—¿Qué más le contó Bianchi?
—Que ella lo había intentado con Papetti y él casi se meó en los pantalones por el miedo que tenía.
—¿Miedo de ella? —preguntó Brunetti, pese a conocer ya la respuesta.
—No, por supuesto que no. De su suegro. Si alguna vez le pusiera los cuernos a su esposa, él se encargaría personalmente de que nunca más volviera a hacerlo. —Entonces Meucci, reflexivo y comunicativo, agregó—: Después de todo, el viejo ha hecho la vista gorda ante la manera en que Papetti ha exprimido la empresa durante años, aunque es obvio que sólo mira por su hija. Ella está enamorada de Papetti, por eso De Rivera le da rienda suelta. Y supongo que a él le sale rentable.
Brunetti no hizo ningún comentario al respecto, sino que preguntó:
—¿Por qué perder el tiempo con Nava?
—Por lo de siempre. Ella quería que certificara los animales para sacar tajada de los ganaderos. Hizo lo mismo con mi amigo.
—Y con usted —le recordó Brunetti.
Meucci no contestó.
—Pero ¿no con Nava? —preguntó el comisario.
Aquella idea devolvió el buen humor a Meucci, que dijo:
—No, con Nava no. Bianchi me contó que ella era como una hiena. Se lo follaba, e incluso le explicó a Bianchi cómo era en la cama: nada del otro mundo. Y además no hacía lo que le pedía. De modo que lo amenazó con contárselo a su esposa. Pero no funcionó: él le dijo que ya podía contárselo, que él no cedería; dijo que no podía hacerlo, ¿se lo imagina usted?
—¿Cuándo lo amenazó con contárselo a su esposa?
Meucci cerró los ojos para pensar. Al abrirlos, dijo:
—No lo recuerdo exactamente; al menos, hará un par de meses. —En vista de que Brunetti intentaba calcular el tiempo, añadió—: Le contó a Bianchi que le había llevado casi dos meses conseguir que él se la follara, así que debió de ser entonces cuando le pidió que certificara los animales.
Brunetti decidió cambiar de enfoque.
—Los animales que traen, es decir, los enfermos, ¿por qué quería la
signorina
Borelli que usted los declarara sanos?
Meucci lo miró sorprendido.
—Se lo acabo de decir —protestó—. ¿No lo capta?
—Preferiría que usted mismo me lo explicara otra vez,
signor
Meucci —repuso un impávido Brunetti, consciente del uso que en un futuro podría tener la grabación.
Con un pequeño resoplido de incredulidad, o desdén, Meucci explicó:
—Le pagan, claro está. Ella y Papetti se embolsan una parte de lo que perciben por los animales que declaran sanos. Y como ella trabaja allí, sabe exactamente de cuánto se trata. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, prosiguió—: Yo no tengo ni idea, pero por lo que he oído decir, calculo que sacan una tajada de un veinticinco por ciento. Piénselo. Si declaran al animal no apto para consumo humano, los propietarios pierden todo lo que les habría reportado, y encima tienen que pagar por eliminarlo y deshacerse de él. —Meucci adoptó una expresión que tal vez a él le pareciera que expresaba virtud, y dijo—: Bien mirado, es un precio justo.
Tras una pausa reflexiva, Brunetti observó:
—Sin duda. —Y añadió—: No lo había pensado así.
—Pues quizá debiera —repuso Meucci con el tono de voz de quien siempre tiene la última palabra.
El comisario descolgó el teléfono y marcó el número de
telefonino
de Pucetti.
Cuando el joven agente respondió, Brunetti dijo:
—Suba un momento, ¿quiere? Me gustaría que se llevara al testigo abajo mientras el taquígrafo registra su declaración. Cuando esté lista, que la lea y la firme, ¿de acuerdo? Usted y Foa pueden dar fe.
—Foa no está aquí, señor. Su turno terminó hace una hora y se ha marchado a casa. Pero me ha dado la lista —comentó Pucetti.
—¿Qué lista? —hubo de preguntar Brunetti, aún perdido en el mundo animal.
—Las direcciones de las casas que hay en el canal, señor. Eso dijo.
—Sí, bien —asintió Brunetti al recordarlo—. Tráigamela cuando suba, ¿quiere?
—Por supuesto,
commissario
—contestó Pucetti, y colgó.
Cuando Pucetti se fue, llevándose consigo a Meucci, Brunetti resistió el impulso de abrir la lista de Foa de inmediato. Mejor empezar a leer con atención la carpeta de documentos que la
signorina
Elettra había recopilado sobre la
signorina
Borelli. Cuatro años en Tekknomed, empresa que abandonó de repente y en sospechosas circunstancias, sólo para ocupar un puesto mucho mejor pagado como ayudante del hijo del abogado de Tekknomed. Aunque rechazaba compartir el mismo prejuicio que Patta y sólo se lo confesaría a Paola si lo torturaran metiéndole astillas de bambú bajo las uñas, Brunetti pensaba que el matadero era un lugar de trabajo impropio para una mujer, especialmente para una tan atractiva como ella. Siendo éste el caso, había que considerar qué incentivo podría haberla llevado hasta allí.
