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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga

Los reyes de lo cool (6 page)

—Las palabras —dijo—, son:

(a) un modo de comunicarse

(b) un modo de
in
comunicarse

(c) herramientas

(d) armas

(e) todo lo anterior.

Ben respondió (a), O respondió (d)

(es hija de su madre)

Chon respondió

(f) no importa.

Porque hay cosas de las que nunca hablará. Cosas que ha visto, cosas que ha hecho en Irak y Afganistán. Cosas con las que no quieres cargar a otras personas, recuerdos que intentas impedir que acaben abrumándote el cerebro y el sistema nervioso, pero que todavía puedes notar sobre la piel. Películas que tu mente proyecta en privado en la pantalla interior de tus párpados.

Son cosas que no pueden expresarse con palabras.

Son inefables.

Por lo tanto, para llenar el triste silencio

—puntuado por el cántico de O de odio este viaje odio este viaje odio este viaje— de camino al Aeropuerto John Wayne de Orange County (hay mierdas que uno jamás podría inventar) Chon se pone en plan neo-Spiro Agnew con el tema de los neohippies.

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Chon considera que los neohippies son una panda de guarros de rostro blanquecino de tanta dieta vegana («Cómete una puta hamburguesa, Casper»), que apestan a pachulí y entorpecen el paso en las aceras jugando en sandalias al
hacky-sack
(por qué no se dejan de gilipolleces y lo llaman
pelota de tierra
), dejan apoyadas sus mierdosas bicicletas de una sola marcha contra la puerta del Starbucks donde piden té verde, toman prestados los portátiles de otras personas para consultar su correo y se pasan horas sentados sin dejar jamás una maldita propina, y practican yoga semidesnudos en los parques para que los demás tengamos que ver sus cuerpos pálidos y raquíticos. En una palabra:
parásitos
.

Chon desearía que California del Sur se separase del resto del Estado solo para poder aprobar una ley que enviase a todos los blancos con rastas a un campo de concentración.

—¿Dónde estaría dicho campo? —le pregunta Ben.

Esto es lo que suelen llamar «aguijonearle».

—No lo sé —murmulla Chon, todavía cabreado—. En algún lugar más allá de la Quince.

El problema (vale,
uno
de los problemas) de construir campos de concentración en California del Sur, le parece a Ben, es que los constructores se matarían unos a otros intentando hacerse con la contrata de alambre de espino. También la presencia de un gobernador cuyo acento es, en fin…

… uhhh…

—Por supuesto —farfulla Chon—. Supongo que los liberales lo impedirían.

Chon también odia a los liberales.

El único liberal al que no odia es Ben.

(Esto se conoce como La Excepción de Ben.)

Los liberales, opina Chon cada vez que se lanza a una perorata, tal como está haciendo ahora,

son gente que ama a sus enemigos más que a sus amigos, que prefieren la cultura de cualquier otro antes que la suya propia, que se sienten culpables de haber tenido éxito pero no sienten vergüenza ante el fracaso, que desprecian los beneficios y castigan los logros.

Los hombres carecen de polla, de huevos, eunucos que se han castrado cobardemente a sí mismos obligados a avergonzarse de su masculinidad por harpías infelices y rebosantes de rabia que viven consumidas por la amarga envidia ante las posesiones materiales, por no mencionar los orgasmos múltiples, de sus hermanas conservadoras…

(—No deberías haberle dejado comprar
El manantial
—le dice Ben a O.

—¿Quién podía sospechar que se iba a meter en la sección de ficción?)

Los liberales tomaron un país bastante decente y

Lo Jodieron Pero Bien

hasta el punto que ahora

los chavales no pueden leer
Huckleberry Finn
ni jugar al dodgeball

—dodgeball, ese juego perfectamente darwinista diseñado para asegurar la supervivencia del más fuerte porque los demás están demasiado conmocionados como para reproducirse—

y cualquier surfista de las dunas cabreado se cree con el derecho a estampar aviones contra nuestros edificios sin temor a que tiremos la Grande sobre la Meca tal como deberíamos haber hecho cinco segundos después de la caída de las torres

(Nancy Reagan habría apretado el dedo de su esposo contra el botón y habría convertido por él la península saudita en la fábrica de cristal que debería ser),

solo que los liberales quieren ser
amados
.

Ben no está de acuerdo.

Los liberales de California
no
bloquearían un proyecto de ley que pretendiese crear campos de concentración siempre y cuando obtuvieran contribuciones de campaña por parte de las cementeras, los camioneros encargados de transportar a los internos estuviesen afiliados al sindicato y sus vehículos cumplieran los requisitos de consumo mínimo y rodaran exclusivamente por los carriles para el tráfico pesado.

