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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (10 page)

Un Brunetti poco convencido dijo:

—La foto debería salir mañana publicada en los periódicos. Con un poco de suerte, alguien la verá y nos llamará. —Lo que no le dijo a Vianello es que hasta entonces se había resistido a publicar una foto de aquel hombre porque, en las que tenían, parecía más un cadáver que un hombre vivo—. Alguien debería reaccionar ante la imagen que ha conseguido Pucetti.

—¿Y hasta entonces? —preguntó el inspector.

Brunetti alargó la mano y tomó la carpeta, la cerró y dijo, poniéndose en pie:

—Vamos a comprar zapatos.

La tienda de Fratelli Moretti en Venecia está convenientemente situada cerca de Campo San Luca. Brunetti había sido un enamorado de aquella marca de zapatos durante décadas, pero por algún motivo jamás se había comprado un par. No tanto por el precio —todo en Venecia se había encarecido— como por… De repente, Brunetti cayó en la cuenta de que no había una razón: simplemente nunca había entrado en ninguna de sus tiendas, no sabría decir por qué. Con el pretexto del caso, llevó a Vianello hasta el establecimiento, y se detuvieron para echar un vistazo a los zapatos de caballero expuestos en el escaparate.

—Me gustan ésos —dijo Brunetti señalando un par de mocasines de color marrón oscuro decorados con borlas.

—Si te los compraras —observó Vianello, tras haber evaluado la calidad de la piel— y las cosas se pusieran feas, siempre podrías hervirlos y vivir del caldo unos días.

—Muy gracioso —repuso Brunetti, y entraron.

La corpulenta encargada que los atendió miró su identificación y examinó la foto del fallecido, pero negó con la cabeza.

—Es posible que Letizia lo reconozca —dijo, y les señaló las escaleras que llevaban al piso de arriba—. Ahora está con unos clientes; bajará en un minuto.

Mientras esperaban, Brunetti y Vianello se pasearon por la tienda; el comisario echó otra ojeada a los mocasines.

Letizia, más joven y delgada que la otra mujer, bajó las escaleras al cabo de unos minutos, precedida por una pareja de japoneses, con cuatro cajas de zapatos en los brazos. Ella debía de rondar los treinta, llevaba el pelo rubio a lo
garçon
peinado hacia arriba en crestas caprichosas y tenía un rostro que resultaba fuera de lo común por la inteligencia que transmitía su mirada.

Brunetti esperó a que completara la venta y acompañara a los clientes hasta la puerta, donde hubo un intercambio de profundas reverencias que no parecía nada forzado por parte de la dependienta.

Cuando Letizia se acercó al lugar donde ellos se encontraban, la encargada le explicó quiénes eran y qué querían que hiciera. Con una sonrisa, se mostró interesada, incluso curiosa. Brunetti le entregó la foto.

Al ver el rostro del fallecido, dijo:

—El hombre de Mestre.

—¿De Mestre? —inquirió Brunetti.

—Sí. Estuvo aquí. Oh, debe de haber sido hace unos dos meses, y quería comprar unos zapatos. Creo que buscaba unos simples mocasines.

—¿Lo recuerda por algo en especial,
signorina
?

—Bueno… —empezó a decir ella. Luego añadió echando un vistazo rápido a la encargada, que estaba a la escucha—: No quiero hablar mal de nuestros clientes, nada más lejos de mi intención, pero éste era un hombre muy raro.

—¿Por su comportamiento? —preguntó Brunetti.

—No, para nada. Era muy agradable, muy educado. Me refiero a su aspecto. —Al decir esto, miró de nuevo a la otra mujer, como pidiéndole permiso para hablar. La encargada frunció los labios y después asintió.

Visiblemente aliviada, Letizia continuó:

—Era muy grande. No, no era grande como lo son los estadounidenses; ya saben, a lo alto y a lo ancho. Sólo tenía grandes el torso y el cuello. Recuerdo haberme preguntado qué talla de camisa usaría y cómo haría para encontrar una con un cuello lo bastante ancho para él. Pero todo lo demás era normal. —Escrutó el rostro de Brunetti, y luego el de Vianello—. Comprarse un traje también debía de ser un calvario, ahora que lo pienso: tenía unos hombros y un pecho enormes. La chaqueta debía de ser dos o tres tallas más grande que los pantalones.

Antes de que ninguno de ellos pudiera comentar nada al respecto, añadió:

—Se probó una chaqueta de ante, por eso vi que sus caderas eran las un hombre normal. Igual que sus pies: número cuarenta y tres. Pero el resto de su cuerpo estaba… oh, cómo lo diría, todo hinchado.

—¿Seguro que se trata de este hombre? —preguntó Brunetti.

—Totalmente —respondió ella.

—¿De Mestre? —interrumpió Vianello.

—Sí. Dijo que aquel día estaba de paso en la ciudad y que había ido a comprar los zapatos en nuestra tienda de Mestre; pero como allí no tenían su número pensó en venir a buscarlos aquí.

—¿Tenían ustedes los zapatos? —inquirió Brunetti.

