Las puertas de atrás del coche fúnebre se cerraron: no fue un golpe, pero tampoco un sonido quedo. El motor se puso en marcha, dando la señal de arranque al cortejo rodado, y se alejó lentamente de la acera seguido por los coches de la familia y los pacientes del doctor Nava. Brunetti se fijó en que los automóviles eran casi todos de colores claros: grises, blancos y rojos. No había ni uno negro. Aunque en cierto modo aquello reconfortó a Brunetti, fue la imagen del loro verde desapareciendo calle abajo sobre el hombro de su dueño, que iba del brazo de una mujer, lo que le levantó el ánimo y disipó el menor rastro de fúnebre melancolía.