Ben sabe que California freiría tipos al ritmo marcado por la competición que tienen entablada los hermanos Bush en Texas y Florida si la silla eléctrica estuviera alimentada por energía solar.

—Ya no usan a la vieja Sparky —le informa Chon—. Ahora es la inyección letal.

Justo.

Como los narcóticos son ilegales, los utilizaremos para ejecutar a la gente.

Por criminales.

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Bueno, todo esto está muy bien

diversión y juegos verbales

pero lo que importa no es lo que Ben y Chon se dicen el uno al otro, sino

lo que
no
dicen.

Chon no le habla a Ben del atraco y la paliza sufridos por Sam Casey ni de su respuesta ante tal provocación, porque sabe que no contaría con su aprobación y Ben se deprimiría por haber tenido que recurrir a la fuerza en un mundo que debería girar en torno al amor, la paz y bla, bla, bla.

Ben no le cuenta a Chon lo de su extraña charla con LMM porque, en fin, solo ha sido extraña y casual y probablemente no tenga ninguna importancia, y además, ¿qué iba a poder hacer Chon al respecto? Va de camino a Istanislandia y bastantes preocupaciones tiene ya (como mantenerse con vida) por lo que Ben no quiere molestarle.

Y así, ambos se pasan de largo esta confluencia crítica, este cruce de sucesos, esta oportunidad de sumar uno más uno y obtener

Uno.

Un mismo problema.

No son estúpidos, juntos lo habrían adivinado, pero «habrían» es solo otra manera de decir

«no lo hicieron».

37

Acompañan a Chon hasta el mismo control de seguridad.

Donde O lo abraza y no quiere soltarle.

—Te quiero te quiero te quiero te quiero te quiero —dice, incapaz de contener las lágrimas.

—Yo también te quiero.

Ben la obliga a soltarse, le da un abrazo a Chon y dice:

—No seas un héroe, socio.

Como si tuviera opción, piensa Ben.

Es la tercera vez que Chon vuela destacado con un jodido equipo SEAL. Es un jodido héroe y no puede ser ninguna otra cosa.

Siempre lo ha sido, siempre lo será.

—Me acurrucaré en lo más profundo de la trinchera más honda —dice Chon.

Ya .

Le miran atravesar el control.

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Boland se pone al teléfono.

—Buenas noticias —dice—. Leonard está metiendo al buscalíos en un avión. Parece que se marcha destacado.

—¿Estás seguro de que es él?

—Coincide con la descripción que me ha dado Hennessy del tipo que lo machacó —responde Boland.

Eso son buenas noticias, piensa Crowe.

Muy buenas noticias.

Bueno, no para Leonard.

39

Ben no ve el coche que se le pega al salir del Aeropuerto John Wayne de Orange County y sigue tras él todo el trayecto de regreso hasta Laguna.

¿Por qué iba a verlo?

Este no es su mundo, la marcha de Chon le ha deprimido y encima O va y le suelta esta bomba:

—Me he echado encima de él.

—¿De quién?

—Chon.

Bum.

No es que esté celoso, los celos no forman parte de su carácter, pero… ¿Chon y O?

Muy fuerte.

Pero Ben se mantiene frío. Ben siempre se mantiene frío.

—¿Y?

—He rebotado.

La Gran Muralla de Chon.

—Oh.

—Rechazada. Desdeñada.
No
correspondida.

—Uno nunca oye hablar del «amor correspondido» —dice Ben, porque no sabe qué otra cosa decir.


Yo
no, desde luego.

—Esos pucheros no te sientan nada bien.

—Ah, ¿no? —dice O—. Porque estaba convencida de que sí.

Un par de segundos más tarde, añade:


Odio
esta
puta
guerra.

Tenía catorce años y estaba delante de la televisión, demorando el momento de ir a la escuela, cuando vio lo que en principio le pareció un mal plano de CGI aparecer en pantalla.

Un avión de pasajeros. Un edificio.

No le pareció real aquel día y sigue sin parecérselo.

Pero para entonces Chon ya estaba en el ejército.

Un hecho por el que O se culpa a sí misma.

Ben sabe lo que está pensando.

—No lo hagas —dice.

—No puedo evitarlo.

No puede porque no sabe.

La culpa no es suya

Se remonta a

Generaciones.

LAGUNA BEACH, CALIFORNIA
1967

He dicho que voy a bajarme hasta la granja de Yasgur, voy a unirme a un grupo de rock-and-roll…

C
ROSBY
, S
TILLS
, N
ASH
& Y
OUNG,

«Woodstock»

40

John McAlister recorre Ocean Avenue con su monopatín, se pone la tabla bajo el brazo y camina por Main Beach hasta llegar al Taco Bell, donde a veces la peña hace su pedido, va al servicio y deja mientras tanto los tacos sobre la mesa.

Cuando vuelven a salir, tanto los tacos como Johnny han desaparecido.

