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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Los reyes de lo cool (12 page)

Al margen de eso, Emily lo ignora todo, porque nunca ha tenido novio, nunca ha tenido una cita; no piensa pasar al asiento de atrás y no piensa siquiera entrar en el coche.

Es Emily la Doncella de Hielo, Emily el Frigorífico, y no le importa lo que digan de ella. No piensa echarse a perder con chavales de instituto incapaces de hacer nada por mejorar su vida e incapacitados para darle lo que desea, que es

Algo mejor —mucho mejor— que la sucesión de asquerosos apartamentos y autocaravanas que su madre ha tenido que pagar pelándose el culo trabajando, mejor que la serie de compañeros de cama que su madre se trae a casa y a los que urge a marcharse temprano antes de que su hija se despierte.

Emily se ha estado reservando, se ha mantenido apartada.

Mirando, mirando

Esperando, esperando

a que su cuerpo crezca moldeado por su espíritu, a que sea

Perfecto y

Perfectamente irresistible

Porque una ha de utilizar sus armas.

El mundo no le ha dado dinero ni familia ni posición, pero le dio

belleza

Y ahora comprueba que al fin está lista para salir a buscar —a
cazar
en realidad—

una vida mejor.

Emily tiene un plan.

83

Lleva meses trabajando en ello.

De acuerdo, toda su vida, pero este plan en particular se le ocurrió hace meses mientras estudiaba las páginas de sociedad del
Orange County Register
que los clientes del café suelen dejar sobre la mesa junto al cambio.

Un baile benéfico anual contra el cáncer en el Ritz Carlton.

Emily estudia las fotografías de los ricos, sus sonrisas felices y perfectas, sus peinados de peluquería, sus ropas hermosas y elegantes, sus confiadas posturas frente a la cámara. Ve sus nombres, los señores y señoras de, los doctores y señoras de, y piensa:

Soy una de ellos.

Simplemente no pueden verlo porque

No pueden verme.

Emily se lleva las páginas de sociedad a casa, recorta las fotos y las clava en el tablón de corcho que tiene sobre el pequeño escritorio de su cuarto. Las estudia con mucha más atención que la que dedica al álgebra o a la química o a la lengua, porque esas asignaturas no la llevarán

a ningún sitio

y un día mientras regresa a casa del trabajo —el vestido de su uniforme rosa pringado con manchas de grasa y salpicaduras de café— entra en una tienda de tejidos y compra un patrón para un vestido. Tres semanas más tarde, compra tela negra.

Sin embargo, hay un problema:

No sabe coser y en cualquier caso no tienen máquina de coser, de modo que a la mañana siguiente se levanta, coge el patrón y la tela, atraviesa el «patio» de gravilla, llama a la puerta del tráiler de la señora Silva y pregunta:

—¿Puede ayudarme?

La señora Silva está recién entrada en los sesenta. Su marido va y viene de México y a menudo se pasa semanas fuera de casa. Emily puede oír el ruido de su máquina de coser desde su cuarto.

La señora Silva recibe a la güera bonita con una sonrisa.

—¿Vas al baile de fin de curso? —pregunta.

—No. ¿Puede ayudarme? —Emily le enseña a la señora Silva una de las fotos de las páginas de sociedad—. Tiene que quedar así.

—Eso es un vestido de mil dólares, guapa.

—Solo que quiero que el escote quede más así…

Traza una línea en diagonal con el dedo índice de izquierda a derecha sobre su pecho.

—Entra. Veremos qué podemos hacer.

Durante los siguientes dos meses, Emily pasa hasta su último momento libre junto a la señora Silva en la mesa de coser. Su nueva tía le enseña a cortar, a coser. Es difícil, complicado, pero la señora Silva es muy buena modistilla y una maravillosa maestra, y Emily aprende.

—Tienes buen ojo para la moda —le dice la señora Silva.

—Me encanta la moda —confiesa Emily.

Sabe que necesitará más que el vestido.

Hay un quiosco en la esquina de Ocean con la CCP a cuyo propietario le gusta mirarle las piernas, por lo que le permite quedarse allí a curiosear sin comprar nada, así que Emily hojea
Vogue
y
Cosmo
y
WWD
y toma notas.

El maquillaje que ve es caro, pero ahorra cuanto puede de su sueldo (lo que no va para ayudar a su madre con el alquiler y la comida) y todas sus propinas, y es muy, muy cuidadosa a la hora de seleccionar, de modo que cuando coge el autobús al centro comercial y entra en Nordstroms sabe exactamente lo que va a comprar —y nada más— para obtener el efecto que quiere conseguir.

El calendario no es su amigo.

A medida que Emily va tachando los días que faltan para el baile benéfico, calcula las crueles matemáticas del tiempo, sus ingresos y todo lo que todavía necesita comprar.

