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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (4 page)

Bocchese estaba sentado a su mesa en el rincón, inclinado sobre una hoja de papel en la que parecía esbozar un dibujo. El jefe de laboratorio no levantó la cabeza al oír que se acercaban pasos, y Brunetti se fijó en que la calva de la coronilla se le había agrandado en los últimos meses. Envuelto en una amorfa bata blanca de trabajo, Bocchese bien podría haber sido el monje amanuense de algún monasterio medieval. Sin embargo, Brunetti descartó esa idea al aproximarse y ver que el hombre estaba dibujando la delgada hoja de un cuchillo y no adornando una capitular de algún texto bíblico.

—¿Fue eso lo que lo mató? —preguntó Brunetti.

Bocchese inclinó el lápiz y usó el lateral de la punta para sombrear el filo del arma homicida.

—Es lo que describe el informe de Rizzardi —respondió mientras sostenía el papel para que él y Brunetti pudieran observarlo—. Casi veinte centímetros de largo y hasta cuatro de ancho cerca del mango. —Después, con repentina pericia, dijo—: Así que era un cuchillo normal, y no una navaja que pudiera guardarse en el bolsillo. Yo diría que como los que hay en cualquier cocina.

—¿Y la punta? —indagó Brunetti.

—Muy estrecha. Pero eso es normal en los cuchillos, ¿no? La hoja mide un par de centímetros de ancho. —Señaló el dibujo con la goma del lápiz y añadió unos cuantos trazos, curvando el filo de la hoja hacia arriba hasta la punta. —Según el informe, el tejido en la parte superior de los cortes muestra evidencias de haber sido raspado, probablemente al extraer el cuchillo —explicó—. Ahí los cortes eran más anchos, aunque todas las heridas por arma blanca lo son. —Una vez más, señaló el dibujo con la goma—: Esto es lo que andamos buscando.

—Pero no ha dibujado el mango —observó Brunetti.

—Pues claro que no —repuso el técnico dejando el papel sobre la mesa—. No hay nada en el informe que me indique cómo era.

—¿Y cambia las cosas no saberlo? —preguntó Brunetti.

—¿Para identificar qué clase de cuchillo es?

—Sí. Supongo.

Bocchese colocó la mano sobre el papel con la palma vuelta hacia abajo, en el extremo más ancho del dibujo, como para agarrar el mango si lo hubiera.

—Tendría que medir al menos diez centímetros de largo —indicó, con la mano aún extendida sobre el papel—. La mayoría de los mangos miden eso. —Luego sorprendió a Brunetti con la irrelevancia de su comentario—: Incluso los pelapatatas.

Retiró la mano y miró a Brunetti por primera vez.

—Se necesitan al menos diez centímetros para agarrar cualquier clase de cuchillo. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque tendría que llevarlo encima y, si la hoja mide veinte y el mango diez, resultaría extraño andar por ahí con él.

—Envuelto en un periódico, en una funda de ordenador, en un maletín; incluso cabría en una carpeta de cartón si se colocara en diagonal —replicó Bocchese—. ¿Cambia eso las cosas?

—Uno no va por ahí caminando con un cuchillo de esas dimensiones a no ser que tenga una buena razón para hacerlo. Hay que pensar en cómo llevarlo para que nadie más lo vea.

—¿Y eso apunta a la premeditación?

—En efecto. No lo mataron en la cocina o en el taller o dondequiera que haya cuchillos a la vista, ¿verdad?

Bocchese se encogió de hombros.

—¿Qué quiere decir? —inquirió Brunetti, apoyando una cadera contra la mesa y cruzándose de brazos.

—No sabemos dónde ocurrieron los hechos. Según el informe de la ambulancia, lo encontraron en Rio del Malpaga, justo detrás del hospital Giustinian. Rizzardi dice que tenía agua en los pulmones, así que pudieron haberlo asesinado en cualquier lugar antes de arrojarlo al canal, y dejar que la marea lo arrastrara hasta allí.

Al detectar una imperfección invisible en el dibujo, Bocchese tomó el lápiz y añadió otra tenue línea al filo.

—No es fácil —dijo Brunetti.

—¿El qué?

—Introducir un cuerpo en el canal.

—Desde una embarcación podría resultar más fácil —sugirió Bocchese.

—Entonces habría sangre a bordo.

—Los peces sangran.

—Pero las lanchas de pesca tienen motor, y ninguna embarcación de motor puede circular pasadas las ocho de la noche.

—Los taxis, sí —puntualizó Bocchese.

—La gente no toma taxis para arrojar cadáveres al agua —dijo Brunetti con soltura, familiarizado con el estilo de Bocchese.

Tras dudar sólo un segundo, el técnico repuso:

—Entonces una barca sin motor.

—O la puerta de una casa que dé al canal.

—Y sin vecinos metomentodo.

—Un canal tranquilo, un lugar donde no haya vecinos, ni metomentodo ni nada —indicó Brunetti, empezando a repasar su mapa mental. Entonces dijo—: La hipótesis de Rizzardi es que los hechos ocurrieron pasada la medianoche.

