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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (28 page)

—El predecesor de Nava.

—¿Qué tiene esa tal Borelli, atracción por los veterinarios?

Brunetti tuvo la tentación de esbozar una sonrisa al oír formular a Patta aquella interesantísima pregunta de manera tan irreflexiva.

—No tengo ni idea, señor. Mi curiosidad es general.

—¿General? —repitió Patta lentamente—. ¿Qué quiere decir?

—Quiero decir, señor, que aún no tengo una idea clara de cómo estas personas están interrelacionadas o de qué las mantiene unidas. Pero algo hay, porque nadie suelta prenda. —Luego, hablando más para sus adentros que para Patta, Brunetti dijo—: Sólo necesito la clave.

Patta apoyó las palmas de las manos firmemente sobre la mesa.

—Está bien, tráigala y a ver qué tiene que decir. Pero recuerde que quiero estar al corriente de lo que descubra sobre Papetti antes de actuar.

—Por supuesto,
vicequestore
—repuso Brunetti, y se retiró al antedespacho, donde vio el rostro de la
signorina
Elettra elevándose tras la pantalla del ordenador.

—He accedido a los archivos de la Unidad Local Socio-Sanitaria en Treviso, señor, porque comparten registros con el matadero —observó ella—. Era más fácil que intentar entrar directamente en los del
macello.
—Con aire pensativo, añadió—: Además, en el improbable caso de que haya dejado huellas de mi presencia, siempre es mejor dejarlas en una institución del gobierno que en un negocio privado.

Sin querer ofender a la
signorina
Elettra, que tal vez esperaba que él le preguntara por el uso que ella hacía de «accedido» o «siempre», quizá hasta de «improbable caso», Brunetti se limitó a componer un indulgente «Usted dirá».

—He retrocedido cuatro años, señor, y para facilitar la lectura de los datos, los he dispuesto en una gráfica. —Su cabeza señaló la pantalla.

Movió el ratón, pinchó una, dos veces, y una gráfica lineal apareció en pantalla con «Preganziol» escrito encima. Los meses del año se enumeraban en la parte superior; el lateral contenía cifras ascendentes de 0 a 100.

La línea partía del número tres en enero de hacía cuatro años, zigzagueaba hasta cuatro al mes siguiente y volvía a tres al siguiente. Este patrón se repetía durante los dos primeros años. Al tercer año la línea seguía la misma ascensión errática hasta cinco antes de caer en picado a tres, donde permanecía hasta noviembre, mes en que crecía como la espuma hasta ocho y subía a un ritmo constante, para terminar en doce. El cuarto año arrancaba en enero y alcanzaba el trece, se mantenía allí un mes, y en marzo pasaba a catorce. Fin de la gráfica.

—Sea lo que quiera que ese número indique —dijo Brunetti—, aumentó de manera repentina cuando Nava empezó a trabajar en el
macello,
y siguió haciéndolo… —Se inclinó hacia delante y dio golpecitos al final de la línea—… hasta el mes anterior a su muerte.

La
signorina
Elettra hizo retroceder el texto para que Brunetti leyera el encabezamiento: «Porcentaje de animales rechazados por la autoridad competente como no aptos para el sacrificio.»

«No aptos para el sacrificio», que probablemente significaba «no aptos para consumo humano». Así que era eso. El perro cobarde había desafiado a los ladrones, pero ni él había podido revolverse contra ellos para salvar a nadie ni la familia con la que vivía había podido acogerlo y darle cariño otra vez, aunque siguiera siendo bastante cobarde.

—Así que sólo estaba realizando su trabajo —observó Brunetti. Y luego agregó, para confusión de la
signorina
Elettra—: Como el perro. —Pero enseguida dijo algo que ella comprendió gracias a la gráfica—: No como su predecesor.

—A no ser que el día en que Nava entró a trabajar allí volviéramos al Éxodo, y las plagas se desataran sobre la Tierra y la pestilencia azotara los rebaños —sugirió ella.

—Lo cual es poco probable —comentó Brunetti. Después preguntó—: ¿Alguna novedad sobre la
signorina
Borelli?

—Aparte de la lista de propiedades, he encontrado cierta información sobre sus inversiones y sus cuentas bancarias.

—¿En plural?

—Una aquí en la ciudad, otra en Mestre donde tiene domiciliada su nómina, y otra en el sistema bancario postal. —Sonrió y añadió, con desdén mal disimulado—: La gente parece creer que a nadie se le ocurriría mirar ahí.

—¿Y qué más? —preguntó él, tan familiarizado con su estilo que sabía que aún quedaban regalos por abrir.

—Meucci. No sólo ha realizado tres llamadas telefónicas al
telefonino
de la
signorina
Borelli en los dos últimos días, sino que además resulta que no es veterinario.

—¿Qué?

—Pasó cuatro años en Padua, hizo muchos de los exámenes y los aprobó, pero al parecer no se presentó a los cuatro últimos, y no consta que se haya licenciado en la universidad o que haya superado ni siquiera se haya presentado a unas oposiciones.

