Rama II (14 page)

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Authors: Arthur C. Clarke y Gentry Lee

Tags: #Ciencia Ficción

Una mezcla de pánico y excitación hizo que Nicole abriera la puerta sin comprobar primero por el monitor quién estaba al otro lado. De pie a tres metros de la puerta, con sus sorprendentemente viejos ojos clavados en los de ella, había un hombre viejo y arrugado con el rostro pintado con franjas horizontales verdes y blancas. Llevaba el atuendo tribal verde brillante que le llegaba hasta los pies, parecido a una túnica, con una serie de ondulaciones doradas y una colección de dibujos lineales sin significado aparente.

—¡Omeh! —exclamó Nicole, sintiendo que su corazón amenazaba con saltar fuera de su pecho—. ¿Qué estás haciendo aquí? —añadió en senoufo.

El viejo negro no dijo nada. Sujetaba una piedra y un pequeño frasco de algún tipo, ambos en su mano derecha. Tras varios segundos penetró deliberadamente en la habitación. Nicole retrocedió al compás de cada uno de sus pasos. La mirada del hombre no se apartó ni un momento de ella. Cuando estuvieron en el centro de su habitación del hotel y a sólo tres o cuatro pasos de distancia, el viejo alzó la vista al lecho y empezó a cantar. Era una canción ritual senoufo, una bendición general y un conjunto de invocación usado por los chamanes de la tribu desde hacía centenares de años para alejar a los males espíritus.

Cuando hubo terminado su canto, el viejo Omeh miró de nuevo a su bisnieta y empezó a hablar muy lentamente.

—Ronata —dijo—, Omeh ha captado fuerte peligro en esta vida. Está escrito en las crónicas tribales que el hombre de tres siglos arrojará los demonios malignos de la mujer sin compañero. Pero Omeh no puede proteger a Ronata después que Ronata abandone el reino de Minowe. Toma —dijo, tomando su mano y colocando en ella la piedra y el frasco—, eso quedará con Ronata para siempre.

Nicole bajó los ojos hasta la piedra, un liso y pulido óvalo de unos veinte centímetros de largo por diez en cada una de las otras dimensiones. La piedra era en general de un blanco cremoso, con unas pocas y extrañas líneas amarronadas serpenteando por su superficie. El pequeño frasco verde no era mayor que una botella de viaje de perfume.

—El agua del Lago de la Sabiduría puede ayudar a Ronata —dijo Omeh—. Ronata sabrá el momento de beber. —Inclinó la cabeza hacia atrás y repitió ansiosamente el canto anterior, esta vez con los ojos cerrados. Nicole permaneció inmóvil junto a él en asombrado silencio, con la piedra y el frasco en su mano derecha. Cuando terminó de cantar, Omeh gritó tres palabras que Nicole no comprendió. Luego se dio vuelta bruscamente y se dirigió con rapidez hacia la puerta abierta. Sorprendida, Nicole corrió al pasillo justo a tiempo para ver su túnica verde desaparecer en el ascensor.

14 - Adiós Henry

Nicole y Geneviéve caminaban del brazo colina arriba bajo la ligera nevada.

—¿Viste la expresión del rostro de ese norteamericano cuando le dije quién eras? —rió Geneviéve. Estaba muy orgullosa de su madre.

Nicole cambió sus esquías y palos de uno al otro hombro mientras se acercaban al hotel.


Guten Abend
—murmuró un viejo que hubiera podido pasar muy bien por Santa Claus al cruzarse con ellas.

—Me gustaría que no fueras tan rápida en hablarle a la gente —dijo Nicole, sin desear realmente reñir a su hija—. A veces es muy agradable no ser reconocida.

Había un pequeño cobertizo para los esquíes junto a la entrada del hotel. Nicole y Geneviéve se detuvieron allí y colocaron los suyos en un armario con llave. Se cambiaron sus botas de esquí por unos suaves zapatos para nieve y volvieron a salir a la menguante luz. Madre e hija se detuvieron por un momento y miraron colina abajo hacia el pueblo de los Davos.

