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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (5 page)

—¿De qué manera en concreto,
signorina
? —preguntó.

—Con los fondos destinados a la Interpol para combatir la falsificación de mercancías protegidas por las patentes de cualquier país de la Unión Europea —contestó ella con una sonrisa, esa que utilizaba como una auténtica depredadora.

Brunetti se estremeció al pensar en las autorizaciones que saldrían de las oficinas de patentes de determinados países.

—Creía que la NAS se encargaba de todo eso —dijo él.

—Sí, así es, al menos en Italia. —Ella acarició afectuosamente las teclas y quitó al azar una mota de polvo de la pantalla. Luego lo miró a él, radiante—. Al parecer, hay una pequeña cláusula hacia el final del decreto ministerial, en virtud de la cual se estipula que las entidades locales pueden solicitar fondos suplementarios.

Consciente de lo formularias que a veces se volvían sus conversaciones, Brunetti preguntó:

—¿Fondos para qué fin,
signorina
?

—Para ayudar con la investigación en el ámbito local sobre… —empezó. Un quedo suspiro se le escapó de entre los labios y alzó una mano. La otra, como la lengua de una gata madre ansiosa por lamer a su camada recién nacida, se puso a acariciar las teclas, y sus ojos se posaron en la pantalla. Tecleó una muda solicitud.

Brunetti rodeó la mesa y tomó asiento.

En menos de un minuto, ella levantó la mirada hacia él, luego volvió a poner los ojos en la pantalla y leyó:

—… en el ámbito local para garantizar que todos los esfuerzos por parte del ministerio competente destinados a investigar y prevenir la falsificación de productos patentados se ponen en marcha y reciben fondos suplementarios de acuerdo con la Reglamentación, bla, bla, bla, subsección, bla, bla, bla, con referencia adicional al Decreto Ministerial, bla, bla, bla, del 23 de febrero de 2001.

—Y suponiendo que esa parrafada tenga algún sentido, ¿qué podría significar? —inquirió Brunetti.

—Crea otro pesebre para que los más listos de la piara puedan comer, señor —se limitó a decir ella con los ojos aún clavados en la pantalla, como arrobados al degustar tan rica interpretación de aquellas palabras. En vista de que Brunetti no respondía, prosiguió—: Y, en definitiva, significa que tenemos entera libertad para emplear el dinero en lo que nos plazca, siempre y cuando nuestra intención sea investigar y prevenir la producción de falsificaciones.

—Eso concedería a la agencia encargada de investigar y prevenir una gran laxitud en cómo gastar el dinero.

—Los de Bruselas no son tontos —observó ella.

—¿Qué quiere decir?

—Quiero decir que es otro regalo más para burócratas a la altura de su ingenio. —Y después de una pausa tal vez concebida para dar peso a lo que seguía, agregó—: O con la perseverancia suficiente para leerse las cuatrocientas doce páginas del decreto hasta encontrar ese párrafo en concreto.

—¿O para los que podrían recibir una discreta sugerencia en privado sobre dónde sería más provechoso centrar su atención? —sugirió Brunetti.

—¿Detecto la voz de un euroescéptico, señor?

—Así es.

—¡Ah! —suspiró ella. Luego, como incapaz de evitar la pregunta, añadió—: Entonces ¿no va a quedarse el ordenador?

—Ante un pesebre, difícil es no gruñir —respondió Brunetti.

Ella lo miró con deleite.

—Dudo haber oído nunca una explicación más apropiada del fracaso de nuestro sistema político, señor.

Brunetti dejó pasar unos instantes para alargar el placer de aquel juego entre líneas del que ambos disfrutaban. La
signorina
Elettra tocó unas cuantas teclas, hizo una pausa y empezó a levantarse.

El comisario alzó una mano para detenerla.

—¿Recuerda el conflicto del año pasado en la
autostrada
? —Dicho esto, se percató de lo poco clara que era la pregunta, y precisó—: ¿Con los ganaderos?

—¿Sobre las cuotas lácteas?

—Sí.

Elettra asintió.

—¿Qué pasa con eso, señor?

—Un hombre ha sido asesinado esta mañana. Acabo de hablar con Rizzardi. —Ella volvió a asentir, esta vez para darle a entender que la noticia del asesinato ya había llegado a la
questura
—. Cuando lo vi, al hombre, no a Rizzardi, su rostro me pareció familiar, y ahora lo recordé de la
autostrada.

—¿Era uno de los manifestantes?

—No. Él estaba al otro lado de la
autostrada;
su coche fue uno de los que se quedaron bloqueados por la manifestación. Lo vi allí de pie, con todos los que se habían quedado atascados.

—¿Y lo ha recordado?

—Cuando lea el informe de Rizzardi, lo comprenderá —contestó Brunetti.

—¿Qué quiere que haga yo, señor?