Brunetti estaba a punto de preguntar cómo podía ser que un departamento provincial de sanidad le hubiera dado trabajo como veterinario en un matadero o cómo había podido abrir él una consulta privada, pero se calló a tiempo. No pasaban muchas semanas sin que saliera a la luz algún médico o dentista falso; ¿por qué iba la especie del paciente a hacer que el fraude resultara menos probable?

Se decidió al instante.

—Llame a su consulta y averigüe si está allí; pregunte si puede llevarle su gato o algo por el estilo, sólo para asegurarse. Si está, envíe a Foa y Pucetti para que lo inviten a venir y hablar conmigo.

—Será un placer, señor —dijo ella. Y agregó—: ¿Por qué no echa un vistazo a los documentos sobre la
signorina
Borelli?

Brunetti se llevó la carpeta con la intención de irse a su despacho a repasar todos los papeles; pero en vez de eso bajó a la oficina de los agentes para darles a Foa y Pucetti instrucciones más detalladas, como que Pucetti tuviera la cautela de dirigirse a Meucci como
«signore»
y no como
«dottore».
Hecho esto, aún con la carpeta a cuestas, bajó al bar en Ponte dei Greci y se tomó un café y dos
tramezzini.

De regreso en su despacho, llamó a Paola y le preguntó qué había de cena. Para complacerla, se interesó por cómo se sentía habiendo orquestado la no renovación del contrato de su colega.

—Como Lucrezia Borgia —contestó ella, y rompió a reír.

Brunetti pasó un rato buscando una grabadora, que encontró en el fondo del último cajón. Comprobó que funcionaba y la colocó bien a la vista sobre su escritorio, más cerca del lado opuesto al que él ocupaba. Entonces abrió la carpeta y empezó a leer, pero sólo había llegado hasta los precios pagados por el piso de la
signorina
Borelli en Mestre y por el primero de los de Venecia cuando oyó que llamaban a la puerta.

Al levantar la mirada, vio a Pucetti y, junto a él, a un desinflado Meucci. Si fuera un neumático, cualquiera diría que había perdido parte del aire; el efecto era más acusado en su rostro, donde los ojos parecían haberse agrandado. Las mejillas se habían hundido y colgaban fofas sobre la boca pequeña. Menos carne presionaba el muro de contención de su cuello.

Su cuerpo también parecía más pequeño, aunque eso debía de ser por la chaqueta oscura de lana que reemplazaba a su voluminosa bata de laboratorio.

Pucetti esperó fuera mientras Meucci entraba. Luego la puerta se cerró; sólo se escuchaban los pasos del agente mientras se retiraba.

—Adelante,
signor
Meucci —dijo Brunetti fríamente. Se inclinó sobre el escritorio y puso en marcha la grabadora.

El hombre avanzó lentamente, con el andar tímido de una joven gacela obligada a adentrarse en la hierba alta. Se aproximó a la mesa de Brunetti, moviendo los ojos en torno al despacho en busca del peligro que sabía que acechaba. Se fue sentando poco a poco en una silla. Brunetti creyó que el ruido que había oído era un suspiro, pero entonces se percató de que era la ropa de Meucci apretujada por la carne al restregarse contra los laterales y el respaldo de la silla.

Brunetti observó sus manos, ancladas a los brazos de la silla. Los dedos manchados quedaban escondidos debajo, así que parecían manos normales, sólo que hinchadas de gordura.


Signor
Meucci, ¿cómo consiguió usted trabajo en el
macello
? —preguntó Brunetti. Ni saludo ni cortesía, sólo una simple pregunta.

Brunetti vio que Meucci sopesaba las diversas posibilidades que se abrían ante él, y por fin el hombre grueso dijo:

—Anunciaron la vacante y yo solicité la plaza.

—¿Le pidieron que entregara documentos comprobantes con su solicitud,
signore
? —inquirió Brunetti, poniendo especial acento en la última palabra.

—Sí —respondió Meucci.

El hecho de que no contestara con un indignante «por supuesto» le dijo a Brunetti que no tendría problemas con aquel interrogatorio. Meucci era un hombre derrotado que sólo quería minimizar el daño que iba a sufrir.

—¿Y la ausencia de documentación que demostrase que usted fuera doctor en medicina veterinaria no obstaculizó su solicitud de empleo? —preguntó Brunetti con displicencia.

Meucci se llevó la mano derecha al bolsillo de la chaqueta, y la deslizó al interior buscando consuelo en el tacto de su cajetilla de cigarrillos. Negó con la cabeza.

—Tiene que hablar,
signore.
Sus respuestas han de ser audibles para que el taquígrafo pueda registrarlas.

—No —dijo Meucci.

—¿Cómo es posible,
signore
?

Mientras Brunetti observaba a Meucci, lo embargó la extraña sensación de que el hombre se estaba derritiendo. Se había ido escurriendo en la silla, aunque no había realizado ningún movimiento que sugiriera un cambio de postura en su asiento. La boca parecía habérsele empequeñecido antes de responder el monosílabo anterior, y la chaqueta le colgaba floja de los hombros.

