examinó las uñas. Brunetti ignoraba si realmente las veía o si se trataba de otra mera manifestación física del pensamiento.

Al fin Patta bajó la mano y se relajó.

—¿Qué quiere hacer?

—Quiero traer aquí a esa tal Borelli y hacerle unas cuantas preguntas.

—¿Como cuáles?

—No lo sabré hasta que no disponga de más información.

—¿Qué clase de información? —inquirió Patta.

—Sobre unos pisos que tiene en propiedad. Sobre Papetti y Nava, y cómo llegó a convertirse en la ayudante de Papetti. Cómo se decidió cuál sería su sueldo. Sobre el matadero y lo bien que conoce al
dottor
Meucci —añadió, dibujando un escenario.

—¿Quién es ése? —preguntó Patta, dejando al descubierto que no se había leído los informes sobre el caso.

Other books

The Most Wicked Of Sins by Caskie, Kathryn
Afterbirth by Belinda Frisch
Secret Cravings by Sara York
Jeff Sutton by First on the Moon
The Lavender Hour by Anne Leclaire
Once a Jolly Hangman by Alan Shadrake
The Launching of Roger Brook by Dennis Wheatley
Darkest Love by Melody Tweedy
Goddess of Love by Dixie Lynn Dwyer