—Hombre prudente, el médico.

—Lo encontraron a las seis —señaló Brunetti.

—«Pasada la medianoche» no significa que lo arrojaran al canal a medianoche.

—¿En qué parte detrás del Giustinian lo encontraron? —preguntó Brunetti, que necesitaba la primera coordenada para su mapa.

—Al final de la calle Degolin.

Brunetti emitió un sonido de asentimiento, miró la pared que había detrás de Bocchese y se puso a caminar mentalmente describiendo un círculo imposible: partía de ese punto fijo y saltaba sobre los canales de callejón en callejón, intentando en vano recordar los edificios con puertas y escaleras que descendieran hasta el agua.

Al cabo de un rato, Bocchese le recomendó:

—Mejor pregúntele a Foa sobre las mareas. Él domina el tema.

Brunetti también había pensado en ello.

—Sí, le preguntaré. ¿Puedo echar un vistazo a sus efectos personales?

—Por supuesto. Ya deberían estar secos —contestó Bocchese.

Se dirigió hacia la mesa donde los dos técnicos seguían haciendo la lista de los objetos extraídos de la caja, pasó de largo y abrió a su izquierda la puerta que daba a un almacén. Una vez dentro, a Brunetti le impactaron el bochorno y el olor: fétido, rancio, una mezcla de tierra, moho y objetos abandonados.

Bien plegados sobre un tendedero común, había una camisa y unos pantalones, ropa interior de hombre y un par de calcetines. Brunetti se inclinó para observarlos más de cerca, pero no vio nada especial en ellos. Debajo yacía un único zapato, marrón, aproximadamente del número que calzaba Brunetti. En una mesita vio una alianza de oro y un reloj de pulsera con correa metálica extensible, unas cuantas monedas y un juego de llaves.

El comisario cogió las llaves sin molestarse en preguntar si podía tocarlas. Cuatro de ellas parecían abrir puertas normales, otra era mucho más pequeña y la última lucía el distintivo de la marca Volkswagen.

—Así que tiene coche —dijo Brunetti.

—Como unos cuarenta millones de personas más repuso Bocchese.

—Entonces no diré nada sobre las llaves de casa o la del buzón —declaró Brunetti con una sonrisa.

—¿Cuatro casas?

—La mía necesita dos llaves —puntualizó Brunetti—. Igual que la mayoría en la ciudad. Y dos más me dan acceso a mi despacho.

—Lo sé. Sólo intento desafiarlo.

—Ya me he dado cuenta —dijo Brunetti—. ¿Y la pequeña? ¿Podría ser de un buzón?

—Podría ser —admitió Bocchese, en un tono que indicaba que bien podría ser todo lo contrario.

—¿Y qué, si no?

—Una pequeña caja fuerte sin importancia, una caja de herramientas, el cobertizo de un huerto, una puerta de un jardín o de un patio, y supongo que estoy pasando por alto otras posibilidades.

—¿Hay algo grabado en la alianza?

—Nada —respondió Bocchese—. Joyería industrial; a la venta en todas partes.

—¿Y su ropa?

—La mayoría fabricada en China, ¿y qué no se fabrica hoy allí? Por contra, el zapato es italiano: Fratelli Moretti.

—Extraña combinación: ropa fabricada en China y zapatos caros.

—Alguien podría habérselos regalado —sugirió Bocchese.

—¿A usted alguien le ha regalado alguna vez un par de zapatos?

—¿Insinúa que debo dejar de provocarlo? —preguntó el técnico.

—Eso ayudaría.

—Está bien. ¿Quiere que especule en voz alta?

—Eso también ayudaría.

—He echado un vistazo a lo que llevaba encima, y no parece haber indicios de que hubiera estado a bordo de una embarcación. Su ropa está limpia: ni gasoil ni brea, nada con lo que uno se mancharía si lo dejaran en el fondo de una barca. Suelen estar sucias, aunque no tengan motor.

—¿Y?

—Pues que creo que lo apuñalaron en tierra firme, o bien en la calle o en una casa, y luego lo arrojaron al agua. El que lo hizo pensó que estaba muerto o sabía perfectamente que la víctima no tenía escapatoria, y el canal sólo era una manera de deshacerse del cuerpo del delito; quizá para que le diera tiempo a abandonar la ciudad, o tal vez pretendía que la marea arrastrara el cadáver lejos del lugar de los hechos.

Brunetti asintió. Él también había pensado en esa posibilidad.

—Un hombre tumbado en el fondo de una barca sería visible desde arriba —apuntó.

—Buscaremos fibras, para comprobar si lo taparon o lo envolvieron con algo. Aunque no creo que éste sea el caso —observó Bocchese gesticulando hacia la sencilla camisa blanca de algodón, como la que llevaría cualquier hombre.

—No hay chaqueta, ¿verdad? —preguntó Brunetti.

—No. Sólo vestía camisa y pantalón —confirmó Bocchese—. Pero debía de llevar también una chaqueta o un jersey; anoche hacía demasiado frío para salir así a la calle.

