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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

La palabra se hizo carne (8 page)

Raffi se quedó callado con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en los nudillos, un gesto en el que su madre se veía reflejada. Brunetti echó un vistazo a Chiara y se fijó en que permanecía sentada con las manos juntas en el regazo: ¿cuánto tiempo les había llevado educarlos?

Paola regresó a la mesa, se sirvió y ocupó su lugar.


Buon appetito
—dijo empuñando el tenedor.

Normalmente, aquel mandato era el pistoletazo de salida para Raffi, que esprintaba en el primer plato con una velocidad sorprendente incluso para sus padres. Pero esta vez ignoró la comida y dijo:

—Nunca me lo contaste.

Brunetti, que tantas veces había repetido las batallitas de su abuelo para desinterés general de sus propios hijos, guardó silencio.

—Pues así es —se limitó a decir, y empezó a enrollar algunos tallarines con el tenedor.

—¿Combatió allí? —preguntó Raffi—. ¿En Alto Adige?

—Sí. Estuvo allí cuatro años. Combatió en todos los frentes salvo en uno, creo, porque cayó herido y lo enviaron a Vittorio Veneto a recuperarse.

—¿No lo enviaron a casa? —inquirió Chiara, sumándose a la conversación.

Brunetti negó con la cabeza.

—No enviaban a los heridos a casa para recuperarse.

—¿Por qué? —preguntó ella, con el tenedor en equilibrio sobre el plato.

—Porque sabían que no regresarían —respondió Brunetti.

—¿Por qué? —repitió ella.

—Porque morirían. —Antes de que Chiara pudiera decir que su bisabuelo no había muerto, porque estaban allí sentados a la mesa hablando de él, Brunetti explicó—: Muchos perecieron, cientos de miles, y sabían que las probabilidades que tenían de sobrevivir eran escasas.

—¿Cuántos dices que murieron? —preguntó Raffi.

Brunetti leía poca historia moderna, y cuando se trataba de historia italiana, solía leer traducciones de otras lenguas, porque confiaba poco en que las versiones ítalas no estuvieran influidas por filiaciones históricas o políticas.

—No estoy seguro de la cifra exacta, pero más de medio millón. —Dejó el tenedor en el plato y bebió un sorbo de vino, luego otro.

—¿Medio millón? —repitió Chiara, asombrada ante la cantidad. Después, como si no hubiera lugar a comentarios o preguntas, volvió a repetir—: Medio millón.

—De hecho, me parece que fueron más. Tal vez seiscientos mil, pero depende del autor. —Brunetti tomó otro sorbo, rellenó la copa y dijo—: Sin contar civiles, creo.

—Santo Cristo —susurró Raffi.

Paola lo fulminó con la mirada, pero todos sabían que aquel comentario lo había provocado el asombro, y no la blasfemia.

—Eso son doce Venecias —dijo Raffi con una vocecilla sorprendida.

Brunetti, en su afán de clarificar, incluso estadísticamente, señaló:

—Como sólo murieron jóvenes de edades comprendidas entre los dieciséis y los veinticinco años, es mucho más que eso. La guerra llegó a despoblar buena parte del Véneto en la siguiente generación. —Tras pensarlo un momento, añadió—: Que fue precisamente lo que pasó.

Entonces recordó que, cuando de niño oía hablar a su abuela paterna con sus amigas, uno de los temas recurrentes era la buena suerte que habían tenido al encontrar un hombre con el que casarse —fuera bueno o malo— en una época en que tantas otras no habían podido. Y pensó en los monumentos a la memoria de los caídos que había visto en el norte, cerca de Asiago y en la colina de Merano, donde se enumeraban los nombres de los «Héroes de la Nación», a menudo largas retahílas de hombres con el mismo apellido, todos muertos en la nieve y el barro, sus vidas perdidas para ganar un metro de tierra yerma al enemigo o para colgar una medalla en el pecho de un general.

—Cardona —dijo, nombrando al comandante supremo de aquella absurda campaña militar.

—A nosotros nos dijeron que era un héroe —soltó Raffi.

Brunetti cerró los ojos un momento.

—Al menos eso es lo que nos contaron en el
liceo,
que resistió el ataque del invasor austriaco.

Brunetti hizo un esfuerzo por reprimir el impulso de preguntar si esos mismos profesores elogiaban a las valientes tropas italianas que habían aplastado a los invasores libios y etíopes. Se conformó con decir simplemente:

—Italia declaró la guerra a Austria.

—¿Por qué? —exigió Raffi, como si no diera crédito a lo que acababa de oír.

—¿Por qué los países se declaran la guerra? —interrumpió Paola—. Para conquistar tierras, para apropiarse de recursos naturales, para conservar el poder.

Brunetti se preguntó en ese momento por qué se armaba tanto revuelo cuando los padres explicaban a sus hijos el mecanismo del sexo. ¿No era mucho más peligroso explicarles el mecanismo del poder? Entonces intervino:

—Te refieres a la guerra hostil, supongo. No a casos como el de Polonia, la última vez.

