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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (9 page)

Paola soltó un resoplido desdeñoso.

—Por escuchar sus tonterías y fingir que les presto atención o darles a entender que sus idioteces son dignas de ser comentadas.

—¿El asunto de los buenos libros?

Ella se pasó una mano por el pelo y se rascó la base del cráneo distraídamente. De perfil, era la misma mujer a la que había conocido y de la que se había enamorado hacía décadas. Su cabello rubio estaba salpicado de canas, pero costaba verlas si no era de cerca. La nariz, la barbilla, la boca: todo era igual. Vista de frente, tenía arrugas en torno a los ojos y en las comisuras de los labios, pero seguía atrayendo miradas en la calle o en cenas.

Tomó un largo trago y se dejó caer en el sofá, con cuidado de no derramar el vino.

—No sé por qué me molesto en seguir enseñando —dijo, y Brunetti obvió que era porque le gustaba—. Podría dejar de hacerlo. Tenemos la casa, y tu sueldo da para mantenernos a los dos.

Y aunque él no dijo nada, si las cosas se pusieran feas, siempre podían empeñar el Canaletto que había en la cocina. «Déjala hablar, deja que se desahogue.»

—¿Y qué harías, pasarte el día en pijama leyendo tirada en el sofá? —preguntó él.

Ella le palmeó la rodilla con la mano que tenía libre.

—Ya te encargarías tú de no dejar que me instalara en el sofá, ¿verdad?

—Pero ¿qué harías? —insistió él, repentinamente serio.

Ella tomó otro sorbo y después dijo:

—Ésa es la cuestión. Si tú dejaras tu trabajo, siempre podrías encontrar algo como guarda de seguridad y pasearte toda la noche pegando trocitos de papel en los portales de las casas y en las tiendas para demostrar que estuviste allí. Pero a mí nadie va a pedirme que le hable de la novela inglesa, ¿me equivoco?

—Probablemente no —confirmó Brunetti.

—También podría darme la gran vida —dijo ella, y eso lo confundió. Pero Brunetti estaba tan impaciente por hablarle de las vacas que no le pidió que se explicara.

—¿Qué sabes tú de vacas? —le preguntó.

—¡Oh, Dios mío! ¡Otro más, no! —exclamó ella, y se hundió en el sofá, tapándose los ojos con la mano.

11

—¿Qué quieres decir con «Otro más, no»? —inquirió él, aunque lo que realmente quería saber era a quién se refería con ese otro más.

—Como ya te he dicho al menos mil doscientas veces en las últimas décadas: no te hagas el listo conmigo, Guido Brunetti —advirtió ella, con exagerada dureza—. Sabes perfectamente quiénes son: Chiara, la
signorina
Elettra y Vianello. Y por lo que me has contado, sospecho que los dos últimos de la lista pronto conseguirán que la
questura
se declare un lugar exento de carne.

Después de lo que había leído aquella tarde, Brunetti pensó que no sería tan mala idea.

—Sólo son dos lunáticos radicales, pero ya hay más personas que empiezan a planteárselo —sugirió.

—Si alguna vez pusieras los pies en un supermercado y vieras lo que la gente compra, no dirías eso, créeme.

Las pocas veces que Brunetti había vivido esa experiencia le había fascinado —se lo confesaba para sus adentros— ver lo que compraba la gente, teniendo en cuenta que, probablemente, también pensaban comérselo. Iba a hacer la compra tan pocas veces que tenía sus dudas sobre la naturaleza de algunos de los productos que veía y no alcanzaba a entender si eran para el consumo humano o para algún otro fin doméstico como limpiar desagües, quizá.

Recordó que a veces, de niño, lo enviaban a la tienda a comprar, por ejemplo, medio kilo de judiones. Los llevaba a casa en el cucurucho de papel de periódico con el que el tendero los había envuelto. Ahora, en cambio, venían en un paquete de plástico transparente atado con un lazo de cinta dorada y no se podía comprar menos de un kilo. Su madre prendía la cocina con el periódico. El plástico y el lazo iban directos a la basura tras los quince minutos de libertad que transcurrían desde los estantes del supermercado a casa.

—Nosotros ya no comemos tanta carne como antes —dijo él.

—Sólo porque Chiara es demasiado joven para marcharse de casa.

—¿Eso haría?

—O dejar de comer —declaró Paola.

—¿Tan convencida está?

—Sí.

—¿Y tú? —preguntó Brunetti. Después de todo, Paola era quien decidía lo que comían cada día.

Ella apuró su copa de champaña y la giró entre las palmas de sus manos, como queriendo encender una hoguera con ella.

—Creo que cada vez me gusta menos —reconoció al fin.

—¿Por su sabor o por lo que lees al respecto?

—Ambas cosas.

—No irás a dejar de guisarla, ¿verdad?

—Claro que no, tonto. —Luego, alargándole su copa, añadió—: Sobre todo, si vas a por más champaña.

