La palabra se hizo carne (34 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Torinese se puso en pie.

—¿Eso es todo? —preguntó. Miró a Brunetti y, al poco tiempo, el abogado asintió con un gesto que el comisario no supo descifrar.

—Si bajan con el inspector Vianello —dijo—, él les proporcionará la declaración en cuanto esté lista. Cuando la hayan firmado, podrán irse los dos.

Se arrastraron pies y sillas, pero allí nadie intercambió ni una palabra ni un apretón de manos. Torinese guardó su grabadora en el maletín. Los tres hombres abandonaron el despacho; Brunetti los acompañó hasta la puerta y cerró tras ellos, luego regresó a su escritorio y llamó a la
signorina
Elettra para que le comunicara a Patta que necesitaba una orden de detención para la
signorina
Giulia Borelli.

Por la tarde, Bocchese llamó a Brunetti para decirle que la brigada de investigación criminal se había pasado casi toda la mañana en el piso de Rio del Malpaga. No había indicios de nada sospechoso en el apartamento, que según Bocchese parecía la clase de lugar que se alquilaba a turistas por semanas; sin embargo, en la entrada de la planta baja, donde había una puerta de madera que daba al canal, hallaron restos de sangre, y dobles surcos en las algas de uno de los peldaños que descendían al agua. Sí, respondió el técnico, aquellas marcas podrían haberlas dejado los pies de un cuerpo al ser arrastrado escaleras abajo. En un surco estaban buscando el rastro de lo que podría ser cuero; ya había recuperado el mocasín del
dottor
Nava del lugar de los hechos y, si se hallaran restos de cuero que hubieran podido sobrevivir a la subida y bajada de las mareas, los examinaría para comprobar si las marcas del zapato y las del peldaño coincidían.

También estaban dragando el canal justo delante de la puerta, y un buzo iba de camino para echar un vistazo en las profundidades. ¿Algo más?

Brunetti le dio las gracias y colgó.

Ni por un instante se le ocurrió al comisario que ella trataría de escapar: puede que quisiera huir de las acciones legales, pero una mujer como ella jamás abandonaba sus propiedades. Tenía tres pisos, cuentas bancarias, probablemente más dinero escondido en algún otro lugar: una mujer dominada por la avaricia no se arriesgaría a perderlo todo o a perder el control sobre ello. ¿Adónde podía ir? No constaba que hablara otra lengua o tuviera pasaporte, así que no cabía la posibilidad de que pudiera escabullirse a algún otro país para empezar una nueva vida. Se quedaría y trataría de salirse con la suya, aunque eso significara tener que pagar los desmesurados honorarios de un abogado defensor. Brunetti no dudaba que intentaría implicar a Papetti en el asesinato. Pero el suegro de Papetti, para quien el delito sería un simple asesinato y ni de lejos una nefanda traición a su hija, no escatimaría en contratar la mejor defensa para su yerno.

Media hora después, cuando Brunetti aún permanecía de pie junto a la ventana, sonó el teléfono.

Era Bocchese.

—Hemos encontrado un
telefonino
en el último peldaño de la escalera,
commissario.
Debió de habérsele caído del bolsillo cuando se hundió en el agua. Cualquiera podría verlo a plena luz del día, ahí tirado.

«Pero no de noche», pensó Brunetti.

—¿Es el de Nava? —preguntó.

—Probablemente.

—¿Aún funciona?

—Claro que no. Cayó al agua: se habrá estropeado al instante —arguyó Bocchese.

—¿Puede recuperar la información que contiene para saber cuándo fue?

—No —respondió Bocchese borrando las esperanzas que Brunetti tenía de reconstruir una precisa cronología de los hechos ocurridos la noche en que asesinaron a Nava.

—Pero… —dijo Bocchese con una voz que al comisario casi le pareció coqueta.

—Pero ¿qué?

—Usted no está familiarizado con estos aparatos, ¿verdad? —inquirió Bocchese.

—¿Qué aparatos? —repuso Brunetti preguntándose qué posibilidad procedimental habría pasado por alto.

—Todos. —Bocchese no trató de ocultar su exasperación—. Ordenadores,
telefonini.
Todo.

Brunetti se negó a responder.

Con una voz de repente más servicial, Bocchese dijo:

—Entonces permítame que se lo explique. Si su teléfono estaba conectado a la red, y todos los teléfonos lo están, incluso el suyo, la conexión debió de interrumpirse a los tres minutos de sumergirse el teléfono en el agua. —Antes de que Brunetti pudiera sufrir la desilusión de haber estado tan cerca, Bocchese prosiguió—: Sin embargo, la red conservará los registros de todas las llamadas entrantes y salientes hasta ese momento. —Dejó que Brunetti lo pensara un instante y luego preguntó—: ¿Bastará con eso?

Brunetti cerró los ojos, súbitamente invadido de gratitud aunque no tenía idea de adónde dirigirla.

—Sí —contestó—. Gracias.