—Por supuesto que no —convino Paola—. O Bélgica, Holanda, Francia. Éstos fueron países invadidos que contraatacaron. —Luego, mirando a los chicos, dijo—: Y vuestro padre tiene razón: nosotros declaramos la guerra a Austria.

—Pero ¿por qué? —insistió Raffi.

—Lo que he leído siempre me ha hecho creer que fue para recuperar las tierras que los austriacos habían tomado, o habían recibido, en el pasado —respondió Paola.

—¿Y cómo sabes tú a quién pertenecían? —inquirió Chiara.

En vista de que los platos estaban vacíos —Raffi había dejado limpio el suyo durante alguna pausa relámpago en la conversación—, Paola pidió tiempo muerto con el gesto que utilizan los árbitros de fútbol.

—Quiero apelar a la indulgencia de los aquí presentes —dijo, mirando a cada uno a los ojos—. Me he pasado la mañana entera tratando de defender en vano la idea de que unos libros son mejores que otros, así que no puedo tolerar una segunda discusión, y menos sentados a esta mesa, hasta que termine de comer. Sugiero que cambiemos de tema a algo frívolo y estúpido como la liposucción o el
break dance.

Raffi empezó a protestar, pero Paola pronto lo atajó diciendo:

De segundo hay
calamari in umido
con guisantes, y
finocchio al forno
para Chiara; y de postre tenemos
crostata di fragole,
pero sólo para los que se sometan a mi voluntad.

Brunetti observó a Raffi, que consideraba sus opciones. Su madre siempre preparaba más
finocchio
del que una persona podía consumir, y aquélla era la mejor época del año para comer
fragole.

—Mi única dicha en este mundo —dijo recogiendo su plato y disponiéndose a llevarlo al fregadero— es vivir servilmente sometido a la voluntad de mis progenitores.

Paola se volvió hacia Brunetti:

—Guido, tú que has leído a todos esos romanos: ¿qué diosa fue la que engendró una serpiente?

—Me temo que ninguna.

—Entonces nos lo han dejado a los humanos.

10

Para lo que Brunetti consiguió avanzar aquella tarde, podría haberse quedado en casa el resto del día. A las cuatro descubrió que Foa había tenido que acompañar al
questore
y a una delegación parlamentaria a visitar el proyecto MOSE —ese sacacuartos que salvaría a la ciudad, o no, del
acqua alta
—, y luego a cenar en Pellestrina. «Por eso nunca hay nadie en Roma para votar», murmuró Brunetti para sus adentros cuando colgó el teléfono tras recibir la información. Sabía que también podía llamar a la Magistratura de las Aguas para preguntar por las mareas, pero él prefería consultar a Foa y mantener así en los límites de la
questura
cualquier dato preciso sobre la naturaleza de la investigación.

Habló brevemente con Patta, quien dijo haber realizado declaraciones a la prensa en ausencia del
questore
para asegurar, como de costumbre, que la policía esperaba realizar una detención en las próximas horas y que se estaban siguiendo varias pistas relacionadas con el caso. El último mes había sido letárgico —se habían cometido pocos crímenes importantes en la región—, así que la prensa, hambrienta, enseguida se abalanzaría sobre éste. Y qué novedoso les parecería a los lectores toparse con una víctima masculina para variar; desde primeros de año, aquélla había sido una temporada de mujeres: cada día había muerto una en Italia, generalmente a manos de su ex novio o ex marido que, según la prensa, era un asesino movido siempre por un
raptus di gelosia,
pretexto esgrimido luego como el principal pilar de la defensa. Si alguna vez Brunetti perdiera los estribos con Scarpa y le ocasionara un daño deliberado, sin duda alegaría
raptus di gelosia,
aunque no se le ocurría una sola razón para sentir celos del teniente.

Pucetti llamó pasadas las seis para decir que, pese a haber sufrido un percance técnico, acababa de aislar algunos fotogramas del vídeo y seguramente los tendría impresos al cabo de aproximadamente una hora. Brunetti le dijo que podía esperar a la mañana siguiente.

Resistió el impulso de llamar a la
signorina
Elettra para preguntarle cómo le había ido con su amigo de la Oficina de Sanidad. Estaba convencido de que en cuanto supiera algo se lo haría saber, aunque no por ello se sintiera menos impaciente.

Más calmado, Brunetti encendió su ordenador y tecleó
«mucche»,
preguntándose qué verían de malo Vianello y Elettra en aquellas pobres bestias. La familia del comisario era veneciana desde tiempo inmemorial y no contaba con un recuerdo atávico de ningún antepasado que tuviera una vaca en el granero detrás de casa, de manera que no había explicación posible para la simpatía que Brunetti les profesaba. Jamás había ordeñado una; que él recordara, nunca había hecho más que acariciar los morros de ganado manso a través de los cercados cuando iban a caminar por la montaña. A Paola, incluso más urbanita que él, reconocía que la asustaban, aunque Brunetti nunca llegó a comprender por qué. Para él, las vacas eran perfectas máquinas lecheras: la hierba entraba por un lado y la leche salía por el otro, así de simple.