—No —contestó ella, con evidente disgusto—. Teníamos un número más grande y otro más pequeño. El suyo sólo estaba en marrón; pero él no quería ese color, los quería negros.

—¿Compró otro tipo de zapatos en su lugar? —aventuró Brunetti, esperanzado de que así hubiera sido y deseoso de que los hubiera pagado con tarjeta.

—No. Eso fue exactamente lo que yo le sugerí, pero él dijo que los quería negros porque ya los tenía en marrón, y le gustaban.

«Ésos debían de ser los zapatos que llevaba cuando lo asesinaron», pensó Brunetti, sonriendo a la joven para animarla a seguir hablando.

—¿Y la chaqueta de ante? —preguntó el comisario, en vista de que había terminado.

—No le iba bien en los hombros —dijo la chica. A continuación, en voz más baja, confesó—: Me dio lástima cuando se la probó y ni siquiera pudo meter el otro brazo en la manga. —Meneó la cabeza, con evidente empatía. Luego añadió—: Normalmente no quitamos el ojo de encima a la gente que se prueba las chaquetas de ante para que no nos las roben. Sin embargo, aquello me superó. Parecía casi sorprendido, pero triste, verdaderamente triste porque no podía ponérsela.

—¿Compró algo? —inquirió Vianello.

—No, nada. Ojalá hubiera podido encontrar una chaqueta de su talla. —Seguidamente dijo, para que no la malinterpretaran—: No porque yo quisiera vendérsela, sino para que él pudiera encontrar una que le fuera bien. Pobre hombre.

Brunetti preguntó:

—¿Dijo que vivía en Mestre?

Ella miró a la encargada, como para pedirle que por favor le recordara qué había dicho el hombre para darle a entender que era de Mestre. Ladeó la cabeza como un pájaro.

—Dijo que había comprado unos cuantos pares en Mestre, y supuse que vivía allí. Después de todo, uno acostumbra a comprar los zapatos en el lugar donde vive, ¿no?

Brunetti movió la cabeza en señal de asentimiento, mientras pensaba que uno no suele tener la suerte de que lo atienda una persona tan amable, sin importar dónde se compre los zapatos.

Les dio las gracias a las dos, le dejó a Letizia una tarjeta de visita y le pidió que lo llamara si recordaba algo que hubiera dicho aquel hombre, por si pudiera proporcionarles más información sobre él.

Cuando se dirigían hacia la puerta, Letizia emitió un sonido. No era una palabra, sino apenas una sonora aspiración. Brunetti se giró y ella le preguntó:

—¿Es el hombre que encontraron en el canal?

—Sí. ¿Por qué lo pregunta?

La joven hizo un gesto señalándolos a él y a Vianello, como si su presencia allí, o su aspecto, fueran la respuesta. Pero entonces contestó:

—Porque además de triste, parecía preocupado. —Antes de que Brunetti pudiera recordarle que no había comentado nada al respecto, prosiguió—: Lo sé, lo sé, dije que era agradable y cordial. Sin embargo, en el fondo, algo le preocupaba. Yo creí que era por la chaqueta o porque no teníamos los zapatos que andaba buscando, pero había algo más.

Una persona tan observadora como ella no necesitaba que le refrescaran la memoria, de manera que Brunetti y Vianello permanecieron en silencio, esperando a que prosiguiera.

—Por lo general, mientras los clientes esperan a que les traiga algo de un número o un color diferentes, miran otros zapatos o se levantan y se pasean por la tienda, van a echar un vistazo a los cinturones. En cambio él se quedó ahí sentado, cabizbajo.

—¿Parecía triste? —inquirió Brunetti.

Esta vez, ella tardó un momento en contestar.

—No, ahora que lo pregunta, diría que más bien parecía preocupado.

13

Brunetti y Vianello decidieron ir a comer juntos, aunque a ambos les aterraba la idea de buscar un restaurante a diez minutos de San Marco.

—¿Cómo hemos llegado a este extremo? —dijo Vianello—. Antes se comía bien en cualquier parte de la ciudad, bueno, en casi cualquiera. El menú no estaba mal y no costaba un ojo de la cara.

—¿Y cuánto hace de eso, Lorenzo? —preguntó Brunetti.

Vianello aflojó el paso para pensarlo.

—Hará unos diez años. —Pero luego rectificó, con evidente sorpresa—: No, mucho más que eso, ¿verdad?

Pasaban por el lugar donde había estado la librería Mondadori, a escasos metros de la entrada porticada a Piazza San Marco, aún sin haber decidido adónde irían a comer. Una densa muchedumbre de turistas los envolvió súbitamente, empujándolos contra el escaparate de la librería. Delante de ellos, la oleada de tonos pastel desafiaba los patrones de las mareas y fluía en ambos sentidos hacia la cercana
pi
azza.
Desplazándose ciega, lentamente, hacia ningún lugar, parecía no tener ni principio ni fin.

Vianello se volvió hacia Brunetti y le echó la mano al antebrazo.

