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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (23 page)

En lugar de eso, cruzó hasta donde estaban aquellos dos perros, agarrando una revista al pasar por delante de la mesita. La enrolló en un cilindro, se agachó y le atizó a uno en el morro. Teniendo en cuenta la levedad del golpe de Brunetti, el alarido del animal fue desmesuradamente alto, y su inmediata retirada tras las piernas de su dueña, tan sorprendente como vergonzosa. El otro perro miró a Brunetti y empezó a enseñarle los dientes, pero una sacudida amenazadora de la revista enrollada logró que se agazapara junto a su compañero.

La mujer de rostro enjuto cambió de objetivo y dirigió sus obscenidades a Brunetti, terminando con la sonora bravata de que llamaría a la policía y haría que lo detuvieran por lo que había hecho. Dicho esto, dejó de gritar, convencida de que ahora tenía ella la sartén por el mango. Incluso los dos perros se relajaron ante aquella certeza legal y se pusieron a gruñir, aunque sin abandonar la seguridad de las piernas de su dueña.

El Vianello matón eligió aquel momento para irrumpir en la sala de espera sosteniendo la placa en alto hacia aquella mujer.

—Yo soy la policía,
signora,
y según la ley del tres de marzo de 2009, tiene usted la obligación de poner bozal a estos perros en un lugar público. —Miró en torno a la sala, evaluándola y evaluándolos a ella y a los perros—. Éste es un lugar público.

La anciana con el perro en brazos dijo:

—Agente.

Pero Vianello la calló con una mirada.

—¿Y bien? —preguntó él en su tono más duro—. ¿Sabe cuál es la multa?

Brunetti estaba seguro de que Vianello no lo sabía, y mucho se temía que la mujer tampoco.

De pronto, uno de los perros grandes empezó a gañir; ella tiró bruscamente de la correa y lo silenció al instante.

—Lo sé. Pero pensaba que aquí dentro… —Señaló vagamente las paredes con la mano que no sostenía las correas. Se le entrecortó la voz. Sin pensarlo, se inclinó y palmeó la cabeza de un perro, luego la del otro, mientras sus largas colas aporreaban la pared.

Ver lo automático de su gesto y la reacción tranquila y afectuosa de los animales debió de haber desarmado a Vianello, porque claudicó:

—Por esta vez pasa, pero tenga cuidado en el futuro.

—Gracias, agente —dijo ella. Los perros salieron de detrás de sus piernas, avanzando hacia Vianello hasta que ella los hizo retroceder con la correa.

—¿Y qué pasa con lo que nos ha dicho a nosotros? —protestó la anciana.

—¿Por qué no se sientan las dos, señoras, mientras nosotros terminamos de hablar con el doctor? —sugirió Brunetti, y dio media vuelta para regresar a la consulta.

Habían perdido ventaja; Brunetti lo supo en cuanto vio al hombre grueso. Estaba de pie junto a la ventana abierta de la consulta, dándole una profunda calada al cigarrillo que sostenía entre los dedos manchados de nicotina. Miró a los hombres, de regreso, con una fuerte inquina que reemplazaba al menor rastro de miedo, y Brunetti sospechó que aquella antipatía no procedía tanto del pavor que había mostrado cuanto de lo que había descubierto que eran.

Siguió fumando sin decir nada, hasta que el cigarrillo quedó reducido a una colilla, y poco faltó para que le abrasara la mano. La agarró con la punta de los dedos, le dio una larga calada final y luego la arrojó al exterior. Cerró la ventana, pero permaneció allí de pie.

—¿Qué quieren? —preguntó con la voz atiplada de antes.

—Hemos venido a hablarle sobre su sucesor, el doctor Andrea Nava —respondió Brunetti.

—Entonces no puedo ayudarlos,
signori
—dijo Meucci, con aparente desinterés.

—¿Y eso por qué, doctor? —inquirió Brunetti.

Era como si Meucci tuviera que reprimir una sonrisa al contestar:

—Porque nunca llegué a conocerlo.

Brunetti, por su parte, contuvo la sorpresa ante aquella reacción y preguntó:

—¿No tuvo que explicarle usted nada: quién era quién en el
macello,
cómo funcionaba todo allí, dónde estaba su despacho, suministros, horarios?

—No. Me imagino que el director y sus empleados se encargaron de todo eso.

Meucci buscó en el bolsillo izquierdo de su chaqueta y sacó una cajetilla sobada de Gitane y un mechero de plástico. Encendió un cigarrillo, le dio una profunda calada y se volvió para abrir la ventana que tenía detrás. Una ráfaga de aire fresco esparció el humo por la consulta.

—¿Tuvo que dejarle las instrucciones por escrito? —preguntó Brunetti.

—No era responsabilidad mía —repuso Meucci.

Por un momento, Brunetti imaginó que este hombre no podía saber que Nava estaba muerto y decir aquello con tanta indiferencia. Pero entonces cayó en la cuenta de que Meucci tenía que saberlo; ¿quién en Venecia no iba a saberlo, y más aún tratándose de alguien que había ocupado antes su puesto?