33

Al día siguiente de ser detenida Giulia Borelli por el asesinato del
dottor
Andrea Nava, cuyo
telefonino
había dejado de funcionar diez minutos antes de que la
signorina
Borelli llamara a Alessandro Papetti a la otra punta de Venecia, Vianello y Brunetti se acercaron en coche a Mestre para asistir al funeral del
dottor
Nava. Como había mucho tráfico, Brunetti y Vianello llegaron a la iglesia sólo unos minutos antes de que la ceremonia diera comienzo. El conductor desaceleró el coche hasta detenerlo a media manzana de allí, y los dos hombres se apearon, caminaron a paso ligero hasta la iglesia y subieron las escaleras apresuradamente, bajo la atenta mirada de los santos y los ángeles del pórtico. Tardaron un tiempo en adaptarse a la tenue claridad del templo; al frente, seis hombres de traje oscuro colocaban el féretro donde le correspondía, sobre unos caballetes de madera ante el altar.

Apuntaladas a ambos lados del ataúd había dos enormes coronas de flores rojas y blancas, cada una cruzada por una cinta púrpura con el nombre del donante y su respetuosa condolencia. Los peldaños que subían al altar estaban alfombrados con innumerables ramos de flores primaverales en todos los colores imaginables. Pocos parecían confeccionados por las manos cuidadosas de floristas profesionales; la mayoría eran sencillos ramos de flores silvestres como las que crecían al borde de la carretera, amén de tener cierto toque casero: los lazos no estaban bien atados y unas simples hierbas de campo servían como fondo de flores radiantes.

La iglesia estaba abarrotada y los dos policías tuvieron que acomodarse en el tercer pasillo de atrás. La gente que había allí se movió rápidamente a la derecha para hacerles un hueco y la anciana que estaba al lado de Brunetti sonrió y les dedicó un gesto de asentimiento cuando se colocaron a su lado.

El sacerdote salió de una puerta a la izquierda, con dos pequeñas acolitas y un monaguillo vestidos de blanco a la zaga. Él se dirigió al púlpito, se bajó las largas mangas blancas de la sobrepelliz y golpeteó el micrófono unas cuantas veces. El eco retumbó en la iglesia. El religioso era un hombre joven, con la barba larga y unas vetas grises en el pelo. Miró a todos los dolientes allí congregados, alzó las dos manos en señal de bienvenida o bendición y empezó:

—Queridos hermanos y queridas hermanas de Cristo, queridos amigos y compañeros: estamos hoy aquí reunidos para dar el último adiós a nuestro hermano Andrea, que para nosotros era mucho más que un amigo. Él era un médico y un servidor, alguien que nos consolaba cuando nos preocupaban nuestros amigos y que se dedicaba con amor y devoción a cuidar de ellos, y de nosotros, porque sabía que somos todos hijos del mismo Dios, que se complace en ver el amor que nos profesamos los unos a los otros. Andrea nos curaba a todos, nos sanaba a todos y nos ayudaba a todos, y cuando sus conocimientos no podían sanar a nuestros amigos, era él quien nos aconsejaba cuándo ayudarlos a emprender el último viaje, y el que siempre permanecía a nuestro lado para que ninguno de nosotros, ni de ellos, estuviera solo cuando tomara ese camino. Así como él nos ayudó a soportar entonces el dolor de la despedida, que nuestros amigos nos ayuden ahora a soportar la tristeza de su adiós.

Brunetti apartó la mirada del sacerdote y empezó a examinar los perfiles y las nucas de la gente que tenía delante. Mientras lo hacía y permitía a su mente alejarse de la voz sacerdotal, le sorprendió lo ruidosa que era aquella multitud. Normalmente una iglesia, independientemente de lo grande que fuera y de la cantidad de fieles que congregara, permanecía callada ante la presencia y la presentación de la muerte. Pero este rebaño era inquieto y hacía mucho ruido moviéndose nerviosamente en los bancos que ocupaba. En aquel recinto, el impaciente rasguñar y rascar de los ancianos se oía con demasiada claridad.

Y en algún rincón de la iglesia, uno de los dolientes debió de haber reprimido el llanto: los amortiguados gemidos resultaban inconfundibles. Desvió la mirada hacia la gente que había a su izquierda y vio que, más adelante, alguien parecía llevar un jersey echado al hombro. Sin embargo, al fijarse bien, Brunetti descubrió que era un loro gris, y entonces vio, cuatro pasillos más atrás, otro verde claro, algo más pequeño. Como si la atención de Brunetti hubiera captado la suya, el gris abrió el pico y dijo: «
Ciao, Laura
!», y luego repitió rápidamente:
«Ciao, ciao, ciao!»

El verde respondió al oír aquella voz:
«Dammi schei»,
casi como creyendo que los venecianos de allí lo entenderían, lo obedecerían y le darían dinero. Por asombrosas que a Brunetti le parecieran la presencia y las voces de aquellas aves, aún lo era más el hecho de que nadie entre aquella gran multitud lo encontrara extraño ni se girara a mirar a ninguno de los dos loros.

Oyó que otro ruido provenía de sus pies, y bajó la mirada para ver que la pata negra de un enorme perro se movía en el suelo y se quedaba inmóvil a escasos centímetros de su pie izquierdo. Al otro lado del pasillo, un beagle se subió al banco, apoyó las patas delanteras sobre el que tenía delante y se inclinó hacia el pasillo para mirar al frente.