—¿Sabes? —dijo Nicole—, hubo un momento hoy, durante nuestra carrera hacia abajo por esa pista trasera hacia Klosters, que me resultó imposible creer que voy a ir realmente ahí fuera —hizo un gesto hacia el ciclo— dentro de menos de dos semanas, camino de una cita hacia una misteriosa nave espacial alienígena. A veces la mente humana rechaza la verdad.

—Quizá sólo sea un sueño —dijo alegremente su hija.

Nicole sonrió. Le encantaba el sentido del humor de Geneviéve. Cada vez que el acoso cotidiano del duro trabajo y los tediosos preparativos empezaban a abrumarla, sabía que siempre podía contar con la naturaleza alegre de su hija para elevar su humor. Las tres personas que vivían en Beauvois formaban un espléndido trío. Cada una de ellas era inmensamente dependiente de las otras dos. A Nicole no le gustaba pensar en cómo cien días de separación podían afectar su armoniosa concordancia.

—¿Te importa que esté lejos tanto tiempo? —preguntó a Geneviéve cuando entraron en el vestíbulo del hotel. Había un docena de personas sentadas en torno de un rugiente fuego en medio de la habitación. Un discreto pero eficiente camarero suizo servía bebidas calientes al grupo que acababa de regresar de esquiar. No había robots en un hotel Morosani, ni siquiera para el servicio de habitaciones.

—No lo creo —respondió su alegre hija—. Después de todo, podré hablar contigo casi cada noche por el videófono. El tiempo de espera en la comunicación lo hará aún más divertido. Casi como un desafío.

—Pasaron junto al mostrador de recepción, de estilo antiguo. —Además —añadió Geneviéve—, seré el centro de atención en la escuela durante toda la misión. El proyecto de mi clase ya está casi terminado; voy a esbozar un retrato psicológico de los ramanes basado en mis conversaciones contigo.

Nicole sonrió de nuevo y agitó la cabeza. El optimismo de Geneviéve siempre era contagioso. Era una lástima...

—Oh, Madame des Jardins —interrumpió una voz sus pensamientos. El director del hotel le estaba haciendo señas desde recepción. Nicole se volvió hacia él. —Hay un mensaje para usted. Me dijeron que se lo entregara personalmente.

Le tendió un pequeño sobre en blanco. Nicole lo abrió y tan sólo vio la más pequeña porción de una cimera en la tarjeta de su interior. Su corazón empezó a latir fuertemente cuando cerró de nuevo el sobre.

—¿De qué se trata, mamá? —preguntó Geneviéve—. Tiene que ser algo especial para que lo hayan entregado en mano. Nadie hace estas cosas hoy en día.

Nicole intentó ocultar sus sentimientos ante su hija.

—Es un memorándum secreto acerca de mi trabajo —dijo—. El hombre que lo entregó cometió un terrible error. Nunca hubiera debido dárselo a Herr Graf. Hubiera debido depositarlo sólo en mis manos.

—¿Más datos médicos confidenciales acerca del equipo? —preguntó Geneviéve. Ella y su madre habían hablado a menudo del delicado papel del oficial de ciencias vitales en una misión espacial importante.

Nicole asintió.

—Querida —le dijo a su hija—, ¿por qué no vas arriba y le dices a tu abuelo que estaré de vuelta dentro de unos minutos? No hay cambio de planes acerca de la cena a las siete y media. Leeré este mensaje ahora y veré si es necesaria una respuesta urgente.

Nicole besó a Geneviéve y aguardó hasta que su hija hubo entrado en el ascensor antes de volver a salir a la ligera nevada. Se detuvo bajo la luz de la calle y abrió el sobre con sus frías manos. Tuvo dificultad en controlar sus temblorosos dedos.
Estúpido
, pensó,
descuidado estúpido. Después de todo este tiempo. ¿Y si la niña hubiera visto...?