—Ya veo —repuso Brunetti—. ¿Podría decirme en qué consistía su trabajo?

—¿Para qué quiere saberlo? —preguntó Meucci sin molestarse ya en ocultar su irritación.

—Para comprender lo que hacía el
dottor
Nava —contestó Brunetti de manera anodina.

—¿No se lo explicaron allí?

—¿Allí, dónde? —inquirió Brunetti con suavidad, y desvió la mirada hacia Vianello como para sugerir que él le aclarara la pregunta de Meucci.

Meucci procuró disimular su sorpresa dándose la vuelta para arrojar por la ventana su cigarrillo a medio terminar.

—En el matadero —se obligó a responder cuando se volvió hacia el comisario.

—¿Se refiere a cuando estuvimos allí? —aventuró un Brunetti complacido.

—¿No estuvieron allí? —Ésa fue la única pregunta que se le ocurrió al doctor.

—Seguro que usted ya lo sabe,
dottore
—dijo Brunetti con una pequeña sonrisa, y sacó la libreta del bolsillo. La abrió y realizó una anotación; luego miró al doctor, que ya tenía otro cigarrillo encendido en la mano.

—¿Qué puede decirme usted sobre el
dottor
Nava? —preguntó Brunetti.

—Le digo que no llegué a conocerlo —contestó Meucci con ira apenas contenida.

—Eso no es lo que le estoy preguntando,
dottore
—repuso Brunetti esbozando otra diminuta sonrisa y tomando otra nota.

El acicate del comisario pareció funcionar, porque Meucci dijo:

—Cuando dejé el
macello,
no tuve nada más que ver con ese lugar.

—¿Ni con quien trabaja allí? —preguntó Brunetti con templada curiosidad.

Meucci titubeó sólo un instante antes de responder:

—No.

Brunetti anotó algo más.

Esta vez, Meucci cerró la ventana de un golpe tras arrojar el cigarrillo al exterior. Volviéndose hacia Brunetti, soltó:

—¿Tiene usted permiso para venir aquí a interrogarme?

—¿Permiso,
dottore
? —replicó Brunetti, arqueando las cejas.

—Una orden de un juez.

La sorpresa invadió el semblante del comisario.

—Vaya, pues no,
dottore,
no la tengo. —Entonces, con una sonrisa relajada, añadió—: No se me ocurrió solicitarla. De hecho, pensaba que el doctor era colega suyo y que podría usted decirme algo más sobre él. Pero ahora que me ha aclarado que no llegó a conocerlo, dejaré que atienda a sus pacientes.

Como no había llegado a relajarse lo suficiente para lomar asiento, Brunetti no pudo acentuar su retirada poniéndose en pie, así que le puso el capuchón a la pluma y guardó la libreta y la estilográfica en el bolsillo, agradeció al doctor que le dedicara su tiempo y salió de la consulta.

En la sala de espera, los enormes perros se levantaron al ver a los dos hombres; el tercero dormía pesadamente. Brunetti sacó la libreta del bolsillo y la ondeó en el aire al pasar por delante, pero los perros no hicieron más que agitar las colas a modo de saludo. Las dos mujeres obviaron su presencia.

24

—Quizá mienta tan mal porque los animales no saben apreciar la diferencia —sugirió Vianello cuando regresaban a la
questura.
Entonces, para no dejar lugar a dudas, agregó—: Entre si les mientes o no, se entiende.

Caminaron un rato hasta que Brunetti comentó:

—Chiara siempre me dice que tienen otros sentidos y que pueden leer nuestros estados de ánimo. Incluso los utilizan para detectar el cáncer, creo.

—Me resulta extraño.

—Pues a mí, cuanto mayor me hago, más extraño me parece todo —observó Brunetti.

—¿Qué piensas de él? —preguntó el inspector echando la cabeza hacia atrás para señalar la consulta de Meucci.

—No cabe duda de que miente, pero no sé muy bien en qué.

—Miente mucho —dijo Vianello.

Esto hizo que Brunetti se detuviera:

—No me dijiste que lo conocías.

Vianello pareció sorprenderse de que Brunetti lo tomara tan en serio.

—No —repuso, echando a caminar de nuevo—, me refiero a que conozco a ese tipo de hombres. Estoy seguro de que se miente a sí mismo sobre el tabaco; a lo mejor se cree que no fuma mucho.

—¿Y las manchas de sus dedos?

—Gitane —respondió Vianello—. Tiene fama de fuerte, de modo que bastaría con unos cuantos cigarrillos para dejar huella.

—Ya lo creo —convino Brunetti—. ¿Sobre qué más miente?

—Probablemente también se ha convencido de que no come mucho; de que su gordura se debe a algún desequilibrio hormonal, o a alguna enfermedad tiroidea, o a una disfunción de alguna glándula que según él tenemos en común con los animales.

—Todo es posible, ¿verdad? —preguntó Brunetti, incrédulo por un instante.

—Cualquier cosa es posible —contestó Vianello poniendo énfasis en la última palabra—. Sin embargo, es mucho más probable que esté gordo porque come demasiado.