Al loro con Johnny Mac.

Alto para sus catorce años, ancho de hombros, melena castaña con pinta de haber sido cortada con una podadora. Típico skater: camiseta y pantalones cortos, huaraches, collar de conchas.

Cuando llega al Taco Bell se encuentra con una multitud.

Un tipo grandote con el pelo largo y rubio está invitando a todo el mundo a comer, repartiendo tacos y sobrecitos de salsa picante entre un hatajo de surfistas, hippies, drogadictos sin hogar, fugados y muchachas delgaduchas de esas que llevan diademas en el pelo largo y liso y que, a ojos de John, parecen todas la misma.

El tipo parece una especie de versión surfista y CalSur de un dios marino. John no distinguiría entre Neptuno o Poseidón y Scooby Doo, pero sí sabe reconocer los indicios de la realeza local: el bronceado marcado, la melena rubia y quemada por el sol, los músculos fibrosos de un tipo que puede pasarse todo el día, todos los días, surfeando siempre que le apetezca, y que por lo tanto tiene dinero.

No un matado del surf, sino un dios del surf.

Un dios que ahora baja la mirada hacia él con una sonrisa amistosa en el rostro y una expresión cálida en sus ojos azules y le pregunta:

—¿Quieres un taco?

—No tengo dinero —responde John.

—No necesitas dinero —responde el tipo, ensanchando su sonrisa—. Y
o
tengo dinero.

—Vale —dice John.

Tiene hambre.

El tipo le tiende dos tacos y un sobre de salsa picante.

—Gracias —dice John.

—Soy Doc.

John no dice nada.

—¿No tienes nombre? —pregunta Doc.

—John.

—Hola, John —dice Doc—. Paz.

Después Doc sigue su camino, repartiendo tacos como panes y peces. Como Jesús, solo que Jesús caminaba sobre las aguas y Doc se desliza sobre ellas.

John coge sus tacos antes de que Doc cambie de idea o alguien le identifique como el crío que roba comida de las mesas, sale al aparcamiento y se sienta en el bordillo junto a una chica con pinta de tener diecinueve o veinte años.

La chica está extrayendo cuidadosamente la carne de su taco y dejándola sobre la acera.

—La vaca es sagrada para los hindúes —le dice a John.

—¿Tú eres hindú? —pregunta John.

No tiene ni idea de qué es un hindú.

—No —dice la chica, como si la pregunta no tuviera ningún sentido. Después añade—: Me llamo Brillo Estelar.

Ni de coña, piensa John. Ha charlado con cantidad de hippies fugadas de casa —Laguna está sembrado de ellas— y siempre dicen llamarse Brillo Estelar o Rayo de Luna o Arcoíris, y en realidad siempre son Rebecca o Karen o Susan.

Quizá una Holly, pero eso es lo más exótico a lo que pueden aspirar.

A John las hippies fugadas le irritan mogollón.

Todas se creen Joni Mitchell y él odia a Joni Mitchell. John escucha a los Stones, Zeppelin, The Who, Moody Blues.

Lo único que quiere es acabarse sus tacos y salir de allí.

Entonces Brillo Estelar dice:

—Cuando hayas terminado de comer, me gustaría chuparte la polla.

John no vuelve a casa.

Nunca.

41

Ka

Buum
.

La cabeza de Stan explota.

Es como si el sol saliera en su cráneo y la calidez de los rayos se extendiera sobre la sonrisa de su cara.

Mira a Diane y dice:

—Hostia puta.

Ella le entiende. El tripi también acaba de fundirse en su lengua.

Hostia puta no, sagrada
comunión
.

Al otro lado de la CCP, el Jesús del Taco realiza su ofrenda diaria. Más allá, el océano se extiende en un azul tan azul que sobreazulea a todos los demás azules en este universo de azules.

—Mira qué azul —dice Diane.

Stan se vuelve para mirar.

Y se echa a llorar.

Es una

hermoazura.

Stan y Diane

(«Esta es una cancioncilla sobre Stan y Diane

dos jóvenes americanos que crecieron en…»

Ah, a la mierda)

Stan no es el típico hippie alto y chupado, es el hippie bajito y rechoncho adicto a la bollería, de nariz gruesa, afro de judío, enorme barba negra y sonrisa beatífica. Diane sí que sigue el rollo delgada, además de la melena negra y lisa que se le riza con la humedad, caderas que insinúan un punto madre terrenal y pechos que son, al menos en parte, responsables de la sonrisa beatífica de Stan.

Ahora, completamente flipados, observan desde el porche del decrépito edificio que quieren convertir en una librería. Inmigrantes recién llegados de Haight-Ashbury, saben que la movida de San Francisco se está desintegrando, por lo que quieren intentar reproducirla aquí abajo.

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