Brunetti volvió a la voz del sacerdote, que ahora decía:

—… ejemplos del amor y la gracia de Dios, para darnos estos hermosos compañeros y enriquecer nuestras vidas con su afecto. Nosotros también nos enriquecemos con el cariño que les proporcionamos, porque ser capaz de amarlos es un gran regalo, como el cariño que ellos nos profesan es un regalo que viene de Dios, fuente de todo amor. Y así, antes de comenzar la ceremonia que ayudará a nuestro hermano Andrea a emprender el camino hacia Dios, intercambiemos el signo de la paz, no sólo entre nosotros, sino también con los pacientes que él cuidaba, que se han unido hoy a nosotros para rezar por el alma de nuestro hermano Andrea. Ellos también desean dar la última despedida al amigo que durante tanto tiempo y con tanta amabilidad cuidó de ellos.

El clérigo abandonó el púlpito y bajó del altar, con los acólitos detrás. Se inclinó para besar a una mujer en la primera fila y acarició la cabeza del gato que llevaba sobre el hombro. Luego se acuclilló para pasarle la mano por la oreja a un gran danés negro enorme, que se puso en pie al recibir la caricia del sacerdote, quedando la cabeza del perro ahora más alta que la suya. El sonido de su cola al golpear el lateral del banco resonó en la iglesia. El cura se incorporó y se dirigió al otro lado del pasillo, donde abrazó a la viuda de Nava y se agachó para besar la cara que Teo había levantado. Como atraído por la evidente necesidad del niño, el gran danés cruzó el pasillo y se inclinó hacia él, que pasó un brazo alrededor del hombro del animal y apoyó la cabeza sobre su cuello negro.

El sacerdote abrazó a unas cuantas personas más y acarició algunas orejas más antes de regresar al altar para empezar la misa. Fue una ceremonia solemne, donde sólo se oyó la voz del cura y el responso de la congregación: ni música ni cánticos. El loro verde permaneció en el hombro de su dueño mientras el hombre se acercaba al altar para recibir la comunión, y al sacerdote no pareció importarle lo más mínimo. Brunetti se unió a la recitación del padrenuestro y se alegró de estrecharle la mano a la anciana y a Vianello, al otro lado.

No hubo cánticos hasta que la misa tocó a su fin y el cura rodeó el ataúd balanceando el incensario, salpicando agua bendita del hisopo. De regreso en el altar, levantó la cabeza y miró a la galería del coro, para luego alzar una mano. Dada la señal, el órgano empezó a entonar una suave melodía que Brunetti ni reconoció ni halló nada lúgubre. El organista había tocado sólo unas pocas notas cuando, de la parte delantera de la iglesia, salió un sonido angustiado, un aullido tan afligido y lastimero como casi insoportable. Se elevó más alto que las notas del órgano, recordando al organista por qué estaban todos allí: no para escuchar música celestial, sino para expresar el tormento del luto.

Del mismo lugar salió la voz de un hombre, que decía con bastante brusquedad: «¡Artù, basta ya!», y entonces Brunetti, lo bastante alto para divisar la parte delantera de la iglesia, vio que un hombre atractivo de traje negro se agachaba y se incorporaba, con un perro salchicha dorado más atractivo si cabe, que, movido por el cariño, había tenido el coraje de expresar la pena que muchos de los allí presentes sentían por la pérdida de su amable y buen amigo.

El organista dejó de tocar, como aceptando que el perro había dado voz más clara a los sentimientos de los allí reunidos. El sacerdote, a quien la interrupción parecía haberle agradado, bajó otra vez del altar y rodeó el ataúd para colocarse delante. Los seis hombres de traje oscuro regresaron de los lugares que ocupaban al fondo de la iglesia y cargaron el féretro sobre sus hombros. Siguiendo al cura en solemne silencio, se llevaron al muy amado hermano Andrea tras la última visita a los pacientes que lo habían estimado. Detrás iban ancianas con sus gatos enjaulados, el joven de la clínica veterinaria con el conejo de una sola oreja en los brazos, el gran danés y Teo al lado abrazado a él, el perro al que Brunetti reconoció como Artù.

En el exterior, la gente se apiñaba en las escaleras, con los animales en brazos o atados con correa, mientras los hombres bajaban el féretro y lo introducían en la parte de atrás de un coche fúnebre que estaba esperando. La
signora
Doni y Teo hicieron un alto ante la puerta del coche remoloneando hasta que un hombre alto llegó y enganchó una correa al collar del gran danés.

Teo besó al perro en la cabeza y se subió al coche. Su madre lo siguió al interior. Otras personas se metieron en coches que Brunetti, con las prisas por llegar, no había visto allí aparcados. El beagle salió de la iglesia y, al pie de la escalera, se plantó justo delante de Artù: se encararon el uno al otro, con las colas erguidas y los cuerpos tensos. Pero entonces, como conscientes de la situación en que se encontraban, ninguno ladró; se conformaron con olfatearse mutuamente y luego se sentaron, hombro con hombro, en amor y compañía.

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