—¿Y miente sobre Nava?

—¿Sobre que no lo conocía?

—Sí.

Vianello hizo un alto a los pies de un puente y se volvió hacia Brunetti.

—Eso creo. Sí.

Brunetti guardó silencio, animando al inspector a continuar.

—No es tanto que mienta sobre que no lo conocía, aunque así fuera, sino que miente en todo lo relativo al
macello.
Tengo la impresión de que quiere distanciarse de aquello todo lo que pueda.

Brunetti asintió. Lo que Vianello dijo simplemente reformulaba su propia impresión de la visita a Meucci.

—¿Y tú cómo lo ves? —preguntó Vianello.

—Cuesta creer que no se conocieran —dijo Brunetti—. Los dos son veterinarios, así que asistirían a los mismos congresos. Y si Nava estaba cualificado para ocupar un puesto así, algo tendrían en común. —Vianello empezó a subir el puente, y Brunetti añadió a su espalda—: Además, a Nava se le habrían planteado dudas sobre el nuevo trabajo.

Acomodó su paso al del inspector, añadiendo:

—Es evidente que ya sabía que habíamos estado en el
macello
hablando con la gente de allí. Así que ¿para qué negarlo?

—¿Tan estúpidos nos considera? —soltó Vianello.

—Probablemente, muy estúpidos —dijo Brunetti, casi sin pensar.

Pero que los subestimaran, por poco halagador que les pudiera resultar, siempre suponía jugar con ventaja. Y si además quien los subestimaba no era muy brillante, porque Brunetti intuía que Meucci no lo era, la ventaja se incrementaba.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó el número de la
signorina
Elettra. Cuando ella respondió, él le dijo:

—Me pregunto si su amigo Giorgio podría interesarse por un veterinario llamado Gabriele Meucci.

Giorgio. Giorgio: el hombre de Telecom, aunque seguramente no el que venía a instalar el teléfono. Giorgio, que no parecía tener apellido, ni historia, ni ninguna característica humana aparte de una necesidad servil de satisfacer todos los caprichos de la
signorina
Elettra y cierta habilidad para recuperar o rastrear cualquier llamada que ella quisiera, sin importar el país de origen, el nombre de quien llamara o el destino. ¿Acaso alguien encendía una vela por Giorgio o le enviaba una caja de champaña en Navidad? Poco le importaba eso a Brunetti, que sólo deseaba seguir creyendo en la existencia de Giorgio, pues dudar de su existencia planteaba la posibilidad de que la piratería ilegal e invasiva de los registros de llamadas telefónicas de ciudadanos particulares y organizaciones estatales realizadas durante más de una década no hubiera sido cosa suya, sino que hubiera tenido su origen detectable, y flagrantemente delictivo, en correos electrónicos salidos de un ordenador rastreable hasta el despacho del
vicequestore
de la ciudad de Venecia.

—Tengo que hablar con él de otro tema —dijo ella de manera insustancial—. Así que se lo preguntaré.

—Muy amable —dijo Brunetti, y colgó.

Miró a Vianello y advirtió su semblante pensativo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Brunetti.

—Se ajusta a esos perfiles psicológicos de asesinos en serie.

Sin querer admitir que Vianello lo había despistado, Brunetti se limitó a interrogar:

—¿En qué sentido?

—Los psicópatas empiezan maltratando animales y acaban matándolos, después se suceden los incendios y hacer daño a la gente, y lo siguiente, ya lo sabes: asesinan a treinta personas y las entierran en el jardín, sin mostrar nunca pesar o remordimientos por ninguno de sus actos.

—¿Qué quieres decir con eso? —se interesó Brunetti.

—Eso es lo que nos ha ocurrido a nosotros. Empezamos pidiéndole que nos buscara un número de teléfono, cuando se supone que ella trabaja para Patta. Luego le pedimos otro número, información sobre el titular de la línea y que averigüe si ha realizado una llamada a algún otro número. Y ahora la tenemos pirateando los archivos de Telecom e investigando cuentas bancarias y registros tributarios. —El inspector se metió los puños en los bolsillos de la chaqueta—. Cuando pienso en lo que podría ocurrir si… —Se interrumpió, reacio a pronunciarse.

—¿Y? —preguntó Brunetti, esperando que le explicara el símil con los asesinos en serie, que sin duda no mostraban esa clase de compunción.

—Y nos gusta hacerlo —dijo Vianello—. Ésa es la parte más terrorífica.

Brunetti esperó un largo minuto a que las olas generadas por el último comentario de Vianello rompieran y a que el aire que las envolvía quedara totalmente quieto, y entonces propuso:

—Creo que deberíamos dejarlo ahí y tomarnos un café antes de volver al trabajo.

Cuando se aproximaban a la
questura,
vieron a Foa arrodillado sobre la proa de madera de la lancha de policía, limpiando el parabrisas con una gamuza. Vianello le brindó un saludo cordial y Foa respondió, dirigiéndose a Brunetti:

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