2,30 $ la hora.

Por veinte horas.

Más 15-20 $ en propinas por turno

Por cinco…

Menos 60 $ a la semana para su madre y los gastos de la casa…

Va a estar muy justo.

Durante una de las (muchas) sesiones de ajuste con la señora Silva

—ahora tía Anna—,

tía Anna dice:

—El vestido está quedando bien, pero un vestido no es nada sin unos cimientos adecuados.

Emily no entiende a qué se refiere.

La tía Anna es completamente franca:

—Tienes los pechos bonitos, pero necesitarás un sujetador adecuado para realzar el vestido. ¿Un vestido caro con ropa interior barata? Es como una casa bonita con grietas en los cimientos.

Y después están los zapatos.

—Los hombres te miran de arriba abajo —dice Anna—, las mujeres de abajo arriba. Lo primero que harán esas brujas será mirarte los zapatos e inmediatamente sabrán quién eres.

De modo que Emily empieza a mirar zapatos: en el periódico, las revistas, los escaparates. Ve el par perfecto en la ventana de una tienda pedorra en Forest Avenue.

Charles Jourdan.

150 $

Más allá de sus posibilidades, y a pesar de que puede hacerse un vestido, no puede fabricarse unos zapatos.

Es un problema.

Después está la joyería.

Evidentemente no puede recurrir al objeto real —los diamantes están tan lejos de su alcance como las estrellas—, pero descubre que tiene cierto talento para la bisutería, y tía Anna le ayuda a elegir un par de piezas —una pulsera, un collar— que mejoran el vestido.

Pero los zapatos.

Emily vuelve a casa y estudia los días menguantes en el calendario —hay más X que cuadrados en blanco—, hace la suma y se da cuenta de que no va a conseguirlo.

Su madre podría habérselo advertido.

En las pocas horas que le dejan el (escaso) dormir y la limpieza de las casas de otros, la antigua Freaky Frederica, ahora simplemente Freddie (sus días de hippie hace tiempo que quedaron atrás), observa la frenética actividad de su hija (las fotos en el corcho, la bolsa de patrones, las idas y venidas al tráiler de la vecina) y, al igual que la señora Silva, la malinterpreta al suponerla relacionada con un baile de fin de curso, una fiesta o incluso (¡por fin!) un chico, pero le preocupa que su hija se dirija de cabeza hacia un

desengaño

pues parece empeñada en acceder a un estrato social que el esnobismo de Orange County no le permitirá alcanzar jamás.

La mayoría de las muchachas del Dana Hills High tienen dinero, tienen vía libre, tienen, sobre todo, la actitud necesaria, y rápidamente se percatarán de que Emily vive en un tráiler y que su madre limpia casas para ganarse la vida.

Freddie no quiere que su hija se sienta

avergonzada

y, además, está orgullosa de quiénes son, de quién es
ella
, una mujer independiente capaz de sobrevivir en el mundo (a duras penas, pero aun así) completamente sola.

Emily es lista, Emily podría entrar en una universidad comunitaria, quizá incluso acceder a la privada con una beca si estudiase, pero Emily está demasiado pendiente de las revistas de moda y del

espejo.

Freddie intenta decírselo, pero Emily no escucha.

Podría explicarle a su madre que una no empieza el ascenso hacia los estratos superiores en las escaleras, hay que tomar el ascensor.

Pero tanto en un caso como en el otro, necesitarás un buen par de

zapatos.

84

Stan acepta el billete de dólar enrollado de manos de Diane

—oh, Eva—,

se inclina sobre el mostrador de la Librería Pan y Maravillas y esnifa la raya de cocaína.

Doc le mira sonriendo.

—¿Y bien?

—Guau.

Diane ya está sonriendo porque Doc, caballero como es, le ha ofrecido el primer tiro. Ahora le zumba el cerebro y las abejitas se abren paso rápidamente hacia su entrepierna, industriosas («a quien tiene abejas») y lascivas (siempre de flor en flor) como son.

Doc tiene cierto espíritu de reciprocidad. Stan y Diane le descubrieron el ácido, ahora está devolviéndoles el favor con la coca. John y él se han presentado en la librería con una muestra.

Lo justo es lo justo.

La amistad es la amistad.

Y los negocios son los negocios.

(Por no decir que las aliteraciones son las aliteraciones.)

Pasarles una muestra gratuita de tu nuevo producto a los propietarios de la Librería Pan y Maravillas es un buen negocio, ya que, a pesar de que la tienda haya dejado atrás su mejor momento, todavía sigue siendo un centro neurálgico para la comunidad de la contracultura (léase «la droga») o en lo que sea que se haya convertido.

(La comunidad, no la droga.)

Es el momento adecuado.

Stan lleva tiempo buscando algo nuevo.