Brunetti pasó una página y examinó la información relativa a las fincas urbanas que tenía en propiedad. Ni su sueldo en Tekknomed ni el del matadero le habrían permitido comprarse una, así que no digamos tres. El piso en el centro de Mestre medía cien metros cuadrados; los dos pisos de Venecia eran algo más pequeños, pero alquilados a turistas y bien administrados, podrían reportarle unos cuantos miles de euros al mes. Siempre que estos ingresos por arrendamiento no se declararan a la administración tributaria, la suma total igualaría su salario en el
macello,
lo cual no estaba nada mal para una treintañera. A esto habría que añadir las cantidades que ganaba —por mucho que el uso de este verbo incomodara a Brunetti— gracias a los ganaderos que llevaban animales enfermos al matadero.
Su mente retrocedió unos años hasta el escándalo que se había desatado en Alemania a raíz de unos huevos con dioxinas procedentes de la contaminación deliberada de pienso para ganado. Y entonces recordó una cena con invitados celebrada poco después en que la anfitriona, una de esas mujeres de la alta sociedad que cada año que pasa se vuelven más ingenuas, había preguntado cómo la gente podía hacer algo así. Con una considerable dosis de autocontrol, Brunetti se había abstenido de gritarle desde la otra punta de la mesa: «¡Avaricia, so tonta! ¡Avaricia!»
Brunetti siempre había dado por sentado que mucha gente actuaba movida por la avaricia. La lujuria o los celos podían llevar a alguien a cometer impulsivos actos de violencia, pero para explicar la mayoría de los delitos, sobre todo los que se cometían a lo largo del tiempo, la avaricia era una apuesta segura.
Dejó la carpeta a un lado y tomó la lista que Pucetti le había entregado con los nombres de los propietarios de las casas a ambos lados de Rio del Malpaga, correspondientes a las puertas de acceso al canal que él había visto. Brunetti imaginó que la investigación de esos nombres requeriría horas de paciente búsqueda entre los caóticos registros del Ufficio Catasto.
Repasó la primera página de arriba abajo sin saber muy bien qué buscaba ni si buscaba algo. Hacia la mitad de la segunda página, se detuvo en el nombre de «Borelli». El vello de la nuca se le erizó cuando un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Posó los papeles muy suavemente y se entretuvo alineándolos con el reborde frontal de la mesa. Satisfecho por el resultado, fijó la mirada en la pared de enfrente y fue probando las piezas del rompecabezas, encajándolas en diferentes escenarios, dejando algunas sueltas o cambiándolas de lugar.
Descolgó el teléfono y marcó el número anotado en la carpeta que tenía sobre la mesa. Ella respondió al tercer tono.
—Borelli. —Directa, sin rodeos, como un hombre.
—
Signorina
Borelli —dijo él—, soy el
commissario
Brunetti.
—Ah,
commissario,
espero que lo vieran todo —contestó con una voz desprovista de matices o significados ocultos.
—Sí. Estuvimos un buen rato —confirmó Brunetti—. Pero yo no estoy seguro de haber visto todo lo que ocurre allí.
Eso la indujo a hacer una pausa, pero al cabo de un momento articuló:
—Yo tampoco estoy segura de comprender qué insinúa usted,
commissario.
—Insinúo que aún no estamos al corriente de todo lo que ocurre en el matadero,
signorina.
—¡Oh! —fue todo cuanto ella dijo.
—Me gustaría que viniera usted a la
questura
a hablar de ello.
—Estoy muy ocupada.
—Seguro que puede hacer un hueco en su agenda para venir a hablar conmigo —aventuró Brunetti con voz serena.
—Pues no creo que pueda,
signore
—insistió ella.
—Todo esto podría ser más sencillo —sugirió Brunetti.
—¿Más sencillo que qué?
—Que pedirle al juez una orden de detención y tener que traerla aquí a la fuerza.
—¿A la fuerza,
commissario
? —preguntó ella con lo que intentó que pareciera una risa coqueta.
—A la fuerza. —Nada de coqueteos. Nada de risas.
Tras una pausa lo bastante larga para permitirle a Brunetti añadir algo más si así lo hubiera deseado, ella dijo por fin:
—Su tono de voz hace que me plantee llevar conmigo a un abogado.
—Como usted desee —respondió Brunetti.
—Ay, Dios mío, ¿tan serio es todo eso? —dijo ella, aunque sin un ápice de ironía, por lo que la pregunta cayó de plano.
Brunetti ya sabía qué diría y qué haría ella. Avaricia. Irreflexiva y atávica avaricia. Calcular lo que le costaría un abogado. Si pudiera salir sola de ésta, no necesitaría un abogado, ¿verdad? Entonces ¿por qué pagarle a uno para que la acompañara? Sin duda, era más astuta que algunos policías oportunistas.