—O podrían haberlo asesinado en su propia casa —sugirió Brunetti. Ahora le tocaba a él provocar: quería que Bocchese se mostrara de acuerdo con él antes de comentar que la mayoría de la gente no anda por casa con las llaves en el bolsillo.

—Sí —respondió Bocchese pareciendo muy poco convencido.

—¿Pero?

—El informe de Rizzardi dice que padecía Madelung. Aún no me ha enviado las fotos, pero yo he visto algún caso antes. Es posible que alguien de aquí se haya cruzado con él, o que lo conocieran en el hospital.

—Tal vez —asintió Brunetti. Pero dudaba que alguien pudiera reconocer una foto de aquel rostro maltrecho. Bocchese se estaba mostrando muy dispuesto a cooperar, así que decidió no volver a mencionarle las llaves—. ¿Algo más?

—No. Si descubro algo o se me ocurre alguna cosa, se lo haré saber, ¿de acuerdo?

—Gracias —dijo Brunetti.

Bocchese había mencionado la enfermedad del sujeto, convencido de que quien lo hubiera visto lo recordaría. El comisario se preguntaba si un vendedor de zapatos también se acordaría:

—¿Puede enviarme un correo electrónico con la información sobre el zapato?

5

Cuando Brunetti regresó a su despacho, encontró a la
signorina
Elettra aún sentada frente a su ordenador. Ella levantó la vista al oírlo entrar y sonrió.

—Ya casi he terminado,
commissario.
Como estaba por aquí, pensé en descargarle unas cuantas cosas más y dejarlo todo listo.

—¿Puedo preguntarle cómo ha conseguido esta maravilla,
signorina
? —inquirió él inclinándose con las dos manos apoyadas sobre el respaldo de una silla.

Ella levantó un dedo para pedirle que aguardara un momento y devolvió la atención al teclado. Iba de verde, con un vestido de lana ligera que no recordaba haberle visto antes. Rara vez llevaba prendas verdes: tal vez su elección fuera un homenaje a la primavera; incluso la Iglesia usaba el verde como el color eclesiástico de la esperanza. Observó cómo trabajaba tratando de disimular, fascinado ante tanta concentración. Bien podría haber estado en algún otro lugar, por la poca atención que ella le prestaba. Se preguntaba si sería el programa o el hecho de trabajar en el nuevo ordenador lo que la hipnotizaba de tal manera. ¿Y cómo podía ser que algo tan ajeno al caos de la vida pudiera ejercer semejante atracción sobre una persona como ella? A Brunetti no le interesaban los ordenadores: sí, los usaba y se alegraba de poder hacerlo, pero siempre prefería soltar a aquella cazadora verde en pos de una presa que demostraba ser demasiado esquiva para sus limitadas aptitudes. No le entusiasmaba lo más mínimo pensar en aquellas máquinas, y tampoco deseaba pasarse interminables horas ante la pantalla viendo qué podía hacer el ordenador por él.

Brunetti estaba lo bastante sintonizado con los tiempos en que vivía para darse cuenta de lo absurdo y contraproducente que era su prejuicio y de lo mucho que a veces ralentizaba su ritmo de trabajo. ¿No había ocurrido así durante la investigación de la protesta contra las cuotas lácteas europeas que durante dos días había bloqueado la
autostrada
cercana a Mestre el pasado otoño? Como la
signorina
Elettra estaba de vacaciones cuando aquello sucedió, tardó dos días en descubrir que los hombres que habían incendiado los coches bloqueados por los ganaderos eran criminales de poca monta de Vicenza, delincuentes urbanos que seguramente nunca habían visto una vaca en su vida. Y hasta que ella regresó no supo que además eran primos del presidente de la asociación provincial de ganaderos, el hombre que había orquestado la protesta.

Su memoria volvió a aquella manifestación, que su superior, el
vicequestore
Patta, le había ordenado vigilar por si la violencia se extendía al puente de Venecia y se adentraba en su jurisdicción. Recordaba a los
carabinieri
: con cascos, con escudos y máscaras de plexiglás y con sus lustrosas botas negras que hacían de las piernas tallos relucientes; parecían insectos gigantes. Recordaba verlos marchar al frente con los escudos muy juntos para disolver la menor protesta de los ganaderos.

Y allí estaba el hombre del cuello, colándose en su memoria sin haber sido invitado. Aparecía de pie al otro lado de la carretera bloqueada, con un grupo de personas que se arremolinaban en torno a sus coches parados mirando al otro lado de la isleta, hacia donde se encontraban ganaderos y policías. Brunetti recordaba el cuello taurino, la cara barbuda y los ojos claros que observaban las dos hileras enfrentadas de hombres, con lo que parecía una mezcla de desconcierto y exasperación; pero entonces la atención de Brunetti se desvió hacia la escalada de violencia y vandalismo en que terminó desembocando la protesta.

—… gracias a los muchos privilegios que nos reporta una Europa benefactora —oyó que decía la
signorina
Elettra y volvió a centrar en ella su atención.

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