—No puedo —dijo—. No puedo cruzar la
piazza.
Tomemos el barco. —Doblaron la esquina a la derecha y se abrieron paso hacia el
embarcadero.
Largas colas serpenteaban desde el puesto de venta de billetes, y los muelles flotantes quedaban a ras del agua por el peso de la gente que esperaba allí de pie la llegada de los
vaporetti.

Un número 1 se aproximaba por la derecha, y la cola avanzó un paso o dos, aunque no había adónde ir si no era al agua. Brunetti sacó su placa de policía de la cartera y rodeó la barrera que bloqueaba el acceso al pasillo reservado para los pasajeros a punto de desembarcar. Vianello lo siguió. No habían dado ni cuatro pasos cuando un
marinaio
les gritó desde la plataforma que tenían delante, haciéndoles señas para que retrocedieran.

Los dos policías lo ignoraron y se le acercaron, Brunetti con la placa en alto.


Scusi, signori
—se disculpó el trabajador al verlos, apartándose para permitirles acceder al muelle flotante. Era joven, como la mayoría hoy en día, bajito y moreno, pero hablaba
veneziano
—. Todos intentan colarse por aquí, y yo tengo que gritarles para que retrocedan. Un día de éstos terminaré golpeando a alguien sin querer. —La sonrisa con que lo dijo demostraba que era una broma.

—¿Los turistas? —preguntó Brunetti, sorprendido de que intentaran colarse.

—No,
signore,
son los nuestros —respondió el hombre refiriéndose obviamente a los venecianos—. Los turistas son como ovejas, en serio, muy amables, y lo único que hay que hacer es decirles adónde ir. Los malos, mejor dicho, los peores, son las ancianitas: se quejan de los turistas, pero casi todas viajan gratis, unas porque son muy mayores y otras porque se niegan a pagar el billete. —Como para demostrar que estaba en lo cierto, una anciana apareció detrás de Brunetti y Vianello y, sin hacer caso a ninguno de los tres, se coló a empujones y se plantó justo en el lugar por donde debían desembarcar los pasajeros.

El marino que trabajaba en el barco lo amarró al bolardo, luego se detuvo con la mano apoyada en la barrera corrediza y pidió a la mujer que se hiciera a un lado para dejar que los pasajeros desembarcaran; ella no le hizo ningún caso. El hombre insistió, pero la mujer permaneció allí. Al final, cediendo ante la presión y la insistencia de la gente que tenía bloqueada a sus espaldas, el hombre abrió la barrera, y la masa humana salió en tropel. La anciana, como los restos de un naufragio, fue apartada por el empuje y los topetazos de hombros, brazos y mochilas.

Ella les pagó con la misma moneda, sólo que verbalmente, profiriendo una larga ristra de insultos en
veneziano
con acento de Castello, el destino del barco. Maldijo la ralea de turistas, sus hábitos sexuales y su falta de higiene personal, hasta que al fin quedó la vía libre, la cubierta despejada, y ella pudo subir a la cabina y tomar asiento entre refunfuños, envuelta en una nube de quejas sobre los malos modales de aquellos extranjeros que venían a arruinar las vidas de la gente decente de Venecia.

Cuando el barco hubo zarpado, Brunetti cerró las puertas de la cabina, a fin de aislarse de aquella voz. Por fin, Vianello dijo:

—Sí, es una vaca vieja y desagradable, pero algo de razón tiene.

Brunetti no soportaba ni hablar ni oír hablar de este tema, tan manido que se había convertido en el principal tema de conversación en la ciudad.

—¿Ya has decidido adónde podemos ir? —preguntó, como si la reacción de Vianello a la oleada de turistas no hubiera interrumpido su conversación.

—Vamos al Lido a comer pescado —sugirió el inspector con el entusiasmo de un muchacho haciendo novillos.

El Andri quedaba sólo a diez minutos a pie desde el embarcadero de Santa Maria Elisabetta, y el propietario, un compañero del colegio de Vianello, les encontró mesa en el concurrido restaurante. Sin que ellos se lo pidieran, les trajo medio litro de vino blanco y un litro de agua mineral, y a continuación dijo a Vianello que le recomendaba la ensalada con camarones, alcachofas crudas y jengibre, y de segundo, el
zuppe di pesche.
Vianello asintió; Brunetti, también.

—Conque Mestre —dijo Brunetti.

Antes de que Vianello pudiera abrir la boca, el propietario regresó con un poco de pan. Lo dejó sobre la mesa, les preguntó si les gustaría tomar unos corazones de alcachofa y desapareció en cuanto le dieron el sí.

—No quiero entrar en disputas jurisdiccionales por esto —contestó al fin Vianello—. Tú conoces las reglas mejor que yo.

Brunetti asintió.

—Creo que usaré la táctica de Patta de arrogarme el derecho a hacer algo porque se me antoja. —Sirvió un poco de vino y un poco de agua para ambos y tomó un buen trago de agua. Abrió un paquete de
grissini
y se comió uno, luego otro, consciente al instante del hambre que tenía—. Pero en aras de la corrección, llamaré y les diré que hemos ido a preguntar si alguien en la tienda reconoce al hombre de la foto.

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