Está cansado de vender productos hippies, le preocupa quedar atrapado en una cultura que se marchita y, para ser sinceros, también está un poco aburrido de Diane.

Y ella de él.

¿Y el panorama político?

¿La revolución?

Esa que creían haber ganado cuando Nixon

—el Übervillano

—la Madrasta Malvada

—seamos sinceros, el Chivo Expiatorio

—(Ambos están lo suficientemente versados en sus respectivas religiones ancestrales para saber que al chivo se le cargaba con todos los males de la sociedad y luego era expulsado de la ciudad)

perdió el poder

y terminó La Guerra

Ha desembocado en Jimmy Carter.

Jimmy Carter
.

Yimme Cahte.

Y su lujurioso corazón.

Pero Diane no quiere lujuria en el corazón, quiere lujuria en el coño, y ya ha pasado algún tiempo desde la última vez que la sintió con Stan. No está mal, es agradable… pero…

¿Agradable?

Lo irónico es que, incluso en los días del amor libre, cuando todos se enroscaban unos sobre otros como gusanos en una lata de café en la sala trasera de la librería, Diane nunca participó. Stan tampoco. Ella por reticencia; él, sospechaba ella, más por temor a las enfermedades.

Ahora ambos se preguntan si se perdieron algo.

La otra cuestión que les preocupa es el dinero.

Solía ser algo sobre lo que supuestamente no debías preocuparte

—burgués—

pero ahora la gente parece

desearlo y la gente parece

tenerlo.

Como Doc, por ejemplo.

El Jesús del Taco maneja ahora mucho más que calderilla para tacos, y ya no lo regala ni lo reparte. Compra cosas —ropa, coches, casas— y luce bien, y Diane no puede evitar preguntarse:

se están perdiendo algo, o peor aún

se
han
perdido algo

como si estuvieran en la orilla de un río viendo el futuro flotar alejándose de ellos y ahora

Stan la está mirando como si estuviese pensando lo mismo, pero Diane se pregunta si está de pie junto a ella en la orilla o si se aleja flotando, y también se pregunta si le importa.

Diane se vuelve y observa a John «meterse una raya» (en la nueva jerga). Todas las trazas de su delicadeza adolescente han desaparecido. Es esbelto, musculoso y enérgico, y de repente Diane se da cuenta de que es diez años —una
década
— más vieja de lo que era. Este muchacho, este niño que empezó vendiendo porros pegados bajo la tabla de su monopatín, es ahora un joven adulto. Y rico, si hay que hacer caso a los rumores.

Rumores y una mierda, piensa Diane. Sabe de buena tinta que John tiene en propiedad la casa situada dos puertas más allá de la que ellos todavía alquilan. Y el desfile de mujeres jóvenes y elegantes que entran y salen de ella anuncia dinero, y una mañana Diane vio a Stan, con su puta taza de té en la mano, comerse con los ojos a través de la ventana a una de las chicas de John mientras se subía a su coche, admirando —¿deseando?— sus largas piernas, sus pechos firmes, su melena rubia de Ángel de Charlie. (¿Quién es la actriz, la del nombre falso y ridículo?) Y después pretendió no haber estado mirando, y ella deseó que al menos tuviese la sinceridad —vale, los huevos— de reconocerlo y decir: sí, le parecía que la chica era sexy, porque Diane podía notar que se le había puesto morcillona bajo los vaqueros descoloridos, sus ridículos pantalones de campana, y si hubiera sido sincero puede que ella le hubiese aliviado de algún modo, se habría puesto de rodillas y le habría chupado la polla y habría dejado que disparase su fantasía de
shiksa
en el interior de su voluntariosa boca, pero en vez de eso hizo algún comentario gilipollas acerca de la «superficialidad» de todo aquello, de modo que Diane decidió dejarle con los huevos colgando, por así decirlo.

Ahora John le tiende el billete enrollado; vuelve a ser su turno. Sintiéndose un poco tonta, Diane se presiona una fosa nasal con el dedo e inhala con la otra y nota la sacudida de la coca en el cerebro y el sabor acre que le baja por la garganta.

Cada uno vuelve a meterse otra raya y después, demasiado alterados como para quedarse en la tienda, deciden salir a dar una vuelta.

Stan insiste en conducir y todos se apilan en su desvencijada furgoneta Westfalia y Diane acaba en la parte trasera junto a John mientras se dirigen hacia el sur por la CCP, con un zum-zumbido en la cabeza y la entrepierna mientras oye a Doc hablar con Stan sobre un «acuerdo de distribución», como si fuera AmWay o algo.

—Incluso aunque solo compréis para uso propio —está diciendo Doc—, os la pasaríamos al por mayor, de modo que ya con eso saldríais ganando. Si luego además decides que quieres hacer negocio…

Bzz Bzz.

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