—Póngase en contacto con los
carabinieri.
Lovello estaba al frente de la investigación en Mestre. Compruebe si tienen fotos o tal vez un vídeo. —En los últimos años se habían presentado tantos cargos de abuso de autoridad contra la policía y los
carabinieri
que algunos mandos decidieron grabar las acciones potencialmente violentas.

—Y contacte con Televeneto —agregó—. Había un equipo allí, así que algo tendrán: a ver si pueden facilitarle una copia.

—¿La RAI también estaba?

—No lo recuerdo. Pero los vecinos sabrán si aparecieron los peces gordos. En caso afirmativo, procure convencerlos para que le envíen copias de cualquier toma o fotografía.

—¿Qué aspecto tiene ese hombre?

—Es corpulento, muy ancho alrededor de los hombros y el cuello. Barba: entonces también la llevaba. Pelo oscuro, ojos claros.

Ella asintió.

—Gracias, señor. Se lo comentaré para que puedan echar un vistazo a las imágenes antes de enviarme nada.

—Bien, bien —dijo Brunetti.

—Lo apuñalaron, ¿no? —preguntó ella.

—Sí. Pero, según Rizzardi, tenía agua en los pulmones. Lo encontraron en un canal.

—¿Se ahogó?

—No, murió a cuchillo.

—¿Qué edad tenía? —inquirió Elettra.

—Unos cuarenta.

—¡Pobre hombre! —observó ella, y Brunetti no podía estar más de acuerdo.

6

Quedaba Patta. La obligación de tratar con su superior solía invadir a Brunetti de una fatiga anticipada, como un nadador que hubiera contado mal los largos de la piscina y de repente se diera cuenta de que le quedaban otros diez en aguas cada vez más frías. Al igual que cualquier atleta en una competición, Brunetti también había realizado un estudio previo de las marcas de su adversario. Patta era rápido en la salida y no tenía miramientos a la hora de obstruir el paso a sus rivales mientras él pudiera salirse con la suya, pero le faltaba fondo y solía perder fuelle en carreras de larga distancia. Desgraciadamente, por rezagado que se quedara, contaban con él para la ceremonia de entrega de premios, y no existía fuerza en el mundo capaz de impedir que llegara al podio en el preciso instante en que se iniciaba el reparto de medallas.

Saber esto le hacía ser precavido, pero ser precavido servía de muy poco cuando el adversario era el
vicequestore
Giuseppe Patta, el mejor regalo de Sicilia a las fuerzas del orden, conservado en su puesto de Venecia durante más de una década desafiando de manera pasmosa las reglas del juego que dictaban el traslado de altos oficiales de policía cada pocos años. La tenacidad de Patta en su puesto había tenido desconcertado a Brunetti, hasta que se percató de que los únicos policías trasladados sistemáticamente fuera de las ciudades donde luchaban contra la delincuencia eran los que lo hacían con éxito, especialmente si ponían en jaque a la Mafia. Lograr la detención de los capos de un clan de la Mafia en una gran ciudad garantizaba el traslado a algún recóndito lugar de Molise o Cerdeña, donde el robo de ganado o la embriaguez pública se consideraban delitos graves.

De ahí, tal vez, la longevidad profesional de Patta en Venecia, donde las pruebas, cada vez más numerosas, de infiltración mafiosa no conseguían incentivar los esfuerzos de Patta para combatirla. Los alcaldes se sucedían, todos ellos con la promesa de remediar los males que sus antecesores habían ignorado o fomentado. La ciudad se degradaba cada vez más, los hoteles proliferaban y los alquileres se incrementaban, cada pulgada disponible de acera se le arrendaba al que quería vender trastos inservibles en un puesto ambulante, y la ola de promesas para extirpar todos estos males se elevaba de nuevo, cada vez más alta. Y allí, imperturbable a una distancia segura tras la ola rompiente, estaba el
vicequestore
Giuseppe Patta, amigo de todos los políticos habidos y por haber, el rostro prácticamente permanente de las fuerzas del orden en la ciudad.

Sin embargo, Brunetti, un hombre tolerante y moderado, se había acostumbrado a enumerar las virtudes de su supervisor más que sus defectos, y por lo tanto reconocía que no había indicios de que Patta estuviera a sueldo de ninguna organización criminal; nunca había ordenado que se maltratara a un preso, y de vez en cuando incluso se rendía ante las pruebas irrefutables de la culpabilidad de algún sospechoso pudiente. De haber sido magistrado, Patta tendría fama de reflexivo, siempre dispuesto a sopesar la posición social del acusado. Brunetti solía pensar que, en general, éstos no eran defectos graves.

La
signorina
Elettra estaba sentada a su mesa en el antedespacho de su superior y sonrió a Brunetti cuando lo vio entrar.

—He pensado que debería dar parte al
vicequestore
—dijo él.

—Le alegrará la distracción —repuso ella con sobriedad—. Su hijo menor acaba de llamar para decir que ha suspendido un examen.