—¿Cómo es posible,
signore
?

Brunetti oyó el crujido cuando la mano de Meucci se cerró sobre la cajetilla de cigarrillos.

—Nadie me ha enseñado ningún documento. Yo no he firmado nada que dijera que usted podía hacerme estas preguntas. —Algo parecido a la ira se captaba en la voz de Meucci.

Brunetti soltó una sonrisa comprensiva.

—Desde luego,
signor
Meucci. Lo entiendo. Ha venido usted aquí por su propio pie, para ayudar a la policía en sus investigaciones. —Brunetti se acercó la grabadora—. Es usted libre de marcharse cuando quiera. —Paró la cinta.

Con los ojos clavados en la grabadora, Meucci preguntó después de evaporada la ira:

—¿Qué pasa si lo hago? —Sólo estaba formulando una pregunta, Meucci no estaba exigiendo nada. Los hombres perdidos no tenían exigencias que hacer.

—Pues que no nos quedará más remedio que informar a la policía de Mestre y a la Unidad Local Socio-Sanitaria y, por añadidura, a la Guardia di Finanza, por si usted no se ha molestado en declarar los impuestos de lo que podría ser una práctica ilegal, dada su ausencia de colegiación para ejercer como veterinario.

Brunetti empujó su silla hacia atrás y se cruzó de piernas. Aquel día no estaba especialmente inspirado, así que no hizo el papel de recostarse, entrelazar los dedos detrás de la cabeza y mirar al techo.

—Déjeme ver cómo lo interpretarían mis colegas. Para empezar, usurpación de una plaza pública. —Luego, al ver que Meucci abría la boca para protestar, añadió—: Usted ejerce en el
macello
como funcionario público,
signore,
lo sepa o no. —Observó que Meucci suscribía la veracidad de aquello.

—Veamos qué más tenemos, ¿le parece? Ejercicio ilegal de una profesión. Fraude. Obtener dinero mediante el engaño. —Brunetti permitió que una amenazadora sonrisa asomara a su rostro—. Si ha extendido usted una receta a alguno de sus pacientes, estaríamos hablando de compra ilegal de medicamentos; y si alguna vez ha puesto una inyección a un animal y le han pagado por ello, podría acusársele de venta y administración ilícitas de fármacos.

—Pero son animales —alegó Meucci.

—Ya lo creo que lo son,
signor
Meucci. Así su abogado tendrá un fascinante argumento que presentar en su juicio.

—¿Juicio? —preguntó Meucci.

—Bueno, es muy probable que se llegue a eso, ¿no cree? Lo detendrán, por descontado, y cerrarán su consulta, y me imagino que sus clientes, por no mencionar la dirección del
macello,
lo demandarán para que les devuelva el dinero que les sustrajo usted de manera ilegal.

—Pero ellos lo sabían —se quejó Meucci.

—¿Sus clientes? —preguntó Brunetti con fingida sorpresa—. Entonces ¿por qué le llevaban a usted sus animales?

—No, no, ellos no. La gente del
macello.
Ellos lo sabían. Claro que lo sabían. Formaba todo parte del plan.

Brunetti se inclinó hacia delante y sostuvo la mano en alto.

—¿Pongo en marcha la grabadora antes de continuar con esta conversación,
signor
Meucci?

Meucci sacó la cajetilla de cigarrillos del bolsillo y la estrechó entre sus manos. Asintió.

Dispuesto a aceptar esta vez un gesto por respuesta, Brunetti encendió la grabadora y la deslizó hacia Meucci.

—Me acaba de decir que la gente del
macello
de Preganziol lo contrató a pesar de que no era usted veterinario. Es decir, lo emplearon como veterinario sabiendo que no estaba colegiado. ¿Es esto correcto,
signor
Meucci?

—Sí.

—¿Sabían que no estaba colegiado?

—Sí —dijo Meucci. Luego agregó con brusquedad—: Se lo acabo de decir. ¿Cuántas veces más tengo que repetírselo?

—Tantas como desee,
signor
Meucci —dijo Brunetti cordialmente— Repetirlo podría servir para recordarle que un hecho tan interesante requiere una explicación.

En vista de que Meucci guardaba silencio, Brunetti preguntó:

—Usted dijo que anunciaron la plaza vacante. ¿Podría decirme cómo se enteró de ese anuncio?

Brunetti sabía que se acercaba el momento en que la persona interrogada empezaba a sopesar el riesgo relativo que corría al decir pequeñas mentiras. Olvidar algo aquí, omitir un nombre allá, cambiar una fecha o un número, pasar por alto una reunión como algo insignificante.


Signor
Meucci —insistió el comisario—, me gustaría recordarle lo importante que es que nos lo cuente todo en detalle: los nombres de las personas y dónde y cuándo se reunieron, qué se dijo en sus conversaciones. Hasta donde su memoria se lo permita.

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