Con visiones de chuletas de cordero, ternera en
marsala
y pollo asado danzando en la cabeza, fue a la cocina para someterse a la voluntad de su mujer.

De camino a la
questura
a la mañana siguiente, Brunetti se detuvo en un bar para tomar un café mientras leía en
Il Gazzetino
la noticia del hallazgo del cadáver en el canal, seguida de una breve descripción del hombre y su hipotética edad. Ya en el despacho, descubrió que no se había denunciado la desaparición de ningún hombre, ni en la ciudad ni en los alrededores. A los pocos minutos de llegar, Pucetti llamó a la puerta. O bien el joven agente se las había ingeniado para instalarle a Brunetti un chip en la oreja sin que él se diera cuenta o, lo que era más probable, el agente de la entrada había telefoneado a Pucetti nada más ver llegar a su superior.

Cuando Brunetti lo invitó a pasar, el joven agente se acercó y dejó una foto de la víctima sobre la mesa. Brunetti no tenía ni idea de cómo había logrado aislar un solo fotograma, pero la imagen era de un natural asombroso y mostraba al hombre mirando al frente con expresión completamente relajada. No parecía el hombre que había visto en la fría sala de autopsias del Ospedale Civile.

El comisario dedicó una gran sonrisa al agente y asintió con aprobación.

—Buen trabajo, Pucetti. Es él, el hombre al que vi.

—He hecho copias, señor.

—Bien. Ocúpese de escanearla y envíela a
I
l
Gazzetino
y al resto de periódicos. Y a ver si alguien de la planta baja lo reconoce.

—Sí, señor —contestó Pucetti. Dejó la foto sobre la mesa de Brunetti y se fue.

En el antedespacho, la
signorina
Elettra iba vestida de amarillo, un color que a muy pocas mujeres les sentaba bien. Era martes, el día de las flores en el mercado, así que su espacio —y presumiblemente también el de Patta— estaba inundado de flores, un toque de civilización que ella había traído a la
questura.

—Son preciosos, los narcisos, ¿verdad? —preguntó al ver entrar a Brunetti gesticulando hacia un ramo cuádruple que había en el alféizar de la ventana.

Los primeros indicios de la primavera habrían impulsado a un Brunetti soltero a decir que no eran tan preciosos como la persona que los había traído, pero este Brunetti se limitó a responder:

—Sí que lo son. —Y luego a preguntar—: ¿Y qué exceso de color ha transformado el despacho del
vicequestore
?

—El rosa. A mí me encanta y él lo aborrece. Pero no se atreve a quejarse. —Apartó la mirada un momento, luego se volvió hacia Brunetti y dijo—: Una vez leí que el rosa es el azul marino de la India.

Brunetti tardó en reaccionar, pero al cabo de un instante soltó una carcajada:

—Maravilloso —observó, y pensó en cuánto le gustaría aquella frase a Paola.

—¿Ha venido por lo del asesinado? —inquirió ella, repentinamente seria.

—Sí.

—Mi amigo no ha encontrado nada. Quizá Rizzardi tenga mejor suerte.

—Podría tratarse de alguien venido de otra provincia —sugirió Brunetti.

—Es posible —constató ella—. He enviado el típico requerimiento a hoteles, preguntando si hay algún huésped desaparecido.

—¿No ha habido suerte?

—De momento, sólo un húngaro que está en el hospital por un infarto.

Brunetti pensó en la enorme red de pensiones y apartamentos de alquiler en que la ciudad estaba enmarañada. Muchos de estos negocios operaban al margen de todo reconocimiento o control oficial, no declaraban impuestos y no enviaban a la policía los datos de sus clientes. En caso de que un huésped no regresara, ¿qué probabilidad existía de que los dueños denunciaran su desaparición a la policía y pusieran sus propias actividades ilícitas en el punto de mira de las autoridades? Con lo fácil que resulta esperar unos días y quedarse con lo que el huésped hubiera podido dejar al ausentarse como pago del alquiler; y fin de la historia.

Antes Brunetti daba por sentado que cualquier ciudadano respetuoso con la ley y consigo mismo contactaría con la policía en cuanto se enterara del hallazgo de un hombre asesinado cuya descripción se pareciera a la del huésped que se alojaba en la habitación número tres, con vistas al jardín. Las décadas de experiencia entre las evasivas y las medias verdades a las que eran demasiado propensos los ciudadanos respetuosos con la ley lo habían despojado de aquellas ilusiones.

—Pucetti ha obtenido una foto a partir de uno de los vídeos. La va a enviar a la prensa, y está preguntando a ver si alguien lo reconoce —dijo Brunetti—. Pero estoy de acuerdo con usted en eso,
signorina:
la gente no desaparece.

12

Brunetti encontró a Vianello en la oficina de los agentes, hablando por teléfono. Cuando el inspector lo vio, un gesto de gran alivio invadió su rostro. Dijo unas palabras, se encogió de hombros, volvió a hablar y colgó.

Al acercarse, Brunetti le preguntó:

—¿Quién era?

—Scarpa.

—¿Qué quería?