Seleccionó un artículo al azar de los que aparecían en pantalla y empezó a leer. Al cabo de una hora, un Brunetti desconcertado apagó el ordenador, formó un chapitel con las palmas de las manos y presionó los labios contra él. Así que era eso, por eso su Chiara, intermitentemente vegetariana, se negaba con obstinación a comer carne de ternera, aunque alguna vez cediera ante la presencia de un buen pollo asado. Y Vianello y la
signorina
Elettra. Se preguntó cómo podía ser que él no supiera todo aquello. Sin duda, todo cuanto acababa de leer era de dominio público; para algunos, de conocimiento general básico.

Brunetti se consideraba un hombre culto, y sin embargo desconocía buena parte de aquel asunto. Sabía que la ganadería extensiva destruía la selva. También estaba familiarizado con las vacas locas y la fiebre aftosa, con sus idas y venidas, pero al parecer, no se habían ido del todo.

La ignorancia de Brunetti se disipó al leer el largo testimonio de un ranchero sudamericano que había asistido a un programa agropecuario implantado en una universidad de Estados Unidos. El hombre hablaba de animales que nacían enfermos, que se mantenían con vida sólo gracias a ingentes dosis de antibióticos, se reproducían con iguales dosis de hormonas y morían aún enfermos. Concluía el artículo afirmando que él nunca más comería ternera si no se trataba de una de sus propias reses y había supervisado él mismo su cría y sacrificio. A semejanza de Paola, que aquel día ya había tenido más que suficiente con tanto libro, Brunetti decidió de pronto que él también había leído demasiado sobre la carne de ternera. Poco antes de las siete, salió de su despacho, bajó las escaleras, dejó una nota a Foa preguntándole por las mareas, y abandonó la
questura;
se dirigió a casa por Campo Santa Maria Formosa, entonces desierto. Campo San Bortolo estaba más transitado, pero no tuvo problemas para atravesarlo, y tampoco había mucha gente en el puente.

Llegó a su piso aún vacío antes de las siete y media, se quitó la chaqueta y los zapatos, se fue directo al dormitorio para rescatar su ejemplar de las tragedias de Esquilo —sin saber muy bien qué fuerza lo había llevado a leerlas de nuevo— y se repantigó en el sofá del estudio de Paola, ansioso por enfrascarse en un libro que no contuviera ni un ápice de sentimentalismo —sólo auténtica miseria humana—, ansioso por contarle a Paola lo de las vacas.

Agamenón saludaba a su esposa tras una larga ausencia de más de una década diciéndole que el discurso de bienvenida que ella le dedicaba se había prolongado tanto como su propia ausencia, y a Brunetti había empezado a erizársele el vello de la nuca ante el desvarío del hombre, cuando oyó la llave de Paola en la cerradura de la puerta. ¿Qué haría ella —se preguntaba— si él la traicionara, la humillara y apareciera en casa con una amante? Sospechaba que menos de lo que había hecho Clitemnestra, y sin violencia física. Pero no le cabía la menor duda de que haría lo posible por destruirlo con palabras y con el poder de su familia, y estaba seguro de que eso le arruinaría la vida.

Oyó que dejaba algunas bolsas de la compra junto a la puerta. Al colgar la chaqueta, ella vería la de él. Brunetti la llamó por su nombre, y ella respondió que se reuniría con él en un minuto. Luego oyó el crujir de las bolsas de plástico y sus pasos alejándose hacia la cocina.

Sabía que ella no lo haría por celos, sino por el orgullo herido y cierta dosis de honor traicionado. Bastaría con una llamada telefónica de su suegro para trasladarlo discretamente a algún recóndito pueblo siciliano infestado de mafiosos. Ella borraría su rastro del piso en un día. Desaparecerían incluso sus libros. Y jamás volvería a pronunciar su nombre; tal vez con los chicos, que sabrían lo suficiente como para no mencionarlo ni preguntar por él. ¿Por qué le hacía tan feliz eso?

Paola llegó a su lado, con dos copas de
prosecco.
Había estado tan absorto pensando en su separación y en la venganza de su esposa que ni siquiera oyó el taponazo del corcho aunque, para Brunetti, éste fuera un sonido de belleza musical.

Ella le ofreció una copa y le dio palmaditas en la rodilla hasta que él levantó los pies para hacerle un hueco en el sofá. Brunetti tomó un sorbo.

—Esto es champaña —dijo.

—Lo sé —repuso ella, bebiendo también un sorbo—. Me merezco una recompensa.

—¿Por qué?

—Por aguantar a idiotas.

—¿Con gusto?

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