—¿Cuándo quiere que vaya a verlo? —preguntó ella con repentina docilidad.
—Tan pronto como pueda,
signorina
—contestó Brunetti.
—Podría pasarme después de comer —convino ella—. ¿Hacia las cuatro?
—Estupendo —respondió el comisario, cuidándose de darle las gracias—. Aquí estaré.
Bajó de inmediato al despacho de Patta y le habló del piso que la
signorina
Borelli tenía en el mismo canal donde había sido hallado el cadáver. Al recordar el zapato que faltaba y los arañazos en el talón de Nava, Brunetti dijo:
—Tal vez los agentes de la policía científica quieran ir a echar un vistazo al lugar.
—Por supuesto, faltaría más —observó Patta, como si él mismo estuviera a punto de sugerirlo.
Brunetti se excusó y regresó a su despacho, dejando que su superior se encargara de solicitar la orden del juez.
Cuando el agente de la entrada principal llamó a Brunetti a las cuatro menos diez para decirle que tenía visita, Brunetti le comunicó que Vianello bajaría a recibirla, habiéndolo dispuesto así para asegurarse de que el inspector estuviera presente durante el interrogatorio.
Brunetti alzó la mirada cuando los vio esperando a la puerta: el hombre alto y la mujer pequeña. Aquello le daba que pensar, le había dado que pensar desde la primera vez que lo había asaltado aquella sospecha. Había echado otro vistazo al informe de Rizzardi, donde ponía que había agujeros en la camisa de Nava y restos de fibras de algodón en las heridas. Así que no había sido una pelea de amantes, o al menos no de las que se producían en la cama. La trayectoria de las heridas —aunque Brunetti dudaba de que ésa fuera la palabra correcta— había sido ascendente, por lo que la persona que estaba en pie detrás de él probablemente fuera de menor estatura.
La fuerza de la costumbre hizo que Brunetti se levantara. Dio las buenas tardes y les hizo señas para que tomaran asiento frente a él; Vianello esperó a que ella se sentara en una silla para ocupar él la otra y sacar su libreta. Ella miró la grabadora, luego al comisario.
Brunetti puso el mecanismo en marcha y dijo:
—Gracias por venir,
signorina
Borelli.
—No me ha dejado usted otra opción, ¿verdad,
commissario
? —preguntó ella, con un tono a medio camino entre la ira y el buen humor.
Brunetti desoyó tanto el tono de voz como la idea de que aquella mujer pudiera tener sentido del humor, y repuso:
—Le comenté qué otras opciones tenía,
signorina.
—¿Y cree que he elegido la correcta? —inquirió ella, casi como si no pudiera romper el hábito de flirtear.
—Ya lo veremos —respondió Brunetti.
Vianello se cruzó de piernas y pasó ruidosamente las hojas de su libreta.
—¿Podría decirme dónde estaba usted la noche del domingo?
—Estaba en mi casa.
—¿Que se encuentra dónde,
signorina
?
—En Mestre, Via Mantovani, diecisiete.
—¿Había alguien con usted?
—No.
—¿Podría explicarme qué hizo aquella noche?
Ella miró a Brunetti y luego por la ventana, haciendo una pausa para que el recuerdo volviera a ella.
—Fui al cine. A una sesión de tarde.
—¿Qué película vio,
signorina
?
—
Città aperta
—respondió ella—. Formaba parte de una retrospectiva de Rossellini.
—¿La acompañó alguien? —inquirió el comisario.
—Sí. Maria Costantini. Vive en el edificio de al lado.
—¿Y después de eso?
—Regresé a casa.
—¿Con la
signora
Costantini?
—No. Maria se fue a cenar con su hermana; yo volví sola a casa. Comí algo, luego vi la televisión y me acosté pronto. Ya se lo dije, tenía que estar temprano en el trabajo: a las seis.
—¿Recibió alguna llamada aquella noche?
Ella hizo una pausa para pensarlo, y contestó:
—No, no que yo recuerde.
—¿Podría darme una idea de cuáles son sus funciones en el
macello
de Preganziol? —preguntó Brunetti, como si ya hubiera oído bastante sobre sus actividades del domingo por la noche.
—Soy la ayudante del
dottor
Papetti.
—¿Y sus funciones,
signorina
?
Vianello llenó el despacho con el sonido de una hoja al pasar.
—Organizo el horario de los operarios, tanto de los matarifes como del personal de limpieza; llevo cuenta de los animales que traen al
macello,
de la cantidad total de carne que se produce cada día; mantengo a los ganaderos al corriente de las directrices que aprueban en Bruselas.
—¿Qué clase de directrices? —interrumpió Brunetti.
—Métodos de sacrificio, cómo hay que traer a los animales al
macello,
dónde y cómo hay que alojarlos si tienen que esperar un día o más antes del sacrificio. —Ella lo miró y ladeó la cabeza como preguntándole si debía continuar.