La cimera era la misma de aquella otra tarde, hacía quince años y medio, cuando Darren Higgins le había entregado la invitación a la cena fuera de la zona de la prensa olímpica. Nicole se sorprendió ante la intensidad de sus emociones. Se compuso y finalmente leyó la nota debajo de la cimera.

"Lamento el aviso de último minuto. Necesito verte mañana. Exactamente al mediodía. Cabaña de calentamiento número 8 del Weissfluhjoch. Ven sola. Henry."

A la mañana siguiente Nicole fue una de las primeras en la cola para el teleférico que conducía a los esquiadores hasta la cima del Weissfluhjoch. Subió al brillante huevo de cristal con otras veinte personas y se reclinó contra la ventanilla mientras la puerta se cerraba automáticamente.
Sólo lo he visto una vez en estos quince años, pensó, y sin embargo...

Mientras el teleférico subía, Nicole se puso los anteojos para la nieve. Era una mañana deslumbrante, no muy diferente de la mañana de enero de hacía siete años cuando su padre la llamó desde la villa. Habían tenido una sorprendente nevada en Beauvois la noche antes y, después de mucho suplicar, ella había permitido que Genevieve se quedara en casa en vez de ir a la escuela para poder jugar con la nieve. Nicole estaba trabajando en el hospital de Tours por aquel entonces, mientras aguardaba saber algo de su solicitud de ingreso en la Academia del Espacio.

Le estaba enseñando a su hija de siete años cómo hacer un ángel de nieve cuando Pierre llamó por segunda vez desde la casa.

—Nicole, Geneviéve, hay algo especial en nuestro correo —dijo—. Debe de haber llegado durante la noche. —Nicole y Geneviéve corrieron a la villa en sus trajes para la nieve mientras Pierre pasaba texto completo del mensaje a la videopantalla de la pared.

—Es de lo más extraordinario —dijo Pierre—. Parece que todos hemos sido invitados a la coronación inglesa, incluida la recepción posterior. Esto es extremadamente insólito.

—Oh, abuelo —dijo excitadamente Genevieve—. Quiero ir. ¿Podemos ir? ¿Conoceré realmente a un auténtico rey y una auténtica reina?

—No hay ninguna reina, querida —respondió su abuelo—, a menos que te refieras a la Reina madre. Este rey aún no se ha casado.

Nicole leyó la invitación varias veces sin decir nada. Después que Geneviéve se hubiera calmado y abandonado la habitación, su padre rodeó a Nicole con sus brazos.

—Quiero ir —dijo ella suavemente.

—¿Estás segura? —preguntó él, apartándose ligeramente y mirándola con ojos inquisitivos.

—Sí —dijo ella firmemente.

Henry nunca la había visto hasta aquella noche
, pensó Nicole mientras comprobaba primero su reloj y luego su equipo, preparándose para el descenso desde la cima.
Papá fue maravilloso. Me dejó desaparecer en Beauvois y casi nadie supo que había tenido un bebé hasta que Geneviéve tuvo cerca de un año. Henry ni siquiera llegó a sospecharlo nunca. No hasta aquella noche en el palacio de Buckingham
.

Nicole aún podía verse a sí misma aguardando en la línea de recepción. El Rey había llegado tarde. Geneviéve estaba en ascuas. Finalmente, Henry estuvo de pie ante ella.

—El honorable Pierre des Jardins de Beauvois, Francia, con su hija Nicole y su nieta Geneviéve. —Nicole hizo una reverencia protocolaria, y Geneviéve se limitó a una breve inclinación de cabeza.

—Así que ésta es Geneviéve —dijo el Rey. Se inclinó hacia adelante sólo por un momento y puso una mano bajo la barbilla de la niña. Cuando la niña alzó el rostro, él vio algo que reconoció. Se volvió para mirar a Nicole, con un rastro de interrogación en sus ojos. Nicole no reveló nada con su sonrisa. El ujier estaba pronunciando los nombres de los siguientes invitados en la fila. El Rey siguió adelante.

