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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (22 page)

De niño, Brunetti se bañaba en aquel canal y en muchos de los grandes. Recordaba zambullirse en Fondamenta Nuove, y que un compañero de clase había nadado una vez hasta el Zattere desde la Giudecca porque no quería esperar a un barco nocturno. Cuando su padre era pequeño, solía pescar
seppie
en la
riva
de Sacca Fissola; pero eso fue antes de que las petroquímicas hubieran transformado por completo Marghera, al otro lado de la
laguna.
Y antes de que hubieran transformado también las
seppie.

Se bajó en San Silvestro, atravesó el paso subterráneo y torció a la izquierda, con ganas de llegar a casa, deseando sólo una copa de vino y algo para acompañarlo. Almendras, quizá; algo salado. Y mejor un vino blanco: Pinot Grigio. Sí.

Nada más abrir la puerta del piso, oyó que Paola le decía desde la cocina:

—Si te apetece una copa, hay algo para picar en la sala de estar. El vino está abierto. Ahora lo traigo.

Brunetti colgó la chaqueta y acató su sugerencia como una orden. Cuando entró en la sala de estar, le sorprendió ver que las luces estaban encendidas, y aún más ver a través del ventanal que fuera ya casi había anochecido. A bordo del barco, preocupado por sus dedos, no se había dado cuenta de que oscurecía.

La mesa que había frente al sofá acogía dos copas de vino, un bol de aceitunas, otro de almendras, algunos
grissini
y un plato con trocitos de lo que parecía
parmiggiano.

—Reggiano —soltó en voz alta. Su madre, aun en tiempos de extrema penuria familiar, se había negado a usar otro queso que no fuera Parmiggiano-Reggiano. «Mejor nada que algo bueno a medias», decía ella, y él todavía lo creía así.

Paola apareció con una botella de vino. Él la miró a los ojos y repitió:

—Mejor nada que algo bueno a medias.

La larga convivencia con Brunetti y su tono sibilino hizo que Paola sonriera.

—Supongo que hablas del vino.

Él sostuvo las dos copas en alto mientras ella servía el vino, después se sentó a su lado en el sofá. Pinot Grigio: se había casado con una mentalista. Tomó un puñado de almendras y se las comió una a una, paladeando el contraste entre la sal, el amargor de las almendras y el vino.

Entonces, sin previo aviso, su memoria lo transportó al espacio de gravilla ante el matadero y le trajo una vaharada del olor que despedía. Cerró los ojos y tomó otro sorbo de vino; se obligó a concentrarse en el sabor del vino, de las almendras, en la suave presencia de la mujer que tenía al lado.

—Cuéntame qué has enseñado hoy —dijo despojándose de los zapatos y recostándose en el sofá.

Ella echó un buen trago de vino, mordisqueó un
grissino
y se comió unos pedazos de queso.

—No estoy segura de haber enseñado nada —empezó—, pero les había pedido que leyeran
Los tesoros de Poynton.

—¿El de la dama con todos aquellos bártulos? —preguntó él, pasando de sibilino a filisteo con una pregunta bien buscada.

—Sí, cariño —respondió ella, y sirvió un poco más de vino.

—¿Qué les ha parecido? —inquirió él, con repentina curiosidad.

Había leído el libro, aunque en traducción —prefería a James traducido—, y le había gustado.

—Parecen incapaces de comprender que ella amaba cuanto poseía por su belleza, no por su valor. O al menos no por su valor económico. —Bebió unos sorbos de vino—. A mis alumnos les resulta difícil captar ninguna motivación humana que no se base en el beneficio económico.

—Hay mucho de eso por ahí —dijo Brunetti alcanzando una aceituna. Se la llevó a la boca y escupió el hueso en la mano izquierda, que permanecía firme como una roca. Depositó el hueso en un platillo y tomó otra.

—Además, les gustan los malos… les gustan personajes que a mí no —enmendó.

—Hay una mujer muy desagradable en la historia, ¿verdad? —preguntó él.

—Hay dos —contestó ella, y anunció que la cena estaría lista en diez minutos.

23

Lloviznaba cuando Brunetti salió de casa a la mañana siguiente. Al subir a bordo del
vaporetto
en Rialto, se fijó en que el nivel del agua había ascendido, aunque él no había recibido en su
telefonino
ningún mensaje alertándolo del
acqua alta.
Mareas más altas de lo habitual fuera de temporada se habían vuelto cada vez más frecuentes en los dos últimos años, y aunque la mayoría de la gente —incluidos todos los pescadores— creyera que se debía a la agresiva intervención del proyecto MOSE a la entrada de la
laguna,
fuentes oficiales lo desmentían rotundamente.