—Problemas. Es lo que siempre busca.

Brunetti, que no podía estar más de acuerdo, inquirió:

—¿Qué clase de problema esta vez?

—Algo relacionado con las facturas de combustible y con que Foa podría estar comprando gasoil para su lancha a costa de la policía. —Vianello murmuró algo entre dientes que Brunetti fingió no haber oído—. ¿No habla la Biblia de ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio?

—Más o menos —reconoció Brunetti.

—Patta le ordena a Foa que vaya a recogerlo y lo lleve a cenar a Pellestrina y, si no hace buen tiempo, que lo lleve de regreso a casa, y a Scarpa le preocupa que Foa esté robando combustible. —Luego añadió, a modo de reflexión—: Están todos locos.

Brunetti, de acuerdo también en eso, dijo:

—Foa no lo haría. Conozco a su padre. —Aquel análisis tenía sentido para ambos y proporcionó validez suficiente a la integridad de Foa—. Pero ¿ahora por qué va a por Foa? —preguntó Brunetti. El comportamiento de Scarpa solía ser confuso, y sus motivos, siempre inexplicables.

—Tal vez tenga algún primo en Palermo que sepa pilotar una lancha y necesita trabajo —sugirió Vianello—. No navegaría aquí ni en sueños.

Brunetti sintió la tentación de preguntarle a Vianello si aquel último comentario iba con segundas, pero se limitó a pedirle que fuera a sentarse con él en la
riva
para hablar mientras miraban pasar las barcas.

Cuando se sentaron en el banco y el sol de la mañana empezaba a calentarles los rostros y los muslos, Brunetti entregó a Vianello la carpeta con las fotos.

—¿Pucetti te ha enseñado esto?

Vianello asintió al sacar la foto de la carpeta y observarla.

—Ya veo a qué te refieres con lo del cuello —comentó, y se la devolvió. Luego retomó el tema anterior y preguntó—: ¿Qué crees que trama Scarpa?

Brunetti alzó las palmas en un gesto de impotencia e incomprensión.

—En este caso, me parece que simplemente trata de ocasionar problemas a alguien popular en el cuerpo, aunque no creo que lo que hace gente como Scarpa tenga nunca sentido. —Después agregó—: Este año Paola da una clase sobre el relato corto, y, en una de las historias, el villano sin nombre al que llaman «El Inadaptado» se carga a toda su familia, incluida la anciana abuela, luego se sienta tranquilamente y dice algo así: «No hay mayor placer que el mal.»

Como para subrayar la verdad de lo dicho, más allá de la
riva
dos gaviotas empezaron a pelearse por algo, y ambas tiraban de su botín sin dejar de graznar y sacudirse violentamente al mismo tiempo.

—Debo confesar que, cuando Paola me la leyó —prosiguió Brunetti—, pensé en Scarpa. Le gusta el mal.

—¿Lo dices literalmente, eso de que le gusta el mal? —preguntó Vianello.

Antes de que Brunetti pudiera contestar, los interrumpió un enorme crucero que asomaba por la izquierda. ¿Tenía ocho cubiertas? ¿Nueve? ¿Diez? Se dejaba arrastrar dócilmente tras un solícito remolcador; sin embargo, el calabrote que los conectaba se sumergía, lacio, en el agua, de manera que no se apreciaba qué motores los propulsaban ni cuál de las dos embarcaciones marcaba el rumbo. Una metáfora perfecta, pensó Brunetti: el gobierno llevaba a la Mafia a puerto para desmantelarla y destruirla, pero el barco que en verdad parecía encargarse del arrastre tenía un motor mucho menos potente, y en el momento en que el otro lo decidiera, podría tirar con fuerza del calabrote para recordarle al remolcador quién mandaba.

Cuando los barcos pasaron, Vianello insistió:

—¿Y bien?

—Sí, creo que le gusta —respondió Brunetti al fin—. A algunas personas les pasa. Ni posesión divina ni Satanás ni infancia desdichada ni desequilibrio químico en el cerebro. Para algunas personas, no hay mayor placer que el mal.

—¿Por eso siguen haciéndolo? —inquirió Vianello.

—Por eso será, ¿no? —sugirió el comisario a modo de respuesta.


Gesù
—susurró Vianello. Después, tras una pausa interrumpida por el continuo rifirrafe entre las gaviotas, dijo—: Nunca he querido creerlo.

—¿Quién no se resistiría a creer algo así?

—¿Y lo tenemos? —preguntó Vianello.

—Hasta que llegue demasiado lejos o baje la guardia.

—¿Y entonces?

—Entonces nos libraremos de él —dijo Brunetti.

—Haces que parezca fácil.

—Debería serlo.

—Eso espero —deseó Vianello con una gravedad que la mayoría de la gente reservaba para el rezo.

—Respecto a ese hombre… no entiendo por qué nadie ha dado parte de una persona desaparecida. Por amor de Dios, las personas tienen familia.

—Tal vez sea demasiado pronto —apuntó Vianello.

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