—¿El menos brillante? —inquirió Brunetti esforzándose por no calificar al muchacho de tonto, aunque lo fuera.

—¡Ay,
commissario
! Me obliga usted a establecer una distinción que no me compete —respondió ella con el semblante y la voz serios.

Hacía unos años, Roberto Patta había estado a punto de ser detenido en más de una ocasión, y se había salvado sólo gracias al cargo que ocupaba su padre. Su implicación en el tráfico de drogas terminó a primera hora de una mañana con un accidente de coche en el que su prometida resultó muerta, y entonces la intervención de su padre lo libró de realizar la prueba de alcoholemia y drogas hasta casi transcurridas veinticuatro horas, cuando los resultados dieron negativo. Según los rumores que circulaban por la
questura,
el fallecimiento de la novia pareció surtir efecto en el chico, porque dejó el alcohol y las drogas para dedicar sus energías limitadas a terminar la carrera y convertirse en contable.

Fue un intento fallido. Brunetti lo sabía, y Patta seguramente también; pero el muchacho seguía presentándose a los mismos exámenes año tras año; siempre suspendía y siempre se proponía estudiar más y volver a presentarse al año siguiente, probablemente sin plantearse que las oposiciones —en caso de obtener el título por intercesión divina— serían aún más difíciles. Varios agentes cuyos hijos estudiaban con él repetían las historias de sus denodados esfuerzos, y con los años el personal de la
questura
había pasado de considerarlo el hijo malcriado de un padre negligente al esforzado, aunque limitado, hijo de un padre devoto. El misterio —la paternidad siempre fue algo misterioso para Brunetti— era la devoción de Patta por sus dos hijos y su deseo de que triunfaran en la vida por méritos propios, una idea que había cuajado en él a raíz del accidente.

—¿Cuánto hace que ha hablado con él? —preguntó Brunetti.

—Aproximadamente una hora —respondió ella. Y luego añadió con voz indiferente—: Su padre estaba hablando por
telefonino,
así que me llamó a mí y me pidió que lo pusiera con él. —Frunció los labios resignada—. Me contó lo ocurrido. Estaba llorando.

—¿Cuántos años tiene ahora, lo sabe usted?

—Veintiséis, creo.

—Dios mío, a este paso nunca lo conseguirá, ¿no le parece?

Ella descartó esa posibilidad.

—No, a menos que alguien interceda por él ante el comité de examinadores.

—¿No lo hará él? —preguntó Brunetti señalando con la barbilla la puerta del despacho de Patta—. Ya lo hizo en el pasado.

—No volverá a hacerlo.

Pero ¿por qué?

—Vaya usted a saber. Aunque no le costaría demasiado. Es indudable que en la última década ha trabado amistad con las personas más indicadas.

—Tal vez no sepan de quién es hijo —sugirió Brunetti.

—Tal vez —contestó ella, nada convencida.

—Entonces ¿es cierto? —preguntó Brunetti, maravillado ante un padre que no quebrantaría la ley para ayudar a un hijo.

Brunetti atravesó el antedespacho para llamar a la puerta de Patta.


Avanti
!
—se oyó como respuesta, y Brunetti entró.

Patta parecía haber envejecido en un día. Aún conservaba su distinguida silueta masculina: fornido, de hombros anchos, con un rostro que pedía a gritos ser inmortalizado en bronce o en piedra. Pero aquella mañana presentaba unos tenues hoyos bajo los pómulos, algo que Brunetti nunca le había visto antes, y su tez parecía tirante y pulverulenta.

—Buenos días,
vicequestore
—dijo Brunetti acercándose a la mesa.

—¿Sí, qué pasa? —preguntó Patta, como si un camarero se hubiera aproximado a su mesa en plena conversación.

—Quería hablarle sobre el hombre que hallaron muerto esta mañana cerca del Giustinian, señor.

—¿El ahogado? —inquirió Patta.

—El informe puede prestarse a confusión, señor —observó Brunetti manteniéndose a cierta distancia de la mesa de Patta—. Había agua en los pulmones: eso pone en el informe de Rizzardi. Pero lo apuñalaron antes de arrojarlo al agua. Tres veces.

—Entonces ¿se trata de un asesinato? dijo Patta con voz totalmente monótona, una voz que denotaba comprensión pero que al mismo tiempo estaba desprovista de interés o curiosidad.

—Sí, señor.

—Será mejor que se siente, Brunetti —indicó Patta, como si de repente se hubiera percatado de que el hombre que tenía delante seguía en pie.

—Gracias, señor —respondió Brunetti. Tomó asiento con la precaución de no hacer ningún movimiento brusco hasta averiguar de qué humor estaba Patta.

—¿Por qué iba alguien a apuñalarlo y después arrojarlo al agua? —inquirió Patta, y Brunetti se cuidó mucho de responder que, si supiera el porqué, saldría corriendo a detener al asesino y les ahorraría a todos una gran cantidad de tiempo y esfuerzo.

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