Foa, el piloto de la
questura,
estaba indignado con el tema. Él había aprendido las mareas junto con el alfabeto y conocía los nombres de los vientos que atravesaban el Adriático como los sacerdotes el santoral. Durante años, escéptico desde el principio, había visto crecer el monstruo de metal, había presenciado cómo la menor protesta quedaba ahogada bajo la avalancha de dinero europeo enviado para salvar la perla del Adriático. Sus amigos pescadores le hablaban de los peligrosos vórtices que aparecían tanto en el mar como en la
laguna
y de las consecuencias del dragado faraónico que se había realizado en los últimos años. Foa se quejaba de que nadie se había molestado en consultar a los pescadores. Por contra, los expertos —Brunetti recordaba haber visto una vez a Foa escupir después de haber pronunciado esta palabra— habían tomado las decisiones, y sin duda otros expertos serían contratados para llevar a cabo la construcción.

Durante una década, Brunetti había leído que ahora sí, ahora no, y últimamente que nuevos retrasos en la financiación alargarían las obras otros tres años. Como italiano, sospechaba que, una vez terminado, aquello resultaría haber sido otro proyecto de construcción utilizado como comedero por los amigos de amigos; como veneciano, le desesperaba que sus conciudadanos hubieran caído tan bajo.

Aún meditando, se apeó del barco y empezó a caminar hacia el fondo de Castello. De vez en cuando, dudaba de cuál era el camino, pues hacía años que no pasaba por allí, hasta que al cabo de un rato paró de pensar y dejó que sus pies lo guiaran. Ver a Vianello, sosteniendo un paraguas y apoyado contra la barandilla metálica de la
riva,
lo animó. Cuando se le acercó, el inspector observó, señalando con la cabeza la puerta que tenía delante:

—El letrero dice que la consulta abre a las nueve, pero aún no ha llegado nadie.

Una tarjeta impresa protegida con un plástico indicaba el nombre del doctor y las horas de atención.

Permanecieron de pie los dos unos minutos, hasta que Brunetti sugirió:

—Vamos a ver si ya está dentro.

Vianello se apartó de la barandilla y lo siguió hasta la puerta. Brunetti llamó al timbre y, al cabo de un momento, probó a empujar la puerta, que no estaba cerrada y se abrió sin esfuerzo. Pasaron al interior, subieron dos peldaños y llegaron a una pequeña entrada que daba a un patio abierto. Un letrero a su izquierda llevaba el nombre del
dottor
y una flecha que apuntaba al otro lado del patio.

La lluvia, que fuera resultaba molesta, en aquel patio caía con delicada amabilidad sobre la hierba reverdecida. Incluso la luz parecía diferente; en cierto modo, más diáfana. Brunetti se desabotonó la gabardina; Vianello, también.

Si el claustro fuera el de un monasterio, pertenecería al más pequeño de la ciudad. Aunque las galerías cubiertas flanqueaban el jardín de rosas por los cuatro costados, no medían más de cinco metros de largo, apenas el espacio suficiente para permitirle a un monje avanzar con su rosario de cuentas; habría acabado de comenzar la primera decena cuando llegara al punto de partida; pero al menos estaría envuelto de belleza y tranquilidad, si su sabiduría le permitía apreciarlas.

Las hojas de acanto se habían desgastado en los capiteles, y los siglos habían ido suavizando las estrías de los fustes de las columnas que rodeaban el jardín. Era evidente que ni lo uno ni lo otro había sucedido en aquel patio resguardado; ¿quién sabe de dónde habían venido las columnas o cuándo habían desembarcado en Venecia? De repente, una cabra sonrió a Brunetti desde lo alto: ¿y cómo habría llegado aquella columna hasta allí?

Vianello, que ahora iba delante, se detuvo ante una puerta de madera verde con el nombre del doctor grabado en una placa de latón, esperó a Brunetti y abrió. En el interior había una sala como en las que el comisario siempre esperaba sentado a que los médicos lo atendieran. Y allí se toparon con otra puerta, esta vez cerrada. Había hileras de sillas naranjas de plástico apoyadas contra dos paredes; y al final de una de ellas, una mesita baja sostenía dos pilas de revistas. Brunetti se acercó para ver si encontraba los típicos ejemplares de
Gente
y
Chi.
Pues no, a menos que aspirantes al estrellato y nobles de baja alcurnia hubieran sido reemplazados por gatos, perros y, en un caso concreto, por un cerdo especialmente encantador con un gorro de Papá Noel.

Se sentaron frente a frente. Brunetti miró el reloj. Al cabo de cuatro minutos, entró una anciana con un vetusto perro, tan pelón en varias partes del cuerpo que parecía una especie de muñeco de peluche que alguien hubiera encontrado en el desván del abuelo. La mujer los ignoró y tomó asiento en la silla más alejada de Vianello; el perro se derrumbó a sus pies con un suspiro explosivo, y ambos entraron en trance al instante. Por extraño que parezca, sólo se oía la respiración de la mujer.

Transcurrido un tiempo, que se midió con los ronquidos de la señora, Brunetti se levantó y se dirigió a la puerta cerrada. Llamó, aguardó a Vianello, llamó otra vez y entró.