De modo que enviaste a Darren al hotel
, pensó Nicole mientras descendía en Schuss una corta loma, enfilaba un pequeño promontorio y saltaba en el aire por uno o dos segundos.
Y éste dijo hums y hams y finalmente me preguntó si acudiría a tomar el té
. Nicole clavó los palos en la nieve y se detuvo bruscamente.

—Dile a Henry que no puedo —recordaba que le dijo a Darren en Londres, siete años antes.

Miró nuevamente su reloj. Eran sólo las once, demasiado temprano para ir esquiando hasta la cabaña. Se dirigió a uno de los telearrastres y emprendió de nuevo la subida hasta la cima.

Eran dos minutos pasado el mediodía cuando Nicole llegó al pequeño chalet al borde del bosque. Se quitó los esquíes, los clavó en la nieve y caminó hacia la puerta delantera. Ignoró los llamativos carteles todo alrededor que advertían: EINTRITT VERBOTEN. Surgidos de la nada aparecieron dos robustos hombres, uno de los cuales se interpuso entre Nicole y la puerta de la cabaña.

—Está bien —oyó decir a una voz familiar—, la estamos esperando. —Los dos guardias se esfumaron tan rápidamente como habían aparecido, y Nicole vio a Darren, sonriente como siempre, en la puerta del chalet.

—Hola, Nicole —dijo a su manera habitual y amistosa. Darren había envejecido. Había mechones grises en sus sienes y algo de sal en la pimienta de su corta barba—. ¿Cómo está usted?

—Estupendamente, Darren —respondió, consciente de que, pese a todas sus advertencias hacia sí misma, estaba empezando a ponerse nerviosa. Se recordó a sí misma que ahora era una profesional, con tanto éxito en su propio campo como aquel Rey al que iba a ver. Entonces se obligó a entrar en el chalet.

Hacía calor dentro. Henry estaba de pie de espaldas a una pequeña chimenea. Darren cerró la puerta tras ella y los dejó solos. Nicole, casi inconscientemente, se quitó el pañuelo y abrió su parka. Retiró de sus ojos los anteojos para la nieve. Se miraron el uno al otro durante veinte, quizá treinta segundos, sin decir una palabra, sin desear interrumpir el poderoso flujo de emociones que los trasladaban a ambos hacia atrás, a los magníficos días quince años antes.

—Hola, Nicole —dijo finalmente el Rey. Su voz era más suave y tierna.

—Hola, Henry —respondió ella. Él rodeó el diván para acercarse a ella, quizá para tocarla, pero había algo en el lenguaje corporal de Nicole que lo detuvo. Se quedó a un lado del diván.

—¿Quieres sentarte? —invitó. Nicole negó con la cabeza.

—Prefiero estar de pie, si no te importa. —Aguardó unos instantes más. Sus ojos se unieron de nuevo en una profunda comunicación. Nicole se sintió atraída hacia él pese a sus intensas advertencias internas—. Henry —estalló de pronto—, ¿por qué me has hecho venir aquí? Tiene que ser algo importante. No es normal que el Rey de Inglaterra pase sus días sentado en un chalet en la ladera de una montaña suiza dedicada al esquí.

Henry se dirigió hacia un ángulo de la habitación.

—Te traje un regalo —dijo, inclinándose de espaldas a Nicole—, en honor a tu cumpleaños número treinta y seis.

Nicole se echó a reír. Algo de la tensión pareció relajarse.

—Eso es mañana —dijo—. Te has adelantado un día. Pero, ¿por qué...? Él le tendió el datacubo.

—Éste es el más valioso regalo que he podido encontrar para ti —dijo seriamente—, y compilarlo le ha dado un buen mordisco al tesoro real. Ella lo miró con aire interrogativo.

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