Detrás de una mesa, al otro lado de la consulta, Brunetti vio la parte superior del que podría haber sido el hombre más grueso que hubiera visto jamás. Estaba arrellanado en su silla de piel y profundamente dormido, con la cabeza inclinada a la izquierda hasta donde su cuello y su papada se lo permitían. Debía de rondar los cuarenta, aunque la ausencia de arrugas en la cara disimulaba su edad.

Brunetti carraspeó, pero eso no surtió efecto en el hombre durmiente. Se le acercó, y al hacerlo percibió el olor rancio a humo de tabaco mezclado con borrachera de altas horas de la noche, o primeras de la mañana. El hombre tenía las manos cruzadas sobre su ingente pecho; los dedos pulgar, índice y anular estaban manchados de nicotina hasta el primer nudillo. Pero, por extraño que parezca, la consulta no olía a tabaco, sino al rastro que éste dejaba; era el mismo olor que desprendía su ropa, y Brunetti sospechaba que también su pelo y su piel.


Dottore
—dijo Brunetti en voz baja, sin querer sobresaltarlo. El hombre seguía roncando apaciblemente—.
Dottore
—repitió Brunetti más alto.

Miró sus ojos cerrados en busca de movimiento: los tenía hundidos en la cara, como si se hubieran retirado de la grasa invasora que los rodeaba. La nariz, curiosamente delgada, se la habían aplastado las mejillas circundantes, que ejercían presión contra ella y, ayudadas por unos labios gruesos, a punto estaban de bloquearle los orificios. La boca era un perfecto arco de Cupido, aunque muy ancho y poco flexible.

Una fina capa de sudor le cubría el rostro y le había pegado el cabello ralo al cráneo; a Brunetti le hizo recordar las grasientas pomadas que su padre le echaba en el pelo cuando era pequeño.


Dottore
—dijo por tercera vez, ahora en un tono quizá algo brusco.

Aquellos ojos se abrieron; pequeños, oscuros, curiosos, y de repente agrandados por el miedo. Antes de que Brunetti pudiera articular ni una palabra más, el hombre se apartó a empellones de su mesa y se levantó. No saltó ni brincó, aunque a Brunetti no le cabía la menor duda de que se movía todo lo rápido que su masa corporal permitía. Se aplastó contra la pared que tenía detrás con los ojos puestos en la puerta, luego miró alternativamente a Brunetti y Vianello, que le cerraban el paso.

—¿Qué quieren? —preguntó en un peculiar tono agudo, ya fuera por miedo o por algún extraño desajuste entre su cuerpo y su voz.

—Nos gustaría hablar con usted,
dottore
—contestó Brunetti con voz neutra, demorando la explicación de quiénes eran o el propósito de su visita.

Echó una ojeada a Vianello y vio que el inspector, en respuesta al miedo del doctor, había hallado el modo de transformarse en un matón. Todo su cuerpo se había compactado y proyectado hacia delante, como esperando sólo la orden de abalanzarse sobre el hombre. Sus manos, curvadas hasta casi cerrarse en puños, pendían junto a sus muslos deseosas de blandir armas. La acostumbrada inteligencia de su rostro se había desvanecido en favor de una boca que parecía incapaz de cerrarse y unos ojos en continua búsqueda del punto débil de su oponente.

Las manos del doctor se levantaron con las palmas vueltas hacia arriba a la altura del pecho; dio palmaditas al aire que lo separaba de aquellos dos hombres como comprobando si sería lo bastante fuerte para mantenerlos alejados de él. El doctor sonrió, y entonces Brunetti recordó una descripción que había leído en alguna parte, de una flor sobre un cadáver o algo así.

—Tiene que haber algún error,
signori.
He hecho todo lo que ustedes me dijeron. Deberían saberlo.

De pronto, un caos general se desató al otro lado de la puerta. Empezó con un batacazo, un fuerte rugido, y luego el chillido de una mujer. Después una silla cayó o alguien la empujó al suelo, otra mujer gritó una obscenidad, y al final todo se ahogó en un coro de ladridos y gruñidos histéricos. Siguieron una serie de gañidos, y el ruido animal dio paso a un intercambio de insultos con dos voces humanas igual de estridentes.

Brunetti abrió la puerta. La anciana estaba atrincherada tras una silla caída, con su anciano perro en brazos, y lanzaba calificativos a una mujer al otro lado de la sala de espera. Ésta, con la cara chupada y delgada como un alambre, se mantenía a la retaguardia de dos perros con la cabeza cuadrada y desproporcionadamente grande que ladraban como locos. Ladraban tan histéricamente como gritaban las dos mujeres, sólo que en tono más grave y con un hilito de saliva colgándoles de los labios. Por primera vez en toda su carrera, Brunetti deseó sacar la pistola y disparar un tiro al aire, pero se le había olvidado, y además sabía que la detonación habría dejado sordas a todas